El ocho (45 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—El Moloc —susurró la abadesa—. Los hebreos lamentaban el culto pagano de este dios, aunque los acusaron de adorarlo. Arrojaban los niños vivos al fuego para aplacarlo.

—Sí —dijo mi madre—, y hacían cosas peores. Aunque la mayor parte de los pueblos antiguos creía que la venganza solo correspondía a los dioses, los fenicios consideraban que les competía a ellos. En los lugares que fundaron (Córcega, Cerdeña, Marsella, Venecia, Sicilia) la traición es solo un medio para llegar a un fin y el desquite significa justicia. Sus descendientes hacen estragos aún hoy en el Mediterráneo. Los piratas de Berbería no descendían de los bereberes, sino de Barbarroja, y aún hoy, en Túnez y Argel, tienen esclavizados a veinte mil europeos para obtener el rescate, que es su medio para amasar fortunas. Estos son los verdaderos descendientes de Fenicia: ¡hombres que gobiernan los mares desde fortalezas isleñas, adoran al dios de los ladrones, viven de la traición y mueren por causa de vendetta!

—Sí —dijo entusiasmada la abadesa—. ¡Tal como el moro dijo a Carlomagno, era el propio juego de ajedrez el que llevaba en sí el Sar, la venganza! Pero ¿qué es? ¿Cuál puede ser el oscuro secreto, buscado por los moros y conocido quizá también por los fenicios? ¿Qué poder encierran esas piezas… conocido quizá alguna vez y perdido ahora para siempre sin esa clave enterrada?

—No estoy segura —respondió mi madre—, pero, por lo que habéis contado, tal vez tenga una pista. Habéis dicho que eran ocho los moros que llevaron el juego de ajedrez a Carlomagno y que, negándose a separarse de él, lo siguieron incluso a Montglane, donde se creía que practicaban ritos secretos. Sé en qué podía consistir ese rito. Los fenicios, mis antepasados, practicaban ritos de iniciación como los que habéis descrito. Adoraban una piedra sagrada, a veces una estela o monolito que, según creían, contenía la voz del dios. En todo santuario fenicio había un masseboth como la Piedra Negra de la Kaaba, en La Meca, o la Cúpula de la Roca en Jerusalén.

»Entre nuestras leyendas figura la de una mujer llamada Elisa, que llegó de Tiro. Su hermano era el rey, y cuando asesinó a su esposo ella robó las piedras sagradas y huyó a Cartago, en la costa septentrional de África. Su hermano la persiguió… porque ella había robado sus dioses. Según nuestra versión de la historia, ella se inmoló en la pira para aplacar a los dioses y salvar a su pueblo, pero al hacerlo afirmó que resurgiría, como el Fénix, de sus cenizas… el día que las piedras empezaran a cantar. Y dijo que ese sería un día de justo castigo para la Tierra.

Cuando mi madre terminó su relato, la abadesa permaneció largo rato en silencio. Ni mi padrastro ni yo interrumpimos sus pensamientos. Por último, dijo lo que estaba pensando:

—Es el misterio de Orfeo, que con su canto daba vida a las rocas y las piedras. La dulzura de su canto era tal que hasta las arenas del desierto lloraban lágrimas de sangre. Aunque tal vez solo sean mitos, yo misma siento que se aproxima este día de justo castigo. Si el ajedrez de Montglane se levanta, que el Cielo nos proteja a todos, porque creo que contiene la llave para abrir los labios mudos de la naturaleza y liberar las voces de los dioses.

Letizia paseó la mirada por el pequeño comedor. Los carbones del brasero ya eran solo cenizas. Sus dos hijos la miraban en silencio. Mireille, que era más decidida que ellos, preguntó:

—¿Y explicó la abadesa cómo pensaba que el juego podía provocar esas cosas?

Letizia negó con la cabeza.

—No, pero su otra predicción resultó cierta… la relativa a Rousseau, porque en el otoño posterior a su visita llegó el agente de este, un joven escocés llamado James Boswell. Con el pretexto de escribir una historia de Córcega, se hizo amigo de Paoli y cenaban juntos todas las noches. La abadesa nos había rogado que le comunicásemos sus movimientos y advirtiésemos a las personas de ascendencia fenicia que no debían compartir sus historias con él, aunque esto último no era necesario, porque somos un pueblo reservado por naturaleza, que no habla fácilmente con desconocidos, a menos que se esté en deuda con ellos, como en el caso de la abadesa. Tal como ella predijera, Boswell se puso en contacto con Franz Fesch, pero lo disuadió el frío recibimiento de mi padrastro, de quien solía decir en broma que era un suizo típico. Cuando más tarde se publicó Historia de Córcega y vida de Pasquale Paoli, quedó claro que no había obtenido muchos datos para comunicar a Rousseau. Y ahora Rousseau está muerto, claro…

