Authors: Katherine Neville
—¡Las piezas! —exclamó Valentine, que al ponerse en pie de un salto asustó al pececillo—. ¡Según la carta, Charlotte Corday se ha quedado en Caen! Tal vez Caen era el punto de reunión más próximo a la frontera norte. —Se quedó pensativa y añadió—: En ese caso, ¿por qué Alexandrine intentó abandonar Francia por el este?
—No lo sé —reconoció Mireille. Se quitó el lazo que sujetaba su roja cabellera y se inclinó hacia la fuente para mojarse el rostro arrebolado por el calor—. No sabremos qué significa la carta hasta que nos reunamos con sor Claude a la hora convenida. ¿Por qué habrá elegido el barrio de Cordeliers, el más peligroso de todo París? Como sabes, l’Abbaye ya no es un monasterio; ahora es una prisión.
—No me asusta ir sola —aseguró Valentine—. Prometí a la abadesa que cumpliría con mi responsabilidad y ha llegado la hora de demostrarlo. Prima, tendrás que quedarte, pues el tío Jacques-Louis nos ha prohibido salir de casa en su ausencia.
—Entonces tendremos que planear la fuga con suma inteligencia —repuso Mireille—. Puedes estar segura de que no te permitiré ir sola a ese barrio.
10 de la mañana
El carruaje de Germaine de Staël cruzó las puertas de la embajada sueca. En lo alto del vehículo se apilaban baúles y cajas con pelucas, que vigilaban el cochero y dos criados de librea. Germaine estaba cómodamente instalada en el interior, junto con sus doncellas. Lucía la vestimenta oficial de embajadora, llena de galones y charreteras de colores. Los seis caballos blancos, engalanados con espléndidas escarapelas con los colores suecos, avanzaban por las calles de París en dirección a las puertas de la ciudad. Las portezuelas del carruaje estaban adornadas con el escudo de la Corona sueca y las cortinas de las ventanillas, cerradas.
En el sofocante calor y la oscuridad del interior del carruaje, Germaine estaba absorta en sus pensamientos, hasta que, inexplicablemente, el vehículo se detuvo con una sacudida antes de llegar a las puertas de la ciudad. Una criada abrió la ventana de guillotina.
En la calle se apiñaba una turba de mujeres coléricas que esgrimían rastrillos y azadas como si de armas se tratara. Varias miraron con encono a Germaine a través de la ventanilla, abriendo sus horribles bocas de dientes ennegrecidos o encias melladas. ¿Por qué el populacho siempre tenía un aspecto tan vulgar?, pensó Germaine. Había dedicado interminables horas a las intrigas políticas y utilizado su considerable fortuna para sobornar a los funcionarios… y todo por pobres desgraciados como esas mujeres. Apoyó un fornido brazo en la ventanilla y asomó la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó con voz resonante y autoritaria—. ¡Dejadnos pasar!
—¡Nadie puede salir de la ciudad! —exclamó una mujer—. ¡Nosotras vigilamos las puertas! ¡Muerte a la nobleza!
La muchedumbre, cada vez más numerosa, coreó la consigna. Las vociferantes brujas estuvieron a punto de ensordecer a Germaine con sus gritos.
—¡Soy la embajadora de Suecia y me dirijo a Suiza en misión oficial! ¡Os ordeno que nos dejéis pasar!
—¡Ja, ja! ¡Dice que nos lo ordena! —dijo una mujer cerca de la ventanilla, y volviéndose hacia Germaine le escupió en la cara mientras las otras la vitoreaban.
Germaine sacó un pañuelo de encaje de su corpiño, para limpiarse, luego lo arrojó por la ventanilla y gritó:
—Aquí tenéis el pañuelo de la hija de Jacques Necker, el ministro de Finanzas al que amabais y venerabais. ¡Está mojado con la saliva del pueblo! —A continuación se dirigió a sus damas de honor, que temblaban en un rincón del carruaje—. ¡Animales! Ya veremos quién domina la situación.
La multitud de mujeres había quitado el yugo a los caballos y algunas tiraban del carruaje para alejarlo de las puertas de la ciudad. El nutrido gentío empujaba el vehículo y lo movía lentamente, como un grupo de hormigas que trasladan un trocito de pastel.
Germaine se aferró a la puerta y a través de la ventanilla soltó juramentos y amenazas, pero los chillidos de la turba ahogaron su voz. Después de lo que pareció una eternidad el carruaje se detuvo ante la impresionante fachada de un gran edificio rodeado de guardias. Cuando Germaine vio dónde estaba, se le heló la sangre: la habían llevado al Hôtel de Ville, sede de la Comuna de París.
Sabía que la Comuna de París era más peligrosa que la chusma que rodeaba su carruaje. Estaba formada por un hatajo de locos. Incluso los demás miembros de la Asamblea les temían. Delegados de las calles de París, encarcelaban, juzgaban y ejecutaban a los miembros de la nobleza con una celeridad que contradecía la idea misma de la libertad. Para la Comuna, Germaine de Staël representaba otro cuello noble que la guillotina debía cortar. Y ella lo sabía.
