El ocho (49 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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La sala principal tenía mesas con manteles blancos y almidonados, y cortinas blancas de encaje que se movían suavemente a merced de la brisa que entraba por las ventanas abiertas. Fuera, las ramas de las acacias rozaban los postigos.

Nos sentamos en una alcoba redondeada con un ventanal, donde Kamel pidió pastilla au pigeon, un pastel crujiente espolvoreado de canela y azúcar y relleno con una deliciosa combinación de carne de paloma, huevos revueltos picados, pasas, almendras tostadas y especias exóticas. Mientras comíamos el tradicional almuerzo mediterráneo de cinco platos, con los deliciosos vinos caseros fluyendo como agua, Kamel me entretuvo con historias del norte de África.

Yo no conocía la increíble historia cultural de ese país que ahora consideraba mío. Primero llegaron los tuaregs, cabilas y moros —tribus de los antiguos bereberes que se habían establecido en la costa—, seguidos por los cretenses y fenicios, que establecieron guarniciones allí; después las colonias romanas, los españoles, que conquistaron las tierras moras tras recuperar las propias, y el Imperio otomano, que dominó durante trescientos años a los piratas de la costa de Berbería. A partir de 1830 esas tierras estuvieron gobernadas por los franceses, hasta que la revolución argelina terminó con la dominación extranjera, diez años antes de mi llegada.

En los intervalos había habido más deys y beys de los que podía enumerar, todos ellos con nombres exóticos y prácticas aún más exóticas. Harenes y decapitaciones parecían constituir la regla. Ahora, bajo el gobierno musulmán, las cosas se habían calmado un poco. Pese a que había observado que Kamel bebía vino tinto con el tournedó y el arroz azafranado, y vino blanco para bajar la ensalada… afirmaba ser un seguidor de al-Islam.

—Islam —dije mientras nos servían el espeso café y el postre— significa «paz», ¿no es cierto?

—En cierta forma —respondió Kamel, que estaba cortando en dados el rahad lajum, una sustancia gelatinosa cubierta de azúcar glaseada y aromatizada con ambrosía, jazmín y almendras—. Quiere decir lo mismo que shalom en hebreo: «que la paz sea contigo». En árabe salaam se acompaña de una reverencia profunda, hasta tocar el suelo con la cabeza. Significa sometimiento total a la voluntad de Alá… sumisión completa. —Me tendió un trozo de rahad lajum con una sonrisa—. En ocasiones la sumisión a la voluntad de Alá significa la paz… pero otras veces, no.

—Las más de las veces, no —observé.

Kamel me miró con expresión seria.

—Recuerde que de todos los grandes profetas de la historia (Moisés, Buda, Juan el Bautista, Zaratustra, Cristo), Mahoma fue el único que fue a la guerra. Organizó un ejército de cuarenta mil hombres y dirigió el ataque a La Meca. ¡Y la recuperó!

—¿Y qué me dice de Juana de Arco? —pregunté sonriendo.

—Ella no fundó una religión —contestó—, pero tenía el espíritu adecuado. No obstante, el yihad no es lo que creen ustedes, los occidentales. ¿Ha leído alguna vez el Corán?

Negué con la cabeza.

—Haré que le envíen un buen ejemplar… en inglés —agregó—. Creo que lo encontrará interesante, y distinto de lo que imagina.

Kamel pagó la cuenta y salimos a la calle.

—Ahora daremos un paseo por Argel, como le prometí —dijo—. Me gustaría empezar mostrándole la Poste Centrale.

Nos encaminamos hacia la gran oficina central de Correos, en el puerto.

—Todas las líneas telefónicas pasan por la Poste Centrale —explicó Kamel—. Es otro de esos sistemas heredados de los franceses, en los que todo se dirige a un centro y nada puede hacer el camino inverso… como las calles. Las llamadas internacionales se realizan manualmente. Le gustará verlo… sobre todo porque va a tener que lidiar con este sistema telefónico arcaico para diseñar el modelo informático que acabo de contratar. Muchos de los datos que necesitará llegarán por línea telefónica.

Yo no estaba segura de que el modelo que me había descrito fuera a necesitar telecomunicaciones, pero habíamos acordado no hablar de ello en público, de modo que me limité a decir:

—Sí, tuve problemas anoche para conseguir una conferencia.

Subimos por la escalinata de la Poste Centrale. Como todos los otros edificios, era grande y oscuro, con suelos de mármol y techo alto, del que colgaban arañas ornamentadas, como en una sucursal bancaria de los años veinte. Por todas partes había retratos enmarcados de Huari Bumedián, el presidente de Argelia. Tenía el rostro largo, grandes ojos tristes y un gran bigote victoriano.

En todos los edificios que había visto había mucho espacio vacío, y la Poste no era una excepción. Aunque Argel era una ciudad grande, nunca parecía haber gente suficiente para llenar todo el espacio, ni siquiera en las calles. Al llegar de Nueva York esto resultaba impresionante. Mientras atravesábamos Correos, el taconeo de nuestros zapatos resonaba entre las paredes. La gente hablaba en susurros, como si estuviera en una biblioteca pública.

