Authors: Katherine Neville
La aldea de Bocognano era un conjunto amurallado a casi dos mil quinientos metros por encima del nivel del mar, en las escarpadas y abruptas montañas. Cuando cruzaron a caballo, en fila, el último puente, que se elevaba sobre el impetuoso torrente, era casi el amanecer. Mientras ascendían por la última colina, Mireille vio el perlado Mediterráneo, que se extendía hacia el este, las pequeñas islas de Pianosa, Fórmica, Elba y Montecristo, que parecían flotar en el cielo, y más allá, la resplandeciente costa de la Toscana, que asomaba entre la niebla.
Angela-Maria di Pietrasanta no se alegró de verlos.
—¡Vaya! —dijo la menuda mujer, con las manos en las caderas, al salir de la pequeña casa de piedra para recibirlos—. ¡Otra vez tienen problemas los hijos de Carlo Buonaparte! Tendría que haber adivinado que algún día llegaríamos a esto.
Si a Letizia le sorprendía que su madre conociera la razón de su llegada, no lo demostró. Con el rostro impasible y tranquilo como una máscara, saltó de su caballo y se adelantó a besar a su airada madre en ambas mejillas.
—¡Bueno, bueno —protestó la anciana—, basta de formalidades! ¡Baja a esos niños de sus monturas porque están medio muertos! ¿Es que no les das de comer? ¡Parecen gallinas desplumadas!
Y se apresuró a bajar a los niños de sus cabalgaduras. Al ver a Mireille, se detuvo y la miró desmontar. Después se acercó y, alzándole con rudeza la barbilla, le volvió la cara a uno y otro lado para verla bien.
—Así que esta es la que me decías —dijo a Letizia por encima del hombro—. La que está preñada. La de Montglane.
Mireille estaba embarazada de casi cinco meses y había recobrado la salud.
—Hay que sacarla de la isla, madre —explicó Letizia—. Ya no podemos protegerla, aunque sé que es lo que desearía la abadesa.
—¿Cuánto sabe? —inquirió la anciana.
—Todo lo que he podido enseñarle en tan poco tiempo —contestó Letizia mirando por un instante a Mireille con sus pálidos ojos azules—. Pero no lo bastante.
—¡Bueno, no nos quedemos charlando aquí para que nos oiga todo el mundo! —exclamó la anciana.
Se volvió hacia Mireille y la estrechó entre sus delgados brazos.
—Venid conmigo, damisela. Tal vez Hélène de Roque me maldiga por lo que voy a hacer… pero si es así, la culpa es suya por no contestar al punto su correspondencia. En los tres meses que lleváis aquí no he tenido noticias de ella. Lo he organizado todo —prosiguió en un susurro misterioso, llevando a Mireille hacia la casa— para que esta noche, al amparo de la oscuridad, un barco os lleve a ver a un amigo mío, con quien estaréis a salvo hasta que termine la traversa…
—Madame —repuso Mireille—, vuestra hija no ha completado mi educación. Si debo irme y permanecer oculta hasta que termine esta batalla, mi misión se retrasará aún más. No puedo permitirme esperar…
—¿Y quién os pide que esperéis? —dijo la anciana dándole una palmadita en el vientre y sonriendo—. Además, necesito que vayáis a donde os envío… y no creo que os importe. El amigo que va a protegeros está avisado de vuestra llegada, aunque no os espera tan pronto. Se llama Shahin… un nombre precioso. En árabe significa «halcón peregrino». Continuaréis vuestra educación en Argel.
El camino de la costa describía largas curvas por encima del mar y cada recodo mostraba una imagen impresionante de la rompiente. Pequeñas plantas de hojas carnosas y líquenes crecían en la pared rocosa, empapadas por las salpicaduras de agua salada. Las escarchadas florecían en dorados y fucsias intensos, y sus hojas como lancetas formaban una especie de encaje al descender por la capa de sal que cubría la roca. El mar brillaba en un verde metálico… el color de los ojos de Solarin .
Sin embargo, la maraña de pensamientos que atestaban mi cerebro desde la noche anterior me impedía disfrutar del panorama. Trataba de ordenarlos mientras mi taxi avanzaba por la cornisa en dirección a Argel.
