Authors: Katherine Neville
Al aproximarse a las puertas de hierro del patio de su casa, David, que había escuchado el relato con suma atención, se volvió consternado hacia Philidor.
—¿Qué significa? —preguntó—. ¿Qué tienen que ver la música y las matemáticas con el ajedrez de Montglane? ¿Qué relación hay entre esas cosas y el poder, ya sea terrenal o celestial? Vuestro relato no hace más que confirmar que el legendario ajedrez atrae a místicos y a orates. Por más que me desagrade aplicar semejantes epítetos al gran matemático Euler, el relato indica que fue víctima de esa clase de fantasías.
Philidor se detuvo a la sombra de los castaños de Indias, cuyas ramas se elevaban por encima de las puertas del patio.
—He dedicado años a estudiar el tema —murmuró—. Aunque nunca me interesaron los exégetas de la Biblia, finalmente me empeñé en la tarea de leer las Sagradas Escrituras, como me aconsejaron Euler y Bach. El kappellmeister murió poco después de nuestro encuentro y Euler emigró a Rusia, por lo que no pude analizar con ellos lo que descubrí.
—¿Y qué descubristeis? —preguntó David, mientras sacaba la llave para abrir la puerta.
—Ambos me aconsejaron que estudiara a los arquitectos, y así lo hice. En la Biblia solo figuraban dos de renombre. Uno era el Arquitecto del Universo, es decir, Dios. El otro era el arquitecto de la torre de Babel. Descubrí que la palabra «Bab-El» significa «puerta de Dios». El pueblo babilonio era muy orgulloso. Conformaron la mayor civilización desde el origen de los tiempos. Construyeron jardines colgantes que competían con las más excelsas obras de la naturaleza. Soñaron con erigir una torre que llegara hasta el cielo, que llegara hasta el sol. Estoy convencido de que Bach y Euler aludían a la historia de la torre.
»El arquitecto se llamaba Nimrod —prosiguió Philidor mientras franqueaban las puertas—. Fue el más destacado de la época. Erigió una torre, la más alta de las conocidas por el hombre, pero jamás la concluyó. ¿Sabéis por qué?
—Por lo que recuerdo, Dios lo castigó —respondió David mientras atravesaban el patio.
—¿Sabéis cómo lo castigó? —preguntó Philidor—. ¡No le envió un rayo, una inundación ni una plaga, como tenía por costumbre! Amigo, os contaré cómo destruyó Dios la obra de Nimrod. Dios confundió las lenguas de los albañiles, que hasta entonces había sido una. ¡Derribó el lenguaje! ¡Destruyó el Verbo!
En ese momento David vio que un criado salía de la casa y echaba a correr hacia él.
—¿Cómo cabe interpretarlo? —preguntó David con una sonrisa sarcástica—. ¿Es así como destruye Dios una civilización?, ¿enmudeciendo a los hombres, confundiendo su lengua? En ese caso los franceses no tenemos de qué preocuparnos. ¡Cuidamos nuestra lengua como si valiera más que el oro!
—Si vuestras pupilas vivieron en Montglane, es posible que nos ayuden a resolver el misterio —afirmó Philidor—. Creo que ese poder, el poder de la música de la lengua, las matemáticas de la música, el secreto del Verbo con que Dios creó el universo y castigó al imperio babilónico… creo que ese secreto yace en el ajedrez de Montglane.
El criado se había detenido y, retorciéndose las manos, aguardaba a una respetuosa distancia de los dos caballeros.
—Pierre, ¿qué ocurre? —preguntó David sorprendido.
—Monsieur, las señoritas han desaparecido —informó el criado con tono preocupado.
—¿Qué…? —exclamó—. ¿Qué dices?
—Desde las dos, monsieur. Recibieron una carta con el correo de la mañana. Salieron al jardín a leerla. A la hora del almuerzo fuimos a buscarlas y no estaban. Seguramente escalaron el muro del jardín; no hay otra explicación. No han regresado.
