El ocho (27 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—Según mis cálculos, tardarán menos de diez horas en llegar a París, incluso con artillería pesada. Se ha dado la orden de disparar contra todo aquel que se acerque a las puertas de la ciudad. El intento de salir en este momento supondría una acusación de traición.

Desmoulins la miró con expresión severa.

—Camille, ¿sabéis por qué estaba tan deseosa de reunirme con mi familia en Suiza? Si sigo postergando mi partida, no estaré en condiciones de viajar. Estoy encinta.

Camille se mostró incrédulo. Germaine, que había recuperado su osadía, le cogió la mano y la apoyó en su vientre. Pese a los gruesos pliegues de la tela, Desmoulins supo que la embajadora no mentía. Esbozó una sonrisa infantil y se sonrojó.

—Madame, con un poco de suerte lograré que esta misma noche os devuelvan a la embajada. Atravesaréis las puertas de la ciudad antes de que rechacemos a los prusianos. Hablaré con Danton de este asunto.

Germaine sonrió aliviada y, mientras Camille le apretaba la mano, dijo:

—Cuando mi hijo nazca en Ginebra, sano y salvo, le pondré vuestro nombre.

2 de la tarde

Valentine y Mireille se acercaron a las puertas de la prisión de l’Abbaye en el carruaje que habían alquilado después de escapar del taller de David. Una turba se apiñaba en la calle y había varios carruajes parados ante la entrada de la prisión.

La multitud, formada por desharrapados sans-culottes armados con rastrillos y azadas, se arremolinaba junto a los carruajes próximos a las puertas de la prisión y golpeaban portezuelas y ventanillas con las manos y las herramientas. Sus voces airadas resonaban entre las paredes de piedra de la estrecha calle, mientras los guardianes de la prisión, encaramados en lo alto de los vehículos, intentaban repelerlos.

El cochero de Valentine y Mireille se agachó y las miró por la ventanilla.

—No puedo acercarme más —explicó—. Quedaríamos atascados en el callejón y no podríamos movernos. Además, esta muchedumbre no me gusta nada.

Valentine divisó entre el gentío a una monja que vestía el hábito benedictino de la Abbaye-aux-Dames de Caen y agitó la mano por la ventanilla. La hermana de más edad hizo lo propio. Estaba rodeada por la chusma apiñada en el estrecho callejón.

—¡Valentine, no lo hagas! —exclamó Mireille al ver que su joven y rubia prima abría la portezuela y se apeaba de un salto. A continuación se bajó del carruaje y dirigiendo una mirada suplicante al cochero pidió—: Por favor, monsieur, ¿puede esperar? Mi prima tardará un minuto.

Rezó para que así fuera y observó cómo el gentío, cada vez más denso, se tragaba la figura de Valentine.

—Mademoiselle, tengo que girar el carruaje a mano —explicó el cochero—. Estamos en peligro. Los coches que la turba ha detenido más adelante llevan prisioneros.

—Hemos venido a buscar a una amiga —dijo Mireille—. La traeremos enseguida. Monsieur, os suplico que nos esperéis.

—Los prisioneros son curas que se han negado a prestar juramento de fidelidad al Estado —dijo el cochero, que observaba a la muchedumbre desde el pescante—. Temo por ellos y por nosotros. Buscad a vuestra prima mientras doy la vuelta al caballo. No perdáis un instante.

El anciano se apeó, cogió las riendas y tiró del caballo para girar el carruaje en el estrecho callejón. Mireille corrió hacia la multitud con el corazón encogido.

La chusma la zarandeó como un mar embravecido. No divisó a Valentine en la confusión de cuerpos apretujados en el callejón. Se abrió paso frenéticamente, sintiendo cómo la empujaban y tiraban de ella a diestro y siniestro. El pánico estuvo a punto de dominarla cuando percibió el desagradable olor a carne humana sucia.

En medio del bosque de brazos y armas alzadas, de repente divisó a Valentine, a corta distancia de sor Claude, con la mano tendida hacia esta. El gentío volvió a tapar enseguida a ambas jóvenes.

