El ocho (32 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—Sí, sí —dijo su señor sin apartar los ojos de Mireille. Tenía el corazón helado de miedo—. Pero Danton no llegó con los papeles. Y ahora esto… —Miró a Courtiade, que seguía con la bujía en la mano—. Bueno, trae las sales. Cuando consigamos reanimarla, tendrás que ir a casa de David. Tenemos que llegar al fondo de este asunto, y rápido.

Talleyrand permaneció en silencio junto al sofá, temblando ante las ideas terribles que atravesaban su mente. Cogio la vela de la mesa y la acercó a la joven desvanecida. En el cabello color fresa había sangre seca y tenía el rostro manchado de polvo y sangre. Con delicadeza apartó algunos mechones de su cara y se inclinó para depositar un beso en su frente. Mientras la contemplaba, algo se agitó en su interior. Era extraño, pensó. Mireille siempre había sido la seria, la formal.

Courtiade regresó con las sales y tendió el pequeño pomo de cristal a su señor. Levantando con cuidado la cabeza de Mireille, Talleyrand pasó el frasquito abierto por debajo de su nariz hasta que ella empezó a toser.

La joven abrió los ojos y miró horrorizada a los dos hombres. De pronto, al comprender dónde estaba, se incorporó. Presa del pánico, se aferró con fuerza a la manga de Talleyrand.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —exclamó—. ¿No le habéis dicho a nadie que estoy aquí?

Estaba muy pálida y apretaba el brazo de Talleyrand con la fuerza de diez hombres.

—No, no, querida mía —respondió él con tono tranquilizador—. No llevas mucho tiempo aquí. En cuanto te encuentres un poco mejor, Courtiade te preparará un coñac caliente para calmar tus nervios y después enviaremos a buscar a tu tío…

—¡No! —gritó Mireille—. ¡Nadie debe saber que estoy aquí! ¡No debéis decírselo a nadie, y mucho menos a mi tío! Su casa es el primer lugar en el que se les ocurriría buscarme. Mi vida está en peligro. ¡Juradme que no se lo diréis a nadie!

Trató de ponerse en pie de un salto, pero Talleyrand y Courtiade, alarmados, la detuvieron.

—¿Dónde está mi maleta? —preguntó.

—Aquí —contestó Talleyrand tocando la maleta de piel—, junto al sofá. Querida, debes calmarte y echarte. Por favor, descansa hasta que te encuentres lo bastante bien para hablar. Es muy tarde. ¿No quieres que por lo menos enviemos a buscar a Valentine, que le hagamos saber que estás a salvo…?

Ante la mención del nombre de Valentine el rostro de Mireille adoptó tal expresión de espanto y dolor que Talleyrand se apartó asustado.

—No —murmuró—. No puede ser. Valentine no. Dime que nada le ha sucedido a Valentine. ¡Dímelo!

Había cogido a Mireille por los hombros y la zarandeaba. Lentamente ella alzó la mirada. Lo que él leyó en sus ojos lo desgarró hasta las raíces de su ser. Sacudiéndola con fuerza añadió con voz ronca:

—Por favor, por favor, di que no le ha pasado nada. ¡Debes decirme que no le ha pasado nada!

Los ojos de Mireille estaban secos mientras Talleyrand continuaba zarandeándola. Él no parecía saber lo que hacía. Courtiade se inclinó y puso con suavidad la mano sobre el hombro de su amo.

—Señor —dijo con dulzura—. Señor…

Talleyrand miraba a Mireille como un hombre que ha perdido la razón.

—No es verdad —susurró, pronunciando cada palabra como si fuera hiel en su boca.

Mireille se limitaba a mirarlo. Poco a poco él aflojó la presión sobre sus hombros. Sus brazos cayeron a los lados del cuerpo mientras la miraba a los ojos. Estaba demudado, aturdido por el dolor de lo que no se atrevía a creer.

Apartándose de ella fue hasta la chimenea. Abrió su preciado reloj dorado, insertó la llave de oro y empezó a darle cuerda, lentamente. Mireille oía el tictac en la oscuridad.

Todavía no había salido el sol, pero la primera luz pálida atravesó las colgaduras de seda del tocador de Talleyrand.