Cada vez que sumaba dos más dos… me daba ocho. Había ochos por todas partes. La pitonisa había sido la primera en señalarlo en relación con mi cumpleaños. Después Mordecai, Sharrif y Solarin lo habían mencionado como un número mágico: no solo había un ocho en la palma de mi mano, sino que Solarin afirmaba que había una fórmula del ocho… fuera lo que fuese. Aquellas habían sido sus últimas palabras antes de desaparecer la noche anterior, dejándome con Sharrif como única compañía… y sin llave de la habitación de mi hotel, porque se la había guardado en el bolsillo.
Como es natural, Sharrif sintió curiosidad por saber quién era mi guapo acompañante del cabaret y por qué se había desvanecido tan repentinamente. Le expliqué cuán halagador resultaba para una chica sencilla como yo tener no una cita, sino dos a las pocas horas de llegar a las playas de un nuevo continente… y dejé que pensara lo que quisiera mientras, junto con sus matones, me llevaba al hotel en el coche patrulla.
Cuando llegué, mi llave estaba en la recepción y la bicicleta de Solarin había desaparecido. Ya que de todas formas mi noche de sueño apacible se había visto frustrada, decidí aprovechar lo que quedaba de ella para investigar un poco.
Ahora sabía que había una fórmula y que no era simplemente un recorrido del caballo. Como había supuesto Lily, era otra clase de fórmula… que ni siquiera Solarin había podido descifrar. Y yo estaba segura de que guardaba relación con el juego de Montglane.
¿Acaso Nim no había intentado prevenirme? Me había enviado bastantes libros sobre fórmulas y juegos matemáticos. Decidí comenzar con el que tanto había interesado a Sharrif, el que había escrito Nim: Los números de Fibonacci. Me quedé leyéndolo casi hasta el amanecer y mi decisión había resultado productiva, aunque no sabía con certeza cómo. Al parecer, los números de Fibonacci se usan para algo más que los pronósticos bursátiles. Funcionan así: Leonardo Fibonacci había decidido tomar los números empezando por el uno; sumando cada número al precedente, produjo una serie numérica que poseía propiedades muy interesantes. Es decir, uno más cero da uno; uno más uno, dos; dos más uno, tres; tres más dos, cinco; cinco más tres, ocho… y así sucesivamente.
Fibonacci, que había estudiado con los árabes, que creían que todos los números tenían propiedades mágicas, era una especie de místico. Descubrió que la fórmula que describía la relación entre cada uno de sus números —que era la mitad de la raíz cuadrada de cinco menos uno:
— describía también la estructura de todos los elementos naturales que formaban una espiral. Según el libro de Nim, los botánicos descubrieron pronto que todas las plantas cuyos pétalos o tallos eran espiralados se ajustaban a los números de Fibonacci. Los biólogos sabían que la concha del nautilus y todas las formas espiraladas de la vida marina seguían ese modelo. Los astrónomos afirmaban que las relaciones de los planetas en el sistema solar —incluida la forma de la Vía Láctea— podían describirse con los números de Fibonacci. Y caí en la cuenta de otra cosa, incluso antes de que el libro de Nim lo mencionara, no porque supiera algo de matemáticas, sino porque me había especializado en música: esa pequeña fórmula no había sido inventada por Fibonacci, sino que un tipo llamado Pitágoras la había descubierto dos mil años antes. Los griegos la llamaban aurea sectio: la sección áurea. Dicho en palabras sencillas, la sección áurea describe cualquier punto de una línea en que la proporción entre el segmento menor y el mayor es igual a la proporción entre el segmento mayor y toda la línea. Las civilizaciones antiguas utilizaban esta proporción en arquitectura, pintura y música. Platón y Aristóteles consideraban que era la relación perfecta para determinar si algo es estéticamente bello. Sin embargo, para Pitágoras significaba mucho más. Pitágoras era un tipo cuya devoción por el misticismo hacía aparecer como un aficionado hasta al propio Fibonacci. Los griegos lo llamaban Pitágoras de Samos porque había llegado a Crotona desde la isla de Samos huyendo de conflictos políticos, pero había nacido en Tiro, una ciudad de la antigua Fenicia —el país que ahora llamamos