—Pero el ajedrez de Montglane se ha despertado —la interrumpió Mireille, que se puso en pie y la miró a los ojos—. Vuestro relato explica el mensaje de la abadesa y la naturaleza de vuestra amistad, pero poco más. ¿Esperáis, señora, que acepte esta historia de piedras que cantan y fenicios vengativos? ¡Mis cabellos, en efecto, son rojos como los de Elisa de Q’ar… pero debajo de los míos hay un cerebro! La abadesa de Montglane no cree en lo esotérico más que yo, y tampoco se daría por satisfecha con este cuento. Además, en su mensaje hay más de lo que habéis explicado… ella dijo a vuestra hija que cuando vos recibierais estas noticias sabríais qué hacer. ¿Qué quería decir con eso, madame Buonaparte…? ¿Y qué relación tiene todo esto con la fórmula?

Al oír las últimas palabras Letizia palideció y se llevó una mano al pecho. Elisa y Napoleone estaban clavados a sus sillas, pero este murmuró:

—¿Qué fórmula?

—¡La fórmula cuya existencia conocía Voltaire… y el cardenal Richelieu… y sin duda también Rousseau… y desde luego vuestra madre! —exclamó Mireille, elevando cada vez más la voz. Sus ojos verdes ardían como oscuras esmeraldas mientras miraba a Letizia, que permanecía sentada y muda.

Cruzó la habitación con dos ágiles zancadas y, cogiendo a Letizia por los brazos, la puso en pie. Napoleone y Elisa también se levantaron, pero Mireille hizo un gesto que los mantuvo alejados.

—Contestadme, madame… dos mujeres han muerto ante mis ojos a causa de esas piezas. He visto la naturaleza repulsiva y maléfica de uno de los que las buscan… que me persigue aun ahora y estaría dispuesto a matarme por lo que sé. La caja se ha abierto y la muerte anda suelta. Lo he visto con mis propios ojos, tal como he visto el ajedrez de Montglane y los símbolos grabados en sus piezas. Sé que hay una fórmula. ¡Y ahora decidme qué desea la abadesa que hagáis!

Mireille casi zarandeaba a Letizia y su expresión era de furia desatada mientras volvía a ver el rostro de Valentine… Valentine, que había sido asesinada por las piezas.

Los labios de Letizia temblaban… La mujer de acero, que jamás derramaba una lágrima, estaba llorando. Mientras Mireille la sujetaba con fuerza, Napoleone la rodeó con un brazo y Elisa tocó suavemente el brazo de la joven.

—Madre —dijo Napoleone—, debéis decírselo. Decid lo que desea saber. ¡Por Dios, habéis desafiado a cien soldados franceses armados! ¿Qué horror tan terrible es este que ni siquiera podéis mencionarlo?

Letizia trataba de hablar. Las lágrimas le humedecían los labios mientras procuraba controlar los sollozos.

—Juré… todos juramos… que jamás hablaríamos de ello —balbuceó—. Hélène… la abadesa, sabía que había una fórmula antes de haber visto el ajedrez. Y me dijo que si debía ser la primera en sacarlo a la luz después de estos mil años la escribiría… escribiría los símbolos que había en las piezas y el tablero… y de alguna manera me los haría llegar.

—¿A vos? —preguntó Mireille—. ¿Por qué a vos? Por entonces erais solo una niña.

—Sí, una niña —dijo Letizia sonriendo entre lágrimas—. Una niña de catorce años… que estaba a punto de casarse. Una niña que tuvo trece hijos y vio morir a cinco de ellos. Sigo siendo una niña porque no comprendí el peligro que encerraba mi juramento.

—Decidme qué prometisteis hacer —murmuró Mireille.

—Yo había estudiado las historias antiguas durante toda mi vida. Prometí a Hélène que, cuando ella tuviera las piezas en la mano, iría al norte de África a buscar al pueblo de mi madre… iría a ver a los antiguos muftíes del desierto… y que descifraría la fórmula…

—¿Conocéis allí a alguien que pueda ayudaros? —preguntó alterada Mireille—. Madame, allí es adonde voy. Permitidme que os haga este servicio. ¡Es mi único deseo! Sé que he estado enferma… pero soy joven y me recuperaré enseguida…

—No hasta que nos hayamos comunicado con la abadesa —repuso Letizia, que había recobrado parte de su aplomo—. ¡Además, necesitaréis más de una velada para aprender lo que yo he aprendido en cuarenta años! Aunque pensáis que sois fuerte… no lo sois tanto como para viajar… Creo que conozco lo suficiente la enfermedad que padecéis para predecir que dentro de seis o siete meses curará. Es justo el tiempo que necesitáis para aprender…

—¡Seis o siete meses! —exclamó Mireille—. ¡Es imposible! ¡No puedo quedarme tanto tiempo en Córcega!

—Me temo que tendréis que hacerlo, querida. —Letizia sonrió—. Veréis, es que no estáis enferma. Estáis embarazada.

