Authors: Katherine Neville
Como era de esperar, esa noche tuve pesadillas. Seguía al hombre de la bicicleta por un callejón tortuoso e interminable que ascendía por una empinada colina. Los edificios estaban tan juntos que no divisaba el cielo. La oscuridad aumentaba a medida que nos internábamos en el laberinto de calles adoquinadas cada vez más estrechas. Al girar en cada esquina vislumbraba la bicicleta, que doblaba hacia la siguiente calleja. Lo arrinconé en un callejón sin salida. El hombre me esperaba como la araña aguarda a su presa en la red. Se volvió y se quitó la bufanda para mostrar una calavera blanca con las cuencas oculares vacías. De pronto la calavera se cubrió de carne ante mis propios ojos y por fin, lentamente, adquirió el rostro de la pitonisa, que esbozaba una sonrisa siniestra.
Desperté bañada en sudor frío, retiré el edredón y me incorporé temblando en la cama. Vi que en la chimenea de mi habitación aún ardían unas pocas brasas. Me asomé por la ventana y contemplé el jardín nevado. En el centro se alzaba un gran cuenco de mármol parecido a una fuente y debajo un estanque lo bastante grande para nadar. Más allá se divisaba el mar, de color gris perla a la luz de la mañana invernal.
Nim me había servido tanto Tuaca que yo no recordaba nada de lo sucedido por la noche. Me dolía la cabeza. Me arrastré hasta el lavabo y abrí el grifo del agua caliente de la bañera. Encontre un gel de baño de la marca Claveles y Violetas. Aunque olía mal, eché un poco en la bañera, donde formó una delgada capa de espuma. En cuanto me sumergí en el agua, empecé a recordar fragmentos de la conversación que habíamos mantenido. Al cabo de unos minutos volvía a estar aterrorizada.
Junto a la puerta de mi dormitorio, en el pasillo, encontré una pila de ropa: un jersey escandinavo de lana impermeabilizada y botas de goma amarillas con forro de franela. Me lo puse encima de lo que llevaba puesto. Mientras bajaba, percibí el delicioso aroma del desayuno.
Nim estaba junto a la cocina, de espaldas a mí, vestido con camisa de cuadros escoceses, vaqueros y botas amarillas iguales a las mías.
—¿Hay algún teléfono desde el que pueda llamar a mi oficina? —pregunté.
—Aquí no hay —respondió—. Carlos, el guarda, ha venido esta mañana y me ha ayudado a limpiar. Le pedí que, cuando volviera a la ciudad, llamara a tu despacho para avisar de que hoy no irías. Esta tarde te llevaré a tu casa y te enseñaré cómo protegerla. Mientras tanto propongo que desayunemos y salgamos a mirar las aves. Por si no lo sabes, aquí hay una pajarera.
Nim batió unos huevos rociados con vino y los sirvió con lonchas gruesas de beicon canadiense y patatas fritas, junto con uno de los mejores cafés que he probado en la costa Este. Después del desayuno, durante el que apenas hablamos, salimos por las puertaventanas para dar un paseo por la finca de Nim.
El terreno se extendía a lo largo de casi cien metros junto a la orilla del mar, hasta la punta de un cabo. Solo sendas hileras de setos altos y espesos en cada lado lo separaban de las fincas contiguas. La pila ovalada de la fuente y el estanque grande que había debajo estaban medio llenos de agua, en la que flotaban algunos toneles para impedir que se formara una capa de hielo.
Junto a la casa se alzaba una enorme pajarera de cúpula árabe, construida con tela metálica pintada de blanco. La nieve se había colado por el enrejado y se acumulaba sobre las ramas de los pequeños árboles del interior, donde se posaban todo tipo de aves. Por el suelo paseaban grandes pavos reales, que arrastraban sus bellas colas por la nieve. De vez en cuando soltaban un grito espantoso, como el de una mujer a quien estuvieran apuñalando, y al oírlo se me ponían los nervios de punta.
Nim abrió la puerta de tela metálica, me hizo pasar al interior y me mostró las diversas especies.
—Las aves son más inteligentes que muchas personas —comentó—. También tengo halcones, pero separados del resto. Dos veces al día Carlos les echa carne. Mi favorito es el peregrino. Como ocurre con tantas especies, es la hembra la que se dedica a la caza.
Señaló un ave pequeña salpicada de manchas que descansaba sobre una casita de madera al fondo de la pajarera.
—¿En serio? No lo sabía —dije mientras nos dirigíamos hacia allí para mirarla de cerca.
El pájaro tenía los ojos muy juntos, grandes y negros. Tuve la sensación de que nos escudriñaba.
—Siempre he sospechado que tienes instinto asesino —dijo Nim mientras observaba el halcón hembra.
—¿Yo? No lo dirás en serio.
—No has fomentado ese instinto y yo me propongo alimentarlo. En mi opinión, lleva demasiado tiempo latente en tu interior.
—Te recuerdo que es a mí a quien intentan asesinar —puntualicé.