Había estado levantado el resto de la noche, y había sido una noche de horror. No podía admitir que Valentine había muerto. Se sentía como si le hubieran arrancado el corazón y no sabía cómo aceptar ese sentimiento. Era un hombre sin familia, que jamás había necesitado a otro ser humano. Tal vez fuera mejor así, pensó con amargura. Quien nunca siente amor tampoco siente su pérdida.

Recordaba el cabello rubio de Valentine resplandeciente ante el fuego de la chimenea mientras se inclinaba a besar su pie, mientras le acariciaba el rostro. Recordaba las cosas graciosas que había dicho, cómo le gustaba escandalizarlo con sus travesuras. ¿Cómo era posible que estuviera muerta? ¿Cómo era posible?

Mireille había sido incapaz de relatar las circunstancias de la muerte de su prima. Courtiade le había preparado un baño y obligado a beber una copa de coñac caliente en el que había puesto unas gotas de láudano para que pudiera dormir. Talleyrand le había cedido la gran cama de su tocador, con el dosel de seda azul claro… el color de los ojos de Valentine.

Había permanecido levantado el resto de la noche, reclinado en un sillón de moaré azul. Mireille había estado varias veces a punto de sucumbir al sueño, pero siempre despertaba estremecida, con la mirada perdida, llamando en voz alta a Valentine. En esas ocasiones él la había consolado y, cuando la joven volvía a hundirse en el sueño, regresaba al sillón y se arropaba con los chales que le había proporcionado Courtiade.

Para él no había consuelo. Cuando la luz rosada del alba se insinuó al otro lado de las puertaventanas que daban al jardín, seguía dando vueltas en el sillón, insomne, con los rizos dorados en desorden y los ojos azules empañados por la falta de sueño. Una vez, durante la noche, Mireille había gritado: «Iré contigo a l’Abbaye, prima. No dejaré que vayas sola a Cordeliers».

Al oír esas palabras, Talleyrand había sentido un escalofrío. Dios mío, ¿era posible que Valentine hubiera muerto en la prisión? No quería ni pensar en las circunstancias. Resolvió que, una vez que Mireille hubiera descansado, le sacaría la verdad, por más dolor que provocara a ambos.

Mientras estaba arrellanado en el sillón, oyó ruido de pasos.

—¿Mireille? —susurró, pero no hubo respuesta. Se estiró para apartar las colgaduras de la cama y vio que la joven no estaba.

Envolviéndose en su bata de seda se dirigió al vestidor. Al pasar junto a los ventanales vio a través de las cortinas de seda una figura recortada contra la luz rosada. Corrió los cortinajes que daban a la terraza y se quedó petrificado.

Mireille estaba de pie, de espaldas a él, mirando hacia los jardines y el pequeño huerto que había al otro lado del muro de piedra. Estaba desnuda y su piel cremosa resplandecía con un brillo sedoso en la luz matinal. Tal como él recordaba haber visto a las jóvenes aquella primera mañana, de pie en el andamio del estudio de David. Valentine y Mireille. El recuerdo le provocó tal dolor, que fue como si lo hubiera atravesado una lanza. Pero había algo más, algo que emergía lentamente del punzante dolor sordo de su conciencia. A medida que emergía, le pareció más horrible que cualquier cosa que pudiera imaginar. Lo que sentía en ese instante preciso era lujuria. Pasión. Deseaba abrazar a Mireille allí, en la terraza, en el primer rocío de la mañana, hundir su carne en la suya, arrojarla al suelo, morder sus labios y magullar su cuerpo, expulsar su dolor en el pozo oscuro y sin fondo de su ser. Mientras tanto, Mireille, sintiendo su presencia, se volvió hacia él y se ruborizó. Él se sintió avergonzado y trató de disimular su turbación.

—Querida —dijo, quitándose la bata para echarla sobre sus hombros—, cogerás frío.

Le pareció que actuaba como un tonto; peor que un tonto. Cuando sus dedos rozaron los hombros de Mireille para cubrirla con la bata de seda, sintió una sacudida eléctrica que no se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Reprimió el impulso de apartarse de un salto. Mireille lo miraba con sus insondables ojos verdes. Talleyrand desvió rápidamente la mirada. Ella no debía saber lo que estaba pensando. Era deplorable. Se esforzó por apagar el sentimiento que había surgido en él tan repentinamente. Con tal intensidad.