Abrieron por la fuerza las puertas del carruaje y unas manos sucias sacaron a Germaine, que se irguió y avanzó entre la muchedumbre con gélida mirada. A sus espaldas, las doncellas balbuceaban de miedo mientras la turbamulta las arrancaba del carruaje y las empujaba con escobas y mangos de palas. Germaine subió casi a empellones por la ancha escalinata del Hôtel de Ville. Reprimió un grito cuando un hombre se adelantó bruscamente, hundió la afilada punta de su pica bajo el corpiño y le rajó la vestimenta de embajadora. Habría bastado un resbalón para que la abriera en canal. Contuvo el aliento cuando un agente de policía se acercó y apartó la pica con su espada. Cogió a Germaine del brazo y la hizo entrar en el oscuro vestíbulo del Hôtel de Ville.
11 de la mañana
David llegó sin aliento a la Asamblea. La inmensa sala estaba llena hasta la bandera de hombres que gritaban. El secretario estaba de pie en la tarima central y chillaba para hacerse oír. Mientras se dirigía a su escaño, David apenas oyó lo que decía el orador:
—¡El 23 de agosto la fortaleza de Longwy cayó en manos del enemigo! ¡El duque de Brunswick, comandante de los ejércitos prusianos, emitió un manifiesto en el que exigía que liberáramos al rey y restauráramos todos los poderes reales! ¡De lo contrario, sus tropas arrasarían París!
El ruido parecía una ola que cubría al secretario y ahogaba sus palabras. Cada vez que la ola descendía, el pobre orador intentaba recuperar la palabra.
La Asamblea revolucionaria solo conservaría su débil poder en Francia mientras mantuviera encarcelado al monarca. Y el manifiesto de Brunswick exigía la liberación de Luis XVI como pretexto para que las tropas prusianas invadieran Francia. Asediado por deudas apremiantes y deserciones masivas en el ejército, el nuevo gobierno —que había asumido el poder hacía poco tiempo— corría el peligro de caer en pocas horas. Además, cada delegado sospechaba que los demás eran culpables de traición, de connivencia con el enemigo que combatía en la frontera. Mientras observaba cómo el secretario intentaba mantener el orden, David pensó que se encontraba en la cuna de la anarquía.
—¡Ciudadanos, os traigo terribles noticias! —vociferaba el secretario—. ¡Esta mañana, la fortaleza de Verdún ha caído en manos de los prusianos! Debemos tomar las armas contra el…
La histeria se apoderó de la Asamblea. Estalló el caos y los presentes echaron a correr como ratas acorraladas. ¡La fortaleza de Verdún era la última plaza fuerte que separaba París de los ejércitos enemigos! Los prusianos podían estar a las puertas de la ciudad antes del anochecer.
David permaneció en su escaño y aguzó el oído. El alboroto ahogaba las palabras del secretario, al que veía abrir y cerrar la boca sin que a él le llegara lo que decía.
La Asamblea se convirtió en un hervidero de orates. Desde la Montaña, el populacho arrojaba papeles y fruta podrida a los moderados del foso. Con sus puños de encaje, los girondinos —en otro tiempo considerados liberales— alzaban la mirada con el rostro demudado por el miedo. Se sabía que eran monárquicos republicanos, que apoyaban los tres estados: la nobleza, el clero y la burguesía. Una vez publicado el manifiesto de Brunswick, sus vidas corrían gravísimo peligro incluso entre las paredes de la Asamblea… y lo sabían. Los partidarios de la restauración monárquica podían ser hombres muertos antes de que los prusianos llegaran a las puertas de París.
El secretario se hizo a un lado cuando subió a la tarima Danton, el león de la Asamblea. Tenía la cabeza grande y el cuerpo fornido, la nariz rota y el labio desfigurado por la patada que en la infancia le propinó un toro, pese a lo cual sobrevivió. Levantó sus enormes manos y llamó al orden.
—¡Ciudadanos! ¡Para el ministro de una nación libre es una satisfacción comunicar que el país se salvará! Todos estáis emocionados, entusiasmados y deseosos de entrar en la lid…
En las galerías y pasillos del gran salón de la Asamblea, los corrillos que se habían formado guardaron silencio al oír las vehementes palabras del poderoso dirigente. Danton los arengó, los retó a no mostrarse débiles, los invitó a rebelarse contra la marea que avanzaba hacia París. Los exaltó y los exhortó a defender las fronteras de Francia, a ocupar las trincheras y a proteger con picas y lanzas las puertas de la ciudad. El ardor de su arenga encendió una llama en sus oyentes. Pronto cada palabra que salía de sus labios era recibida con exclamaciones y vítores.
—¡Nuestro grito no es de alarma ante el peligro, sino una orden para cargar contra los enemigos de Francia! ¡Tenemos que atrevernos y volvernos a atrever, tenemos que atrevernos siempre… y Francia se salvará!
La Asamblea enloqueció. Algunos hombres arrojaron papeles al aire y gritaron:
—L’audace! L’audace!