—Como en cualquier juego —prosiguió Nim revolviéndome el pelo con la mano enguantada—, ante una amenaza se puede elegir entre defenderse o atacar. ¿Por qué no optas por lo segundo y desafías a tu adversario?
—¡Ni siquiera sé quién es mi adversario! —exclamé frustrada.
—Oh, claro que lo sabes —aseguró Nim enigmáticamente—. Lo sabes desde el principio. ¿Quieres que te lo demuestre?
—Por supuesto. —Me enfadé y no volví a hablar hasta que salimos de la pajarera.
Nim cerró la puerta y, mientras regresábamos a la casa, me cogió de la mano.
Me ayudó a desprenderme del abrigo, me hizo sentar en el sofá, cerca del fuego, y me quitó las botas. Se acercó a la pared contra la que había apoyado mi cuadro del hombre de la bicicleta, lo cogió y lo dejó sobre una silla, delante de mí.
—Anoche, después de que te acostaras, estuve un buen rato observando este cuadro —explicó Nim—. Tenía una sensación de déjà vu que me fastidiaba. Sabes que cuando se me presenta un problema no paro hasta resolverlo. Pues bien, esta mañana he encontrado la solución a este enigma.
Se acercó a un aparador de roble que había junto a los fogones, abrió un cajón y sacó varias barajas. Luego se sentó a mi lado en el sofá, esparció los naipes, sacó los comodines y los dejó sobre la mesa. Los miré en silencio.
Había un bufón con gorro y cascabeles, montado en bicicleta, exactamente en la misma posición que el hombre de mi cuadro. Detrás de la bici había una lápida en la que se leía RIP. El segundo comodín representaba a un bufón parecido, pero era la doble imagen en el espejo, como si mi hombre montara en bici encima de un esqueleto invertido. El tercero era el loco del tarot, que caminaba alegremente, a punto de caer por el precipicio.
Miré a Nim, que me sonrió.
—Tradicionalmente el bufón de la baraja está relacionado con la muerte —dijo—, pero también es el símbolo del renacimiento, así como de la inocencia que poseía la humanidad antes de la Caída. Yo prefiero verlo como el caballero del Santo Grial, que debe ser ingenuo y simple para tropezar con la buena suerte que está buscando. Recuerda que su misión es salvar a la humanidad.
—¿Y? —pregunté.
Lo cierto era que estaba bastante turbada por el parecido entre los naipes y mi cuadro. Observé que el hombre de la bicicleta parecía tener hasta la capucha y los extraños ojos del bufón.
—Me has preguntado quién era tu adversario —dijo Nim con gravedad—. Creo que, al igual que en los naipes y que en tu cuadro, el hombre de la bicicleta es tu adversario y tu aliado.
—¿Estás hablando de una persona de carne y hueso?
Nim asintió y me observó mientras decía:
—Lo has visto, ¿no?
—No es más que una coincidencia.
—Tal vez —reconoció—. Sin embargo, las coincidencias pueden adoptar muchas formas. En primer lugar, pudo ser un señuelo puesto por alguien que conocía este cuadro. También pudo ser otro tipo de coincidencia —apostilló Nim con una sonrisa.
—No, por favor —exclamé, pues sabía muy bien lo que iba a decir mi amigo—. Sabes que no creo en la presciencia, los poderes psíquicos ni ninguno de esos rollos esotéricos.
—¿No? —preguntó Nim sin perder la sonrisa—. Pues difícilmente encontrarás otra explicación de por qué pintaste el cuadro antes de ver el modelo. Escucha, al igual que tus amigos Llewellyn, Solarin y la pitonisa, creo que desempeñas un papel importante en el misterio del ajedrez de Montglane. Es posible que, de alguna manera, estés predestinada… incluso hayas sido elegida… para representar un papel clave…
—Olvídalo —lo interrumpí—. ¡No pienso buscar ese mítico juego de ajedrez! ¿No te entra en la mollera que intentan matarme o, por lo menos, implicarme en los asesinatos? —Hablaba prácticamente a gritos.
—Sí, claro que «me entra en la mollera» —repuso Nim—. Eres tú la que no parece comprender la situación. La mejor defensa es un buen ataque.
—Ni lo sueñes. Es evidente que me has endilgado el papel de víctima propiciatoria. Quieres apoderarte del ajedrez y necesitas un primo que te ayude a conseguirlo. Estoy metida hasta el cuello en el asunto aquí, en Nueva York. No pienso irme corriendo al extranjero, a un país en el que no conozco a nadie a quien pueda acudir en caso de necesidad. Puede que tú estés aburrido y necesites nuevas aventuras, pero ¿qué será de mí si me meto en líos en el extranjero? Ni siquiera tengo un número de teléfono al que llamarte. ¿Crees que las carmelitas correrán a ayudarme la próxima vez que me disparen? ¿O que el síndico de la Bolsa me seguirá para recoger los cadáveres que vaya dejando a mi paso?
—No nos pongamos histéricos —respuso Nim, siempre la sosegada voz de la razón—. No me faltan contactos en ningún continente, aunque no te has enterado porque no me has dejado hablar. Me recuerdas a los tres monos que tratan de eludir el mal anulando sus percepciones sensoriales.