—¡Valentine! —chilló Mireille, pero su voz se perdió entre los gritos atronadores.

La marea humana la arrastraba hacia los seis carruajes que se encontraban junto a las puertas de la prisión: los coches que trasladaban a los curas.

Mireille hizo denodados esfuerzos por dirigirse hacia Valentine y sor Claude, pero era como nadar contra la corriente. Se encontraba cada vez más cerca de los carruajes situados junto a los muros de la prisión, hasta que la fuerza de la multitud la empujó hacia la rueda de uno de ellos y cayó. Desesperada, se agarró a los radios intentando recobrar el equilibrio y cuando se estaba incorporando la portezuela se abrió de golpe, como por obra de una explosión. Un mar de brazos se elevó alrededor de ella, que se aferró a la rueda para que la muchedumbre no la arrastrara.

La turba ya sacaba a los curas del carruaje. Un sacerdote joven, con los labios lívidos de miedo, miró un segundo a los ojos de Mireille antes de desaparecer entre la masa. A continuación un cura anciano se apeó de un salto y golpeó a la gente con su bastón. Pidió a gritos el auxilio de los guardianes, que ya se habían convertido en bestias rabiosas. Estos se pusieron de parte de la turba, bajaron de lo alto del carruaje, rasgaron la sotana del pobre cura y la hicieron añicos mientras el infeliz caía sobre los adoquines y era pisoteado por sus perseguidores.

Mientras Mireille se aferraba a la rueda, sacaron uno tras otro a los aterrorizados sacerdotes, que echaron a correr como ratones asustados, empujados y acuchillados por picas y rastrillos de hierro. A punto de vomitar de miedo, gritó una y otra vez el nombre de Valentine mientras era testigo del horror que la rodeaba. Se agarraba con tal fuerza a los radios de la rueda, que los dedos le sangraban. De pronto el gentío la arrastró de nuevo hacia el muro de la prisión.

Chocó contra la pared de piedra y cayó sobre los adoquines. Estiró la mano para amortiguar el golpe y tocó algo tibio y húmedo. Tendida sobre los duros adoquines, alzó la cabeza y se apartó del rostro la roja cabellera. Entonces vio los ojos abiertos de sor Claude, aplastada contra el muro de la prisión de l’Abbaye. Le habían arrancado el griñón y la sangre rodaba por su cara desde una brecha profunda en la frente. Los ojos vidriosos miraban hacia el cielo. Mireille se incorporó y quiso gritar con todas sus fuerzas, pero de su garganta no salió el menor sonido. Aquello tibio y húmedo donde había posado la mano era el agujero que había dejado el brazo de Claude, arrancado del hombro.

Temblando horrorizada, Mireille se apartó de la monja. Se pasó frenéticamente la mano por el vestido intentando quitar la sangre. ¿Y Valentine? ¿Dónde estaba Valentine? Se arrodilló e intentó ponerse en pie, mientras el gentío se movía a su lado como una bestia colérica y estúpida. En ese instante oyó un gemido y se dio cuenta de que Claude había entreabierto los labios. ¡La monja no estaba muerta!

Mireille se inclinó hacia ella y le rodeó los hombros con un brazo. La sangre manaba de la espantosa herida.

—¿Y Valentine? ¿Dónde está Valentine? Por favor, decidme qué ha sido de Valentine.

La anciana monja movió los labios resecos sin emitir sonido alguno y alzó la vista hacia Mireille. Esta se inclinó aún más hacia ella.

—Dentro —susurró Claude—. La han llevado al interior de la abadía. —Luego perdió el conocimiento.

—Dios mío, ¿estáis segura? —preguntó Mireille.

No obtuvo respuesta.

Mireille intentó levantarse. La turbamulta estaba sedienta de sangre. Picas y azadas se elevaban por doquier y los gritos de los asesinos y de los moribundos la impedían pensar.