Londres, noviembre de 1792

Mil kilómetros al norte de Córcega, el padre de la criatura de Mireille, Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, estaba sentado en las riberas heladas del río Támesis… pescando.

Debajo de él, sobre los rastrojos, había varios chales de lana extendidos y cubiertos con hule. Tenía los calzones enrollados por encima de las rodillas y atados con cintas de gro; los zapatos y las medias estaban cuidadosamente colocados a su lado. Llevaba un grueso jubón de piel y botas forradas también de piel, además de un sombrero de ala ancha destinado a evitar que la nieve se depositara en su cuello.

Detrás de él, bajo las ramas nevadas de un gran roble, estaba Courtiade, con una cesta de pescado colgada de un brazo y la chaqueta de terciopelo de su amo bien doblada en el otro. El fondo de la cesta estaba forrado con las hojas amarillentas de un periódico francés de dos meses atrás que hasta esa misma mañana había estado clavado en la pared del estudio.

Courtiade sabía qué ponía el periódico y se sintió aliviado cuando Talleyrand lo arrancó bruscamente de la pared, lo metió en la cesta y anunció que ya era hora de ir a pescar. Desde que habían llegado las noticias de Francia su amo estaba mucho más silencioso que de costumbre. Las habían leído juntos, en voz alta.

SE BUSCA

POR TRAICIÓN

Talleyrand, antiguo obispo de Autun, ha emigrado… procurad obtener información de parientes o amigos que puedan haberlo albergado. Esta descripción… rostro largo, ojos azules, nariz ligeramente respingona. Talleyrand-Périgord cojea, del pie derecho o del izquierdo…

Courtiade seguía con la mirada las siluetas oscuras de las barcazas que subían y bajaban por las aguas grises del Támesis. Fragmentos de hielo desprendidos de las riberas saltaban como peonzas a merced de la corriente. El sedal de Talleyrand flotaba entre los juncos que asomaban por las grietas de hielo sucio. Courtiade percibía el aroma intenso y salado de los peces. El invierno había llegado demasiado pronto, como muchas otras cosas.

Era el 23 de septiembre y no hacía todavía dos meses que Talleyrand había llegado a Londres, a la casita de Woodstock Street que Courtiade había preparado para él. Justo a tiempo, porque el día anterior el Comité había abierto el «armario de hierro» del rey, en las Tullerías, y allí habían encontrado las cartas de Mirabeau y La Porte que revelaban los muchos sobornos hechos por Rusia, España y Turquía —y hasta por Luis XVI— a miembros prominentes de la Asamblea.

Mirabeau era afortunado; estaba muerto, pensó Talleyrand mientras recogía el sedal e indicaba por señas a Courtiade que le lanzara más cebo. Trescientas mil personas habían asistido al funeral del gran estadista. Ahora habían cubierto con un velo su busto en la Asamblea y retirado sus cenizas del Panteón. Peor suerte correría el rey. Su vida pendía de un hilo, encerrado como estaba con su familia en la torre de los Caballeros Templarios, la poderosa orden de francmasones, que exigía que fuera juzgado.

También Talleyrand había sido juzgado, in absentia, y lo habían declarado culpable. Aunque no habían encontrado pruebas decisivas de su puño y letra, las cartas confiscadas a La Porte indicaban que su amigo el obispo estaría dispuesto, como antiguo presidente de la Asamblea, a servir a los intereses del rey… por un precio.

Talleyrand enganchó en el anzuelo el cebo que le tendió Courtiade y, suspirando, volvió a arrojar el sedal a las oscuras aguas del Támesis. Todas las precauciones que había tomado para abandonar Francia con un pase diplomático habían sido inútiles. Como ahora era un hombre buscado en su país, las puertas de la nobleza británica se habían cerrado para él. Hasta los emigrados que vivían en Inglaterra lo detestaban por haber traicionado a su clase apoyando la revolución. Y lo más terrible era que estaba sin blanca. Incluso aquellas amantes en las que una vez había confiado para obtener apoyo económico eran ahora pobres y confeccionaban sombreros de paja o escribían novelas para sobrevivir.

La vida era horrenda. Veía que sus treinta y ocho años de existencia desaparecían arrasados por la corriente como el anzuelo que acababa de arrojar a las aguas negras, sin dejar huella. Pero seguía manejando la caña. Aunque no hablaba de ello con frecuencia, no podía olvidar que sus antepasados descendían de Carlos el Calvo, nieto de Carlomagno. Adalberto de Périgord había puesto a Hugo Capeto en el trono de Francia; Traillefer, el Cortafierro, era un héroe de la batalla de Hastings; Hélie de Talleyrand había puesto las Sandalias del Pescador al papa Juan XXII. Descendía de aquella larga estirpe de hacedores de reyes cuyo lema era Reque Dieu: «Solo servimos a Dios». Cuando todo parecía perdido, los Talleyrand de Périgord eran más proclives a arrojar el guante que la toalla.

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