—En Argelia no hay consulado norteamericano —dije con los dientes apretados—. Quizá tengas contactos en la embajada rusa a los que les encantaría ayudarme.
Mis palabras no eran arbitrarias, pues por las venas de Nim corría sangre rusa y griega, aunque, por lo que yo sabía, apenas conocía los países de sus antepasados.
—A decir verdad, tengo contactos con varias embajadas en el país al que has de viajar —apuntó con lo que parecía sospechosamente una sonrisa de satisfacción—, pero ya hablaremos de eso. Querida, has de reconocer que, te guste o no, estás envuelta en esta aventura. La búsqueda del Santo Grial se ha precipitado. No tendrás la menor capacidad de negociación a menos que seas la primera en encontrarlo.
—Llámame Parsifal —dije malhumorada—. No debí pedirte ayuda. Tu modo de resolver los problemas consiste en encontrar otros más difíciles que hacen que los primeros parezcan pan comido.
Nim se incorporó, me ayudó a ponerme en pie y me miró con una sonrisa de complicidad. Me puso las manos en los hombros y dijo:
—J’adoube.
París, 2 de septiembre de 1792
Nadie imaginaba qué se desencadenaría ese día.
Germaine de Staël no lo sabía mientras se despedía del personal de la embajada. Ese día, 2 de septiembre, intentaría huir de Francia bajo protección diplomática.
Jacques-Louis David no lo sabía mientras se vestía apresuradamente para asistir a una sesión extraordinaria de la Asamblea. Ese día, 2 de septiembre, las tropas enemigas habían avanzado y se encontraban a doscientos cuarenta kilómetros de París. Los prusianos habían amenazado con incendiar la ciudad hasta los cimientos.
Maurice Talleyrand no lo sabía mientras, con la ayuda de Courtiade, su ayuda de cámara, retiraba de las estanterías de su estudio los caros libros encuadernados en piel. Ese día, 2 de septiembre, pensaba sacar su valiosa biblioteca del país, en previsión de su inminente huida.
Valentine y Mireille no lo sabían mientras paseaban por el jardín que había tras el taller de David. La carta que acababan de recibir les informaba de que algunas piezas del ajedrez de Montglane corrían peligro. No podían adivinar que esa carta las situaría en el centro de la tormenta que muy pronto barrería Francia.
Nadie sabía que exactamente cinco horas después, a las dos de la tarde del 2 de septiembre, comenzaría el Terror.
9 de la mañana.
Valentine hundió los dedos en el pequeño estanque situado detrás del taller de David y un gran pez de colores se los mordisqueó. Cerca de allí, ella y Mireille habían enterrado los dos trebejos del ajedrez que habían trasladado desde Montglane. Sabían que pronto podrían llegar más piezas.
Mireille estaba de pie a su lado leyendo la carta. Los crisantemos oscuros brillaban con pálidos tonos amatista y topacio en medio del follaje. Las primeras hojas amarillas caían sobre el agua y olían a otoño, pese al calor de finales de verano.
—Esta carta solo tiene una explicación —afirmó Mireille; leyó en voz alta:
Amadas hermanas en Cristo:
Tal vez estéis enteradas de que han clausurado la abadía de Caen. A raíz de los grandes disturbios que han tenido lugar en Francia, nuestra directora, Mlle. Alexandrine de Forbin, ha tenido que reunirse con su familia en Flandes. Sin embargo, sor Marie-Charlotte Corday, a la que quizá recordéis, se ha quedado en Caen para ocuparse de cualquier imprevisto.
Como no nos conocemos, quiero presentarme. Soy sor Claude, benedictina del antiguo convento de Caen. Fui secretaria personal de sor Alexandrine, que hace varios meses visitó mi hogar en Épernay antes de partir hacia Flandes. Entonces me pidió que, si viajaba a París, transmitiera personalmente sus noticias a la hermana Valentine.
Ahora estoy en el barrio de Cordeliers. Os suplico que os reunáis conmigo ante la verja del monasterio de l’Abbaye hoy, a las dos en punto, pues no sé cuánto tiempo permaneceré en París. Supongo que comprendéis la importancia de esta petición.
Vuestra hermana en Cristo,
Claude de la Abbaye-aux-dames, en Caen
—Viene de Épernay —observó Mireille en cuanto terminó de leer la carta—. Es una ciudad situada al este de París, a orillas del Marne. Dice que Alexandrine de Forbin pasó por allí de camino a Flandes. ¿Sabes qué hay entre Épernay y la frontera flamenca?
Valentine negó con la cabeza y miró a Mireille con los ojos muy abiertos.
—Las fortalezas de Longwy y de Verdún. Y la mitad del ejército prusiano. Tal vez la querida sor Claude trae algo más valioso que las buenas nuevas de Alexandrine de Forbin. Tal vez nos trae algo con lo que Alexandrine temió cruzar la frontera flamenca, dado que en esa región combaten los ejércitos.