Líbano—, y había viajado mucho. Vivió veintiún años en Egipto y otros doce en Mesopotamia y llegó a Crotona con cincuenta años más que cumplidos. Allí fundó una sociedad mística, disfrazada apenas de escuela, donde sus estudiantes aprendían los secretos que él había espigado durante sus viajes. Estos secretos se centraban en dos disciplinas: las matemáticas y la música. Fue Pitágoras quien descubrió que la base de la escala musical occidental es la octava, porque la mitad de una cuerda produce exactamente el mismo sonido, ocho tonos más alto, que la cuerda entera. La frecuencia de vibración de una cuerda es inversamente proporcional a su longitud. Uno de sus secretos era que un intervalo de quinta (distancia entre cinco notas diatónicas, o la sección áurea de una octava), repetido doce veces de forma ascendente, coincidía con la nota de partida ocho octavas más alta. Sin embargo, cuando lo probó, había una diferencia de un octavo de nota… de modo que la escala ascendente también era una espiral. Con todo, el mayor de los secretos era la teoría pitagórica de que el universo está formado por números, cada uno de los cuales posee propiedades divinas. Las proporciones mágicas entre los números aparecían por todas partes en la naturaleza, incluso, según Pitágoras, en los sonidos emitidos por los planetas en vibración mientras se desplazan por el vacío negro. «Hay geometría en el canturreo de las cuerdas —afirmó—. Hay música en el espacio que separa las esferas.» ¿Y qué tenía eso que ver con el juego de Montglane? Sabía que en un juego de ajedrez hay ocho peones y ocho piezas de un lado, y que el propio tablero tiene sesenta y cuatro escaques: ocho al cuadrado. Era evidente que había una fórmula. Solarin la había llamado «la fórmula del ocho». ¿Y qué mejor lugar para ocultarla que un juego de ajedrez, enteramente formado por ochos? Como la sección áurea, como los números de Fibonacci, como la espiral siempre ascendente… el ajedrez de Montglane era mayor que la suma de sus partes. Mientras el taxi avanzaba, saqué de la cartera un trozo de papel y dibujé un ocho. A continuación puse el papel de lado. Era el símbolo de infinito. Mientras miraba esa forma, una voz resonó en mi cabeza: «Juego es y cual una batalla seguirá como siempre».
Pero antes de unirme al combate tenía que resolver un problema importante: para permanecer en Argel debía tener trabajo… un trabajo con el brillo suficiente como para convertirme en dueña de mi propio destino. Mi colega Sharrif me había dado una muestra de la hospitalidad norteafricana y yo quería asegurarme de que, en caso de que tuviéramos que echar un pulso, mis credenciales eran dignas rivales de las suya. Además, ¿cómo me las iba a arreglar para buscar el ajedrez de Montglane si a finales de semana tendría a Pétard, mi jefe, colgado de mis faldas?
Necesitaba libertad de movimientos y solo una persona podía proporcionármela. Era a esa persona a quien iba a ver, dispuesta a esperar en la interminable sucesión de salas de espera. Era el hombre que había aprobado mi visado y plantado a los socios de Fulbright Cone porque tenía un partido de tenis; el hombre que podía conceder un contrato importante si lográbamos que firmase el papel. Y por alguna razón intuía que su apoyo sería indispensable para el éxito de las muchas empresas que tenía por delante, aunque en ese momento no podía siquiera imaginar hasta qué punto era así. Se llamaba Émile Kamel Kader.
Mi taxi recorrió el amplio espacio del puerto y pasó junto a la arcada blanca que discurría a lo largo de los edificios gubernamentales, de cara al mar. Nos detuvimos ante el Ministerio de Industria y Energía.
Entré en el vestíbulo de mármol, enorme, oscuro y frío. Mientras mis ojos se adaptaban a la penumbra, vi grupos de hombres, algunos vestidos con trajes occidentales, otros con holgadas túnicas blancas o chilabas negras, esas vestiduras con capucha que protegen de los radicales cambios de temperatura del desierto. Unos pocos llevaban tocados de cuadros rojos y blancos que parecían manteles de restaurante italiano. Cuando entré, todas las miradas se fijaron en mí y comprendí por qué. Parecía ser una de las pocas personas que llevaban pantalones.