Se apoyó contra las puertas macizas de la prisión de l’Abbaye y llamó con todas sus fuerzas. Golpeó la madera con los puños hasta que le sangraron los nudillos, pero nadie abrió. Agotada y atormentada por el sufrimiento y la desesperación, intentó abrirse paso entre el gentío para llegar al carruaje. Debía encontrar a David; era el único que podía ayudarlas.

Se detuvo súbitamente en medio del desenfrenado remolino de cuerpos al ver que más adelante la multitud abría un camino para dejar paso a algo que avanzaba en dirección a ella. Se pegó al muro y logró distinguir de qué se trataba: por el atestado callejón la turba arrastraba el carruaje en el que había llegado. En lo alto de una pica clavada en el pescante se veía la cabeza cortada del cochero, con el pelo plateado bañado de sangre y su anciano rostro convertido en una máscara de terror.

Mireille se mordió el brazo para no gritar. Mientras miraba horrorizada la cabeza que se movía por encima de la turba supo que no tenía tiempo de buscar a David. Debía entrar en la prisión de l’Abbaye. Tenía la triste certeza de que, si no encontraba de inmediato a Valentine, sería demasiado tarde.

3 de la tarde

Jacques-Louis David atravesó una nube de vapor que se elevaba del ardiente pavimento, donde las mujeres arrojaban cubos de agua para refrescarlo, y entró en el café de la Régence.

Dentro lo envolvió una nube más densa, producida por el humo de cigarros y pipa. Le escocieron los ojos y la camisa de hilo, desabotonada hasta la cintura, se le adhirió a la piel mientras avanzaba por el sofocante local esquivando a los camareros que, bandejas en alto, corrían entre las mesas colocadas muy juntas. En ellas los parroquianos jugaban a las cartas, al dominó o al ajedrez. El café de la Régence era el club de juego más antiguo y famoso de toda Francia.

Mientras avanzaba hacia el fondo, David vio a Maximilien Robespierre que, con su perfil cincelado como un camafeo de marfil, analizaba serenamente su situación en la partida de ajedrez. Con un dedo apoyado en el mentón, el pañuelo de doble nudo y el chaleco de brocado sin una sola arruga, no parecía reparar en el ruido que reinaba en el establecimiento ni en el calor insoportable. Como de costumbre, la fría indiferencia que delataba su semblante daba a entender que no participaba de lo que ocurría alrededor, que era un mero observador… o juez.

David no reconoció al hombre entrado en años sentado frente a Robespierre. Ataviado con una anticuada casaca azul plateada, culottes con lazos, medias blancas y zapatos bajos de charol al estilo Luis XV, el anciano caballero movió una pieza, sin siquiera mirar el tablero. Alzó sus ojos llorosos cuando David se acercó.

—Perdonad que interrumpa la partida —se disculpó David—. Tengo que pedir a monsieur Robespierre un favor que no puede esperar.

—No os preocupéis —repuso el hombre mayor. Robespierre seguía observando el tablero en silencio—. De todos modos, mi amigo ha perdido la partida. Le daré mate en cinco jugadas. Querido Maximilien, será mejor que abandones. La interrupción de tu amigo no puede ser más oportuna.

—Yo no lo veo tan claro —dijo Robespierre—. De todos modos, por lo que se refiere al ajedrez, tus ojos ven más que los míos. —Robespierre se repantigó en la silla y miró a David—. Monsieur Philidor es el mejor ajedrecista de Europa. Considero un privilegio perder con él solo por el hecho de jugar en la misma mesa.

—¡Sois el célebre Philidor! —exclamó David, y estrechó calurosamente la mano del anciano—. Monsieur, os tengo por genial compositor. De pequeño vi una reposición de Le Soldat Magicien. Jamás la olvidaré. Permitid que me presente. Soy Jacques-Louis David.