—Maurice —dijo ella levantando la mano para apartar un rizo rubio del rostro de Talleyrand—. Quisiera hablar de Valentine.

Sus cabellos rojizos, mecidos por la suave brisa de la mañana, rozaban el pecho de Talleyrand; él los sentía arder a través de la fina tela de su camisa de dormir. Estaba tan cerca de ella que percibía el dulce perfume de su piel. Cerró los ojos en un intento por controlarse, incapaz de mirarla, temeroso de lo que la joven pudiera ver en ellos. El anhelo que sentía era abrumador. ¿Cómo podía ser un hombre tan monstruoso?

Se obligó a abrir los ojos y mirarla. Forzó una sonrisa y sintió que sus labios dibujaban una expresión extraña.

—Me has llamado Maurice —dijo—, no tío Maurice.

Era hermosísima, con los labios entreabiertos como pétalos de rosa… Arrancó ese pensamiento de su mente. Valentine. Ella quería hablar de Valentine. Puso las manos sobre sus hombros, y sintió el calor de su piel a través de la seda de la bata. Vio la vena azul que latía en su cuello, largo y blanco, y más abajo, la sombra entre los pechos…

—Valentine os quería muchísimo —decía Mireille con voz ahogada—. Yo conocía todos sus pensamientos y sentimientos. Sé que quería hacer con vos todas esas cosas que hacen los hombres a las mujeres. ¿Sabéis de qué hablo…?

Los labios de la joven estaban tan cerca, su cuerpo tan… Talleyrand no estaba seguro de haber oído bien.

—No… no estoy seguro… Quiero decir… claro que lo sé —balbuceó—, pero nunca imaginé… —Se maldijo por actuar como un idiota. ¿Qué demonios decía la muchacha?—. Mireille… —añadió con firmeza. Quería mostrarse benevolente, paternal. Al fin y al cabo la muchacha era lo bastante joven para ser su hija, apenas una niña—. Mireille —repitió tratando de encontrar la manera de llevar la conversación a terreno seguro.

Pero ella había levantado las manos y le acariciaba los cabellos. Atrajo el rostro de Talleyrand hacia el suyo. Dios mío, debo de estar loco, pensó él. No es posible que esto esté sucediendo.

—Mireille —repitió, con los labios pegados a los de ella—, no puedo… No podemos…

Cuando sus bocas se unieron, sintió que las compuertas se derrumbaban. No. No podía. Esto no. Ahora no.

—No lo olvides —susurraba Mireille contra su pecho—, yo también la quería.

Él gimió y arrancó la bata de los hombros de la joven mientras se hundía en su carne cálida.

Se hundía. Se sumergía en un manantial de pasión oscura y sus dedos se movían como frías aguas profundas sobre la seda de los largos miembros de Mireille. Yacían sobre la desordenada ropa de la cama adonde la había llevado, y se sentía caer, caer. Cuando sus labios se encontraron, sintió como si su sangre se precipitara en el cuerpo de ella, como si la sangre de ambos se mezclara. La intensidad de su pasión era insoportable. Trató de recordar lo que estaba haciendo y por qué no debía hacerlo, pero solo ansiaba olvidar. Mireille lo recibió con una pasión más oscura e intensa aún que la suya. Él nunca había experimentado algo así. No deseaba que terminara nunca.

Mireille lo miró —sus ojos convertidos en pozos verdes— y supo que ella sentía lo mismo. Cada vez que la tocaba, que la acariciaba, ella parecía hundirse más profundamente en su cuerpo, como si también deseara estar dentro de él, en cada hueso, nervio o tendón; como si deseara atraerlo hasta el fondo del pozo oscuro, donde podían ahogarse juntos en el opio de su pasión. Las aguas del Leteo, del olvido. Y él, mientras nadaba en las aguas de sus ojos verdes, sintió que la pasión lo desgarraba como una tormenta, escuchó la llamada de las ondinas, que cantaban desde el fondo de las simas.

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