En un rincón alejado había una pequeña centralita telefónica del tamaño de una mesa de cocina. Parecía diseñada por Alexander Graham Bell. Detrás había una mujer menuda de unos cuarenta años, con una masificación de cabellos teñidos de henna en lo alto de la cabeza. Su boca era un tajo de carmín rojo sangre, un color que no se fabricaba desde la Segunda Guerra Mundial, y su floreado vestido de gasa también tenía solera. Sobre la centralita había una caja de bombones con muchos envoltorios vacíos.

—¡Pero si es el ministro! —exclamó la mujer. Tras sacar una clavija de la centralita se puso en pie y tendió las manos hacia Kamel, que las tomó—. Recibí sus bombones —dijo ella señalando la caja—. ¡Suizos! Todo lo suyo es siempre de primera clase.

Tenía la voz grave, como la de una cantante de Montmartre. Había en su personalidad algo de la llaneza de los peones y hablaba francés como los marineros marselleses que tan bien imitaba Valérie, la doncella de Harry. Me cayó bien enseguida.

—Thérèse, me gustaría presentarte a mademoiselle Catherine Velis —dijo Kamel—. Mademoiselle está haciendo un importante trabajo informático para el ministerio… para la OPEP, en realidad. Me pareció que eras la persona a quien debía conocer.

—¡Ah, la OPEP! —exclamó Thérèse abriendo mucho los ojos y agitando los dedos—. Muy grande. Muy importante. ¡Esta joven debe de ser inteligente! —observó—. La OPEP dará un gran golpe muy pronto, créame.

—Thérèse lo sabe todo —dijo Kamel entre risas—. Escucha todas las llamadas transcontinentales. Sabe más que el ministro.

—Naturalmente —convino ella—. ¿Quién se ocuparía de los asuntos si yo no estuviera aquí?

—Thérèse es pied noir —me explicó Kamel.

—Significa «pie negro» —dijo ella en inglés. Después, volviendo al francés, añadió—: Nací con los pies en África, pero no soy uno de esos árabes. Mi pueblo procede del Líbano.

Yo parecía condenada a no terminar de comprender las distinciones genéticas que se hacían en Argelia, a pesar de que a ellos les interesaban mucho.

—Anoche la señorita Velis tuvo problemas para hacer una llamada —le comentó Kamel.

—¿Qué hora era? —preguntó.

—Alrededor de las once de la noche —respondí—. Traté de llamar a Nueva York desde El Riadh.

—¡Pero si yo estaba aquí! —exclamó. Después, meneando la cabeza, agregó—: Los que trabajan en la centralita del hotel son unos holgazanes. Interrumpen las conexiones. A veces hay que esperar ocho horas para conseguir hablar. La próxima vez, hágamelo saber y yo lo arreglo todo. ¿Quiere llamar esta noche? Dígame cuándo y eso está hecho.

—Quiero enviar un mensaje a un ordenador de Nueva York —dije— para informar de que he llegado. Es un contestador automático; se da el mensaje y queda grabado digitalmente.

—¡Qué moderno! —exclamó Thérèse—. Si lo desea, puedo hacerlo en inglés.

Quedamos de acuerdo y escribí el mensaje para Nim; le comunicaba que había llegado sana y salva y pronto iría a las montañas. Él entendería; sabría que iba a buscar al anticuario de Llewellyn.

—Excelente —dijo Thérèse doblando la nota—. Lo enviaré enseguida. Ahora que nos hemos conocido, sus llamadas siempre tendrán prioridad. Venga a visitarme alguna vez.

Al salir de la Poste Kamel dijo:

—Thérèse es la persona más importante de Argelia. Puede hacer triunfar o frustrar una carrera política solo con desconectar a quien le desagrada. Creo que usted le cae bien. ¡Quién sabe, tal vez la haga presidenta! —agregó entre risas.

Caminábamos junto al puerto, de regreso al ministerio, cuando comentó como por casualidad:

—He visto en su mensaje que piensa ir a las montañas. ¿Hay algún lugar preciso al que quiera ir?

—Solo a visitar al amigo de un amigo —respondí sin comprometerme—. Y para ver algo del país.

—Le pregunto porque esas montañas son el hogar de los cabilas. Yo crecí en ellas y conozco bien la región. Si lo desea, puedo enviarle un coche o llevarla yo mismo.

Aunque su ofrecimiento parecía tan desinteresado como el de enseñarme Argel, advertí a su vez un matiz que no conseguía precisar.

—Creí que se había criado en Inglaterra —dije.

—Fui allí a los quince años para estudiar en una escuela privada, pero antes corría descalzo por las colinas cabileñas, como una cabra montés. De verdad, debería acompañarla un guía. Es una región magnífica, pero resulta fácil perderse. Los mapas de carreteras de Argelia no son del todo precisos.

