Authors: Katherine Neville
—El juego más peligroso que pueda imaginarse —murmuró de modo que nadie más que yo pudiera oírle—, y cada uno de nosotros ha sido elegido para el papel que desempeña…
—¿Elegidos? —pregunté.
Antes de que pudiera contestarme hubo un estruendo de címbalos y timbales. Los músicos regresaban al escenario, seguidos de un grupo de bailarines con túnicas de terciopelo azul claro y pantalones remetidos dentro de altas botas y abombados en las rodillas. Alrededor de la cintura llevaban pesadas cuerdas retorcidas, con borlas en los extremos, que colgaban de sus caderas y se balanceaban mientras se movían al ritmo lento y exótico de la música de clarinetes y caramillos. Era una melodía sinuosa, ondulante, como la que convierte a la cobra en una columna rígida y oscilante que se levanta de la cesta.
—¿Te gusta? —me susurró Solarin. Asentí—. Es música cabileña —me explicó mientras los acordes nos envolvían—. De la cordillera del Atlas, que atraviesa Argelia y Marruecos. Fíjate en el bailarín del centro, el del cabello rubio y los ojos claros. Tiene la nariz aguileña y la barbilla fuerte, como la efigie de una moneda romana. Esas son las características de los cabilas; no se parecen en nada a los beduinos…
Una mujer mayor se levantó entre el público y fue bailando hacia el escenario, para diversión de la multitud, que la animaba con silbidos que deben de significar lo mismo en todas las culturas. Pese a su porte imponente, sus largas ropas grises y el rígido velo de lino, se movía con ligereza e irradiaba una sensualidad que no pasaba inadvertida a los bailarines, que la habían rodeado y acercaban las caderas a ella, de modo que las borlas que llevaban la tocaban como una caricia.
El público estaba entusiasmado con el espectáculo, y se entusiasmó aún más cuando la mujer de cabellos plateados avanzó sinuosamente hacia el bailarín principal, sacó unos billetes de entre los pliegues de su traje y los deslizó con gran discreción entre las cuerdas que él llevaba en la cintura muy cerca de la bragueta. Él miró al cielo de manera sensual con una amplia sonrisa, en honor del público.
La gente estaba de pie, dando palmas al ritmo de la música, que crecía mientras la mujer se acercaba a la orilla del escenario con movimientos circulares. Al llegar al borde, con la luz detrás de ella, alzó las manos para aplaudir a modo de despedida y se volvió hacia nosotros… Me quedé estupefacta.
Miré a Solarin, que me observaba con atención. Me puse en pie de un salto mientras la mujer —una silueta oscura contra la luz plateada— bajaba del escenario y se perdía en el enjambre de personas, plumas de avestruz y follaje de palmeras.
La mano de Solarin era como un grillete de acero en mi brazo, mientras apretaba todo su cuerpo contra el mío.
—Suéltame —murmuré, porque algunas personas nos estaban mirando—. ¡He dicho que me sueltes! ¿Sabes quién era esa?
—¿Lo sabes tú? —me susurró al oído—. ¡Deja de llamar la atención!
Al ver que me debatía, me estrechó en un abrazo mortal que hubiera podido parecer afectuoso.
—Nos pondrás en peligro —me susurró al oído, y percibí el olor a menta y almendras de su aliento—. Igual que cuando fuiste al torneo de ajedrez… y cuando me seguiste al edificio de Naciones Unidas. No sabes el riesgo que ha corrido esa mujer al venir a verte, ni la clase de juego despiadado que estás jugando con la vida de otros…
—¡No; no sé! —exclamé. Su abrazo era tan estrecho que me hacia daño. En el escenario, los bailarines seguían girando al ritmo frenético de la música, que nos bañaba en olas rítmicas—. ¡Pero esa era la pitonisa y voy a encontrarla!
—¿La pitonisa? —preguntó desconcertado Solarin, sin soltarme.
Sus ojos, clavados en los míos, eran verdes como el oscuro mar. Quienes nos miraban debían de pensar que éramos amantes.
—No sé si dice la buenaventura —añadió—, pero desde luego conoce el futuro. Fue ella quien me llamó a Nueva York. Fue ella quien me hizo seguirte hasta Argel. Fue ella quien te eligió…
—¡Me eligió! —exclamé—. ¿Para qué? ¡Ni siquiera la conozco!