4 de la tarde
Los gritos de la multitud que rodeaba la prisión de l’Abbaye no conseguían ahogar los chillidos ensordecedores provenientes del interior. Mireille jamás olvidaría ese sonido.
La turbamulta se había hartado de aporrear las puertas y ahora los desharrapados estaban sentados sobre los carruajes salpicados con la sangre de los curas asesinados. El callejón estaba cubierto de cuerpos desmembrados y pisoteados.
En la prisión se celebraban juicios desde hacía más de una hora. Algunos hombres se encaramaron, con la ayuda de los más fornidos, a los altos muros que rodeaban el patio de la cárcel, arrancaron las púas de hierro de los contrafuertes de piedra para usarlas como armas y se dejaron caer al otro lado.
Un hombre subido a los hombros de otro gritó:
—¡Ciudadanos, abrid las puertas! ¡Hoy se hará justicia!
La chusma aplaudió al oír que quitaban una tranca. Una de las puertas de madera maciza se abrió y la multitud entró en tropel, pero los mosqueteros repelieron al grueso de los amotinados y lograron cerrarla de nuevo. Mireille y otros muchos aguardaban las noticias de los que, sentados sobre el muro, observaban el desarrollo de los falsos juicios e informaban de la carnicería que tenía lugar.
La joven había golpeado las puertas de la prisión e intentado escalar el muro. Agotada, había desistido y ahora esperaba a que se abrieran, aunque solo fuera un instante, para colarse.
Por fin su deseo se vio satisfecho. A las cuatro en punto divisó en el callejón un carruaje cuyo caballo avanzaba sorteando los cuerpos desmembrados. Las ciudadanas sentadas en lo alto de los carros de la prisión profirieron un grito al ver a su ocupante y saltaron al suelo para rodearlo. El alboroto creció cuando los hombres bajaron del muro para sumarse a ellas. Mireille se incorporó en el acto, consternada. ¡Era David!
—¡Tío, tío! —gritó, mientras se abría paso a empellones y las lágrimas surcaban sus mejillas.
David la divisó, y su rostro se ensombreció cuando se apeó del carruaje y avanzó entre la muchedumbre para abrazarla.
—¡Mireille! —exclamó mientras la gente le palmeaba la espalda y le vitoreaba—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Valentine?
Con el rostro demudado, David abrazó a Mireille, que sollozaba sin poder dominarse.
—Está en la prisión —dijo la joven entre hipidos—. Vinimos a ver a una amiga… Nosotras… Tío, no sé qué ha ocurrido. Tal vez sea demasiado tarde.
—Cálmate, cálmate —dijo David.
Rodeando a Mireille con un brazo avanzó entre la muchedumbre y saludó a varios conocidos.
—¡Abrid las puertas! —gritaron varios hombres sentados en el muro del patio—. ¡El ciudadano David está aquí! ¡Ha llegado el pintor David!
Poco después se abrió una de las puertas macizas y la masa de cuerpos desaseados arrastró a David y Mireille al interior de la prisión.
El patio estaba inundado de sangre. En una pequeña extensión de hierba de lo que antaño había sido el jardín del monasterio, un sacerdote yacía en el suelo, con la cabeza apoyada sobre un tajo de madera. Un soldado con el uniforme salpicado de sangre le golpeaba el cuello con la espada intentando infructuosamente separar la cabeza del cuerpo. El cura aún estaba vivo. Cada vez que trataba de incorporarse, manaban borbotones de sangre de las heridas del cuello. Tenía la boca abierta en un mudo grito.
La gente corría por el patio pasando por encima de los cadáveres, que yacían retorcidos. Era imposible calcular su número. Brazos, piernas y torsos se acumulaban junto a los cuidados setos, y había montones de entrañas a lo largo de los bordes herbáceos.