Parecía un vendedor que quisiera venderme su producto, y pensé que sería descortés declinar su oferta.

—Tal vez sería mejor ir con usted —dije—. ¿Sabe?, anoche, cuando salí del aeropuerto, me siguió la Sécurité. Un tipo llamado Sharrif. ¿Cree que significa algo?

Kamel se había detenido de golpe. Estábamos en el puerto y los barcos gigantescos se balanceaban con suavidad con la marea baja.

—¿Cómo sabe que era Sharrif? —preguntó de pronto.

—Lo conocí. Él… hizo que me llevaran a su oficina en el aeropuerto cuando me dirigía a la aduana. Se mostró muy amable. Me hizo algunas preguntas y después me dejó ir. Pero mandó que me siguieran…

—¿Qué clase de preguntas le hizo? —me interrumpió Kamel. Había palidecido.

Traté de recordar todo lo que había sucedido y se lo conté a Kamel. Le referí incluso el comentario del taxista. Cuando terminé, Kamel quedó en silencio. Parecía reflexionar.

—Le agradecería que no mencionara esto a nadie más —dijo por fin—. Me ocuparé del asunto, pero yo de usted no me preocuparía demasiado. Probablemente sea un caso de confusión de identidad.

Seguimos andando hasta el ministerio y, cuando llegamos a la entrada, Kamel dijo:

—Si Sharrif vuelve a ponerse en contacto con usted por alguna razón, dígale que me ha informado de esto. —Y puso una mano en mi hombro—. Y dígale también que yo voy a llevarla a Cabilia.

El sonido del desierto

Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora.

Miguel de Unamuno

El Sahara, febrero de 1793

Mireille contemplaba desde el Erg el vasto desierto rojo. Hacia el sur se extendían las dunas de Ez-Zemoul El Akbar, que se alzaban como olas a trescientos metros de altura. En la luz de la mañana, desde esa distancia, parecían garras ensangrentadas que arañaran la arena.

A sus espaldas se alzaba la cordillera del Atlas, todavía cubierta de sombras y velada por las nubes bajas. Se elevaba sobre el desierto vacío —un desierto mayor que cualquier otro de la tierra—, dieciséis mil kilómetros de arenas profundas del color del polvo de ladrillo, en las que no se movían nada más que los cristales creados por el hálito de Dios.

Lo llamaban Sahra. El Sur. El Erial. El reino de los arubi… el árabe errante en el desierto.

Sin embargo, el hombre que la había llevado hasta allí no era un arubi. Shahin tenía la piel blanca y su cabello y sus ojos eran del color del bronce viejo. Su pueblo hablaba la lengua de los antiguos bereberes que habían reinado en ese desierto estéril durante más de quinientos años. Según decía, habían llegado de las montañas y los Erg, la imponente cadena de mesetas que separaban la cordillera que se alzaba a su espalda y las arenas que se extendían ante ella. Habían llamado Areg, la Duna, a esta cadena de mesetas. Y se llamaban a sí mismos «tu-areg»; es decir, los que están ligados a la Duna. Los tuaregs conocían un secreto tan antiguo como su raza, un secreto enterrado en las arenas del tiempo. Y Mireille había viajado durante tantos meses, recorriendo tanta distancia, para descubrirlo.

Solo había pasado un mes desde la noche en que fue con Letizia a la escondida ensenada corsa. Allí subió a bordo de un pequeño barco pesquero, que atravesó el encabritado mar invernal y la llevó a África, donde su guía Shahin, el Halcón, la esperaba en el embarcadero de Dar-el-Beida para conducirla al Magreb. Shahin llevaba un largo haik negro y el rostro oculto tras el litham añil, un velo doble a través del cual veía pero no podía ser visto. Era uno de los «hombres azules», las tribus sagradas del Ahaggar, donde solo los varones utilizaban velos para protegerse de los vientos del desierto y se teñían la piel de azul. Los nómadas llamaban magrebí —«mago»— a esta secta especial que podía desvelar los secretos del Magreb, la tierra donde se ponía el sol. Ellos sabían dónde podía encontrarse la clave para desentrañar el misterio del juego de Montglane.

Por eso Letizia y su madre habían enviado a Mireille a África; por eso había cruzado los altos Atlas en invierno —quinientos kilómetros en medio de ventiscas por un terreno peligroso—: porque, cuando descubriera el secreto, sería la única persona viva que había tocado las piezas… y conocía el secreto de su poder.

El secreto no estaba escondido en el desierto debajo de una piedra, ni en una biblioteca polvorienta. Yacía oculto en los cuentos de estos nómadas. Atravesando de noche el desierto, pasando de boca en boca, se había extendido como las chispas de una fogata moribunda por las arenas silenciosas para quedar enterrado en la oscuridad. El secreto estaba oculto en los sonidos mismos del desierto, en las historias sobre el pueblo al que pertenecía Mireille… en los susurros misteriosos de las rocas y piedras.

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