En medio del tremendo alboroto, David paseó la mirada por la tribuna y se fijó en un individuo. Era un hombre pálido y delgado, impecablemente vestido con pañuelo almidonado, chaqué sin una sola arruga y peluca empolvada con sumo esmero. Un hombre joven, de expresión fría y ojos verde esmeralda que brillaban como los de una serpiente.
David vio que el joven pálido permanecía callado, sin inmutarse ante las palabras de Danton. Mientras lo observaba, supo que solo un hombre podía salvar a Francia, desgarrada por cien facciones en pugna, arruinada y con sus fronteras amenazadas por varias potencias hostiles. Francia no necesitaba el histrionismo de Danton o Marat, sino un líder. Un hombre que hiciera acopio de fuerzas en silencio hasta que reclamaran sus servicios. Un hombre en cuyos labios delgados la palabra «virtud» sonara mejor que «codicia» o «gloria». Un hombre que recuperara las ideas del gran Jean-Jacques Rousseau, en las que se había forjado la revolución. El hombre sentado en la tribuna era ese líder: se llamaba Maximilien Robespierre.
1 de la tarde
Germaine de Staël llevaba más de dos horas sentada en un incómodo banco de madera, en los despachos de la Comuna de París. Por todas partes había grupos de hombres nerviosos y callados. Unos pocos individuos compartían el banco con ella, y otros habían tomado asiento en el suelo. A través de las puertas abiertas de la improvisada sala de espera veía figuras que iban de un lado a otro y sellaban documentos. De vez en cuando alguien salía y pronunciaba un nombre. El mentado palidecía, recibía palmadas en la espalda de sus compañeros, que le susurraban que tuviera valor, y luego franqueaba la puerta.
Germaine sabía lo que ocurría al otro lado de las puertas: los miembros de la Comuna de París celebraban juicios sumarios. Interrogaban al acusado —cuyo único delito probablemente era su linaje— sobre su pasado y su lealtad al rey. Si su sangre era demasiado azul, al alba teñía las calles de París. Germaine no se hacía ilusiones respecto de sus posibilidades. Solo abrigaba una esperanza, que alimentaba mientras aguardaba su destino: no guillotinarían a una embarazada.
Mientras esperaba, toqueteando nerviosamente los anchos galones de su vestimenta de embajadora, el hombre sentado a su lado se derrumbó, se cubrió la cabeza con las manos y rompió a llorar. Los demás lo miraron preocupados, pero nadie osó consolarlo. Desviaron incómodos la mirada, como lo harían ante un tullido o un mendigo. Germaine suspiró y se puso de pie. No quería pensar en el hombre que lloriqueaba en el banco. Quería encontrar el modo de salvarse.
En ese momento vio a un joven que se abría paso en la atestada sala de espera con un fajo de papeles en la mano. Tenía el cabello castaño y rizado, recogido con una cinta en la nuca, y su chorrera de encaje se veía gastada. Exhalaba una apasionada intensidad. De pronto Germaine se dio cuenta de que lo conocía.
—¡Camille! —exclamó—. ¡Camille Desmoulins!
El joven se volvió y sus ojos reflejaron sorpresa.
Desmoulins era célebre en París. Tres años antes, cuando estudiaba con los jesuitas, una calurosa noche de julio se había encaramado a una mesa del café Foy y retado a los ciudadanos a que tomaran la Bastilla. Se había convertido en el héroe de la revolución.
—¡Madame de Staël! —exclamó mientras se abría paso entre el gentío para tomarle la mano—. ¿Qué os trae por aquí? ¿Estáis acusada de algún delito contra el Estado?
Camille sonrió de oreja a oreja, y su rostro encantador y delicado desentonó en esa sala preñada de miedo y olor a muerte. Germaine trató de devolver la sonrisa.
—Me han capturado las ciudadanas de París —explicó intentando hacer acopio del encanto y la diplomacia que tan buenos resultados le habían dado en el pasado—. Parece que la esposa de un embajador que intenta franquear las puertas de la ciudad se convierte en enemiga del pueblo. ¿No os parece paradójico, después de lo mucho que luchamos por la libertad?
La sonrisa de Camille se esfumó. Miró al hombre sentado detrás de Germaine, que seguía llorando. Cogió a la embajadora del brazo y la llevó aparte.
—¿Queréis decir que habéis intentado abandonar París sin pase ni escolta? Santo cielo, madame, habéis tenido suerte de que no os fusilaran sumariamente.
—¡No digáis tonterías! —exclamó ella—. Tengo inmunidad diplomática. ¡Si me encarcelaran, sería como una declaración de guerra contra Suecia! Están locos si creen que pueden retenerme.
Su valentía desapareció en cuanto oyó las palabras que Camille pronunció a continuación:
—¿No sabéis lo que está ocurriendo en este mismo momento? Ya estamos en guerra y a punto de ser objeto de un ataque… —Bajó la voz al recordar que la noticia no era de conocimiento público y que, sin duda, provocaría disturbios—. Verdún ha caído.
Germaine lo miró de hito en hito y repentinamente comprendió la gravedad de su situación.
—Es imposible —murmuró. Al ver que Camille meneaba la cabeza preguntó—: ¿A qué distancia de París…? ¿Dónde están en este momento?