Mireille se aferró al hombro de David y comenzó a gritar. Su tío la estrechó entre sus brazos y le murmuró al oído:
—O te dominas o estamos perdidos. Debemos encontrar enseguida a Valentine.
Mireille intentó serenarse, mientras David, con el rostro demudado, miraba en torno al patio. Sus sensibles manos de pintor temblaron cuando se acercó a un hombre y le tiró de la manga. Este vestía un raído uniforme de soldado, no de guardia de la prisión, y tenía la boca manchada de sangre, pese a que no se veía ninguna herida.
—¿Quién está al mando? —preguntó David.
El soldado rió y señaló hacia la entrada de la prisión, donde había varios hombres sentados en una larga mesa de madera, ante la que se apiñaba un grupo de personas.
Mientras David y Mireille cruzaban el patio, vieron cómo bajaban a rastras por la escalera de la prisión a tres curas y los arrojaban al suelo delante de la mesa. Los presentes los abuchearon, hasta que los soldados los apartaron con las bayonetas. Luego ayudaron a los sacerdotes a ponerse en pie y los sostuvieron delante de la mesa.
Los cinco hombres sentados hablaron por turnos a los sacerdotes. Uno consultó unos papeles, anotó algo y meneó la cabeza.
Los soldados obligaron a dar media vuelta a los curas, que marcharon hacia el centro del patio con una palidez mortal en el rostro ante el destino que les aguardaba. El gentío prorrumpió en gritos estremecedores al ver las nuevas víctimas que se dirigían al matadero. David rodeó a Mireille con el brazo y la condujo hacia la mesa de los jueces, oculta tras la muchedumbre que, dando vítores, aguardaba la ejecución.
Llegaron a la mesa en el momento en que los ciudadanos encaramados en el muro anunciaron el veredicto a los que estaban fuera.
—¡Muerte al padre Ambrosio de San Sulpicio!
La noticia fue recibida con exclamaciones de alegría y aplausos.
—Soy Jacques-Louis David —dijo al juez más cercano. Hablaba a gritos para hacerse oír por encima del vocerío reinante—. Formo parte del tribunal revolucionario. Danton me ha enviado…
—Jacques-Louis David, te conocemos bien —repuso un hombre sentado en el otro extremo.
David se volvió hacia él y reprimió una exclamación.
Mireille miró al juez y se le heló la sangre. El rostro del hombre parecía propio de una pesadilla, era como el que imaginaba al pensar en la advertencia de la abadesa. Era el rostro de la pura maldad.
Era un hombre horrible. Su carne era una masa de cicatrices y llagas supurantes. Un trapo sucio le ceñía la frente, de la que goteaba un líquido gris que le bajaba por el cuello y manchaba su pelo graso. Cuando el juez miró con encono a David, Mireille pensó que las pústulas que cubrían su piel procedían del mal que albergaba en su interior, dado que era la encarnación de Lucifer.
—Ah, eres tú —murmuró David—. Creía que estabas…
—¿Enfermo? Y lo estoy, ciudadano, pero no tanto como para dejar de servir a Francia.
David caminó hacia él, aunque daba la sensación de que temía acercarse. Tiró de Mireille y le susurró al oído:
—No abras la boca. Estamos en peligro.
Al llegar al otro extremo de la mesa se inclinó hacia el juez.
—Danton me ha pedido que venga a ayudar al tribunal —dijo.
—Ciudadano, no necesitamos ayuda —replicó el juez—. Esta prisión es solo la primera. En todas las cárceles hay enemigos del Estado. Cuando acabemos con estos juicios, visitaremos otras. No faltan voluntarios a la hora de hacer justicia. Vete y di al ciudadano Danton que estoy aquí. Todo está en buenas manos.