Solarin me cogió por sorpresa al aflojar su abrazo. Cuando me asió la muñeca, la música se arremolinaba en torno a nosotros como una pulsante bruma sonora. Levantó mi mano con la palma hacia arriba y apretó los labios contra la carne blanda del pulpejo, donde la sangre late más cerca de la superficie. Durante un segundo sentí que la sangre corría más deprisa por mis venas. Después levantó la cabeza y me miró a los ojos. Noté que me temblaban las rodillas.
—Míralo —susurró, y advertí que su dedo trazaba un dibujo en mi muñeca. Bajé lentamente la vista, aunque no quería dejar de mirar a Solarin—. Míralo —volvió a decir mientras yo contemplaba mi muñeca. Allí, en la base de la palma, justo donde la arteria azul latía con el paso de la sangre, dos líneas se entrelazaban en un abrazo serpentino y formaban un ocho—. Has sido elegida para descifrar la fórmula —musitó, casi sin apenas mover los labios.
¡La fórmula! Contuve el aliento mientras él me miraba fijamente a los ojos.
—¿Qué fórmula? —me oí murmurar.
—La fórmula del Ocho… —De pronto se puso rígido y su cara volvió a convertirse en una máscara, mientras miraba por encima de mi hombro algo que estaba a mis espaldas. Soltó mi mano y dio un paso atrás mientras yo me volvía para mirar.
La música de ritmo primitivo seguía sonando y los bailarines giraban y giraban en un frenesí exótico. Al otro lado del escenario, contra el resplandor cegador de los focos, una silueta sombría nos observaba. Un haz de luz recorrió la curva del escenario siguiendo a los bailarines, e iluminó por un instante la figura oscura. ¡Era Sharrif!
Me saludó con una cortés inclinación de la cabeza antes de que la luz se alejara de él. Me volví hacia Solarin. Donde un momento antes estaba él, se balanceaba ahora una palmera.
París, 4 de septiembre de 1792
Pasaban unos minutos de la medianoche cuando Mireille salió de casa de Talleyrand aprovechando la oscuridad y desapareció en el sofocante terciopelo de la calurosa noche parisina.
En cuanto comprendió que no podía hacerla desistir de su decisión de partir, Talleyrand le proporcionó un caballo fuerte y sano de sus establos, así como una pequeña bolsa con las monedas que había podido reunir a esa hora. Vestida con piezas sueltas de librea que juntó Courtiade para disfrazarla, con el cabello recogido en una coleta y ligeramente empolvado, como el de un muchacho, Mireille salió sin que nadie la viera por el patio de servicio y se internó en las calles oscuras de París hacia las barricadas del Bois de Boulogne: camino de Versalles.
No podía permitir que Talleyrand la acompañase, pues todo París conocía su aristocrático perfil. Además, los pases enviados por Danton no eran válidos hasta el 14 de septiembre, es decir, casi dos semanas más tarde. Convinieron en que la única solución era que Mireille partiera sola; que Maurice permaneciera en París como si nada hubiera sucedido, y que Courtiade saliera aquella misma noche con las cajas de libros y esperara cerca del canal de la Mancha hasta que su pase le permitiera viajar a Inglaterra.
Mientras su caballo recorría las tenebrosas y estrechas calles, Mireille tuvo por fin tiempo de meditar sobre la peligrosa misión que tenía por delante.
Desde el instante en que su carruaje alquilado había sido detenido ante las puertas de la prisión de l’Abbaye, los acontecimientos se habían precipitado de tal forma que solo había podido actuar guiada por el instinto. El horror de la ejecución de Valentine, el terror súbito ante la amenaza a su propia vida mientras huía por las calles incendiadas de París, el rostro de Marat y las muecas de los curiosos que contemplaban la matanza… era como si por un momento se hubiera resquebrajado la delgada cáscara de la civilización para ofrecerle un atisbo de la espantosa bestialidad humana bajo el frágil barniz.
A partir de aquel momento el tiempo se había detenido y los acontecimientos que se sucedieron la engulleron como un fuego devorador. Y cada uno se acompañaba de una reacción emotiva más intensa que cualquiera que hubiera conocido. Esa pasión seguía ardiendo en su interior como una llama oscura; una llama que se intensificó durante las breves horas que pasó en brazos de Talleyrand. Una llama que alimentaba su deseo de apoderarse de las piezas del juego de Montglane.
Desde que había visto la brillante sonrisa de Valentine al otro lado del patio parecía haber pasado una eternidad. Sin embargo, solo habían transcurrido treinta y dos horas. Treinta y dos, pensó Mireille mientras atravesaba sola las calles desiertas: el número de piezas de un juego de ajedrez. La cantidad que debía reunir para descifrar el acertijo… y vengar la muerte de Valentine.
Había visto poca gente en las estrechas callejuelas de camino al Bois de Boulogne. Incluso aquí, en el campo y bajo la luna llena, las carreteras estaban vacías, aunque todavía se hallaba lejos de las barricadas. A esas alturas la mayor parte de los parisinos se habían enterado de las matanzas en las prisiones, que continuaban todavía, y habían decidido permanecer en la relativa seguridad de sus hogares.
Aunque para llegar al puerto de Marsella, su destino, tenía que ir hacia el este, a Lyon, Mireille se había dirigido hacia el oeste, en dirección a Versalles; el motivo era que allí estaba el convento de Saint-Cyr, la escuela fundada en el siglo anterior por madame de Maintenon, consorte de Luis XIV, para la educación de las hijas de la nobleza. La abadesa de Montglane se había detenido en Saint-Cyr de camino a Rusia.
Tal vez la directora le diera asilo, la ayudara a ponerse en contacto con la abadesa de Montglane para obtener los fondos que necesitaba y la ayudara a salir de Francia. La reputación de la abadesa de Montglane era el único pase hacia la libertad que poseía Mireille. Rezó para que obrara un milagro.
En el Bois se habían levantado barricadas con montones de piedras, sacos de tierra y trozos de muebles. Mireille veía la plaza delante de ella, atestada de gente con sus carros tirados por bueyes, carruajes y animales, esperando para huir en cuanto se abrieran las puertas. Se aproximó, desmontó y permaneció a la sombra de su caballo para que no se descubriera su disfraz a la parpadeante luz de las antorchas que iluminaban el lugar.
En la barrera había jaleo. Mireille cogió las riendas del caballo y se mezcló con el grupo de gente que llenaba la plaza. Más allá, a la luz de las antorchas, vio soldados que trepaban para alzar la barrera. Alguien quería entrar.
Cerca de Mireille se apiñaba un grupo de hombres jóvenes que estiraban el cuello para ver mejor. Debían de ser una docena o más, vestidos con encajes, terciopelos y brillantes botas de tacones altos adornadas con deslumbrantes cuentas de vidrio, como gemas. Era la jeunesse dorée, la juventud dorada que tantas veces le había señalado Germaine de Staël en la ópera. Mireille oyó quejarse en voz alta al grupo de nobles y campesinos que llenaban la plaza.
—¡Esta revolución se ha vuelto insufrible! —exclamó uno—. No hay razón para retener a los ciudadanos franceses como rehenes ahora que hemos rechazado a los sucios prusianos.
—¡Eh, soldado! —gritó otro agitando un pañuelo de encaje en dirección a uno de los que estaban en lo alto de la barricada—. ¡Tenemos que ir a una fiesta en Versalles! ¿Cuánto tiempo pensáis tenernos aquí?
El soldado volvió su bayoneta en dirección al pañuelo, que desapareció al instante de la vista.
La multitud se preguntaba quién podía aproximarse por el otro lado de la barricada. Se sabía que ahora todos los caminos que atravesaban zonas boscosas estaban llenos de salteadores. Los «orinales», grupos de hombres que desempeñaban por su cuenta la función de inquisidores, se desplazaban en unos vehículos de forma extraña que les habían dado su apodo. Aunque no actuaban por orden oficial, estaban animados por el celo de los nuevos ciudadanos de Francia: detenían a los viajeros, se apiñaban en torno a sus coches como langostas, les pedían la documentación y efectuaban un «arresto ciudadano» si el interrogatorio no les satisfacía. Para ahorrarse problemas, en ocasiones su actuación terminaba con un ahorcamiento en el árbol más cercano, como ejemplo para otros.
Se abrieron las barreras y pasó un grupo de fiacres y cabriolés polvorientos. La muchedumbre de la plaza los rodeó para enterarse de lo que pudieran por boca de los agotados pasajeros que acababan de llegar. Asiendo a su caballo por las riendas, Mireille avanzó hacia el primer coche de postas, cuya puerta se abría para dejar salir a sus ocupantes.
Un soldado joven, que llevaba el uniforme rojo y azul del ejército, bajó de un salto en medio de la muchedumbre para ayudar al cochero a bajar cajas y baúles de lo alto del carruaje.