—¡El pintor! —exclamó Philidor poniéndose en pie—. Como todos los ciudadanos de Francia, yo también admiro vuestras obras. Me temo que sois la única persona de este país que se acuerda de mí. Aunque en otros tiempos mi música sonaba en la Comédie-Française y en la Opéra-Comique, ahora me dedico al ajedrez de exhibición, como un mono amaestrado, para ganar mi sustento y el de mi familia. A propósito, Robespierre ha tenido la amabilidad de conseguirme un pase para Inglaterra, donde podré ganar bastante ofreciendo esta clase de espectáculo.

—Este es precisamente el favor que he venido a pedirle —dijo David, mientras Robespierre se ponía en pie—. En este momento la situación política en París es sumamente delicada. Y este implacable calor infernal no ayuda a mejorar el humor de los parisinos. Es este ambiente explosivo lo que me ha llevado a tomar la decisión de pedir… aunque el favor no es para mí.

—Los ciudadanos nunca piden favores para sí mismos —afirmó Robespierre con calma.

—Lo solicito en nombre de mis jóvenes pupilas —aseguró David, muy rígido—. Maximilien, estoy seguro de que te haces cargo de que Francia no es el mejor lugar para unas muchachas de tierna edad.

—Si tanto te preocupa el bienestar de tus pupilas, no les permitirías pasearse por la ciudad del brazo del obispo de Autun —observó Robespierre mirando a David.

—Discrepo —intervino Philidor—. Siento una profunda admiración por Maurice de Talleyrand. Preveo que en un futuro lo considerarán el más grande estadista de la historia de Francia.

—¡Vaya profecía! —se mofó Robespierre—. Es una suerte que no te ganes la vida diciendo la buenaventura. Hace semanas que Talleyrand intenta sobornar a los funcionarios de Francia para marcharse a Inglaterra, donde se hará pasar por diplomático. Solo quiere salvar el pellejo. Querido David, los nobles de Francia están desesperados por marcharse antes de que lleguen los prusianos. En lo que concierne a tus pupilas, esta noche, en la reunión del comité, veré qué puedo hacer, pero no te prometo nada. Tu petición llega demasiado tarde.

David se lo agradeció profundamente y Philidor se ofreció a acompañarlo hasta la calle, pues él también se disponia a salir del club. Mientras ambos cruzaban la atestada sala, el famoso ajedrecista comentó:

—Debéis comprender que Maximilien Robespierre no es como vos y yo. Es un solterón y, por lo tanto, ignora las responsabilidades propias de la crianza y la educación de los hijos. David, ¿qué edad tienen vuestras pupilas? ¿Cuánto tiempo llevan a vuestro cuidado?

—Poco más de dos años —contestó el pintor—. Con anterioridad, eran novicias en la abadía de Montglane…

—¿Habéis dicho Montglane? —preguntó Philidor, y bajó la voz al llegar a la puerta del club—. Querido David, como ajedrecista, sé mucho acerca de la historia de la abadía de Montglane. ¿Conocéis la leyenda?

—Sí, por supuesto —respondió David intentando dominar su irritación—. Es pura superchería. El ajedrez de Montglane no existe y me sorprende que vos deis crédito a semejantes disparates.

—¿Dar crédito? —preguntó Philidor, y cogió del brazo a David mientras salían a la acera ardiente—. Mi querido amigo, yo sé que existe. Y sé muchas cosas más. Hace cuarenta y dos años, tal vez incluso antes de que vos nacierais, estuve de visita en la corte de Federico el Grande de Prusia. Durante mi estancia conocí a dos hombres con tal poder de percepción que nunca los olvidaré. Probablemente hayáis oído hablar de uno de ellos, el gran matemático Leonhard Euler. El otro, a su manera tan excelso como Euler, era el anciano padre del joven músico de la corte de Federico. Lamentablemente el legado de ese genio viejo y pasado de moda ha quedado enterrado en el olvido. Aunque desde entonces en Europa nadie ha oído hablar de él, la música que una noche interpretó para nosotros a petición del monarca fue la más exquisita que he oído en mi vida. Se llamaba Johann Sebastian Bach.

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