—De acuerdo —aceptó David y, titubeando, alzó la mano para darle una palmada en el hombro, mientras detrás de él la multitud volvía a prorrumpir en gritos—. Sé que eres un ciudadano honrado y miembro de la Asamblea. Tengo un problema y estoy seguro de que podrás ayudarme. —David apretó la mano de Mireille, que estaba atenta a sus palabras—. Esta tarde, mi sobrina pasó por casualidad delante de la prisión y, en medio de la confusión, acabó dentro. Creemos… espero que no le haya pasado nada, pues es una muchacha sencilla, que no entiende de política. Te pido que la busques.
—¿Tu sobrina? —preguntó el juez.
Se agachó para meter la mano en un cubo de agua, del que sacó un trapo. Se quitó el que le cubría la frente, lo arrojó en el cubo, se colocó el chorreante en torno a la cabeza y lo anudó. El agua resbaló por su rostro, mezclándose con el pus que manaba de las llagas. Mireille percibió la putrefacción de la muerte con mucha más intensidad que el olor a sangre y pánico que impregnaba el patio. Se sintió desfallecer y a punto de perder el conocimiento cuando volvió a oír gritos a su espalda. Procuró no pensar qué significaban.
—No es necesario buscarla —añadió el hombre horrible—. Será la siguiente en presentarse ante el tribunal. David, conozco a tus pupilas —dijo señalando con la cabeza a Mireille, pero sin mirarla—. Forman parte de la nobleza, llevan la sangre de los De Rémy. Salieron de la abadía de Montglane. Ya hemos interrogado a tu «sobrina» en la prisión.
—¡No! —exclamó Mireille soltándose del brazo de David—. ¡Valentine! ¿Qué le habéis hecho? —Se inclinó hacia la mesa y trató de agarrar al villano, pero David la apartó.
—No seas insensata —le susurró el pintor.
Mireille comenzaba a alejarse, cuando el horrible juez alzó la mano. Se desató un tremendo alboroto cuando dos cuerpos rodaron escaleras abajo. Mireille echó a correr al ver la melena rubia de Valentine y su cuerpo frágil sobre los escalones, junto a un joven cura. El sacerdote se incorporó y ayudó a Valentine a ponerse en pie.
-—Valentine, Valentine —musitó Mireille mientras observaba el rostro magullado de su prima.
—Las piezas —susurró Valentine con la mirada extraviada—. Claude me dijo dónde están los trebejos. Hay seis…
—No te preocupes por eso —repuso Mireille acunándola en sus brazos—. Nuestro tío está aquí. Nos ocuparemos de que te pongan en libertad…
—¡No! —exclamó Valentine—. Querida prima, van a matarme. Saben de la existencia de las piezas… ¡recuerda el fantasma! De Rémy, De Rémy —barbotó, y siguió repitiendo su apellido, sin que su prima consiguiera serenarla.
Entonces se acercó un soldado y sujetó a Mireille, que forcejeó. Miró desesperada a David, que, inclinado sobre la mesa, imploraba al horrible juez. Pataleó e intentó morder al soldado cuando dos hombres cogieron a Valentine de los brazos y la llevaron hasta la mesa, donde la sostuvieron ante el tribunal. Con el rostro pálido y demudado por el miedo, Valentine miró a su prima. Luego sonrió, y su sonrisa fue como un rayo de sol en el cielo encapotado. Mireille dejó de debatirse y sonrió a su vez. Entonces oyó la voz de los jueces, que sonó como un latigazo en su cerebro y retumbó en el patio.
—¡Muerte!
Mireille forcejeó con el soldado. Gritó y llamó a David, que había caído sobre la mesa deshecho en lágrimas. Valentine fue arrastrada por el patio adoquinado hasta el parterre. Mireille luchó como una fiera para liberarse de los brazos de hierro que la sujetaban. De pronto algo la golpeó en el costado y el soldado y ella cayeron. Era el joven cura, que se había lanzando contra ellos para rescatarla. Mientras los hombres se peleaban en el suelo, Mireille corrió hacia la mesa y el abatido David. Agarró la camisa mugrienta del juez y lo increpó: