El ocho (70 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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Recordé que, como en las otras islas del Mediterráneo, los fenicios se habían establecido en ella. Es decir, se trata de una cultura como la fenicia, laberíntica, rodeada de agua, que adoraba a la luna. Miré las formas de la pared.

—¿Por qué estaba el hacha grabada en el tablero? —pregunté a Lily, aunque intuía la respuesta—. ¿Cuál era la conexión, según Mordecai?

Aunque yo estaba preparada, las palabras de Lily me produjeron el mismo estremecimiento que la forma blanca suspendida sobre mi cabeza.

—Ahí está la clave de todo —respondió con voz queda—. Es para matar al rey.

El hacha sagrada se usaba para matar al rey. El ritual siempre había sido el mismo, desde el principio de los tiempos. El juego del ajedrez era una simple representación. ¿Por qué no me había dado cuenta antes?

Kamel me había aconsejado que leyera el Corán. Y el día que llegué a Argel Sharrif había mencionado la importancia de la fecha de mi cumpleaños en el calendario islámico, que, como la mayoría de los calendarios más antiguos, era lunar, o basado en los ciclos de la luna. Sin embargo, yo no había visto la relación.

El rito era el mismo para todas las civilizaciones cuya supervivencia dependía del mar y, en consecuencia, de esa diosa lunar que provocaba las mareas, que hacía crecer y menguar las aguas de los ríos. Una diosa que exigía un sacrificio sangriento. Se elegía a un hombre para que la desposara como rey, pero el término de su reinado estaba estrictamente determinado por el rito. Gobernaba durante un Gran Año —es decir, ocho años—, el tiempo necesario para que los calendarios lunar y solar coincidieran. Cien meses lunares equivalían a ocho años solares. Al término de ese tiempo, se sacrificaba al rey para aplacar a la diosa, y con la luna nueva se elegía otro.

Este rito de muerte y renacimiento se celebraba siempre en primavera, cuando el sol se hallaba entre las constelaciones zodiacales de Aries y Tauro; o sea, según los cálculos modernos, el 4 de abril. ¡Ese era el día en que mataban al rey!

Este era el ritual de la triple diosa Kar, a quien adoraban desde Karkemish a Carcassone, desde Cartago a Jartum. Su nombre se escucha todavía hoy en los dólmenes de Karnak, en las cuevas de Karlsbad y Karelia, a través de los Cárpatos.

Mientras iluminaba su forma monolítica, las palabras que derivaban de su nombre se agolpaban en mi cabeza. ¿Por qué no había reparado en ello antes? Su nombre aparecía en «carmín», «cardinal» y «cardíaco»; en «carnal», «carnívoro» y «karma», el eterno ciclo de encarnación, transformación y olvido. Ella era la palabra hecha carne, la vibración del destino enroscada como kundalini en el centro mismo de la vida: la caracola o fuerza espiral que constituía el propio universo. Suya era la fuerza liberada por el ajedrez de Montglane.

Me volví hacia Lily sujetando la linterna con mano temblorosa y nos abrazamos en busca de calor, mientras la fría luz de la luna caía sobre nosotras como una ducha helada.

—Sé adónde apunta la lanza —susurró Lily señalando la pintura de la pared—. No indica la luna… esa no es la señal. Es algo iluminado por la luna, en lo alto de aquel risco.

Estaba tan asustada como yo ante la perspectiva de trepar hasta allí en plena noche. Debía de tener unos ciento veinte metros de altura.

—Tal vez —dije—, pero en mi profesión tenemos un lema: «No trabajes mucho; trabaja con inteligencia». Tenemos el mensaje. Sabemos que las piezas están por aquí. Pero el mensaje dice más que eso… y tú has adivinado qué es.

—¿De veras? —preguntó abriendo los ojos de par en par—. ¿Qué es?

—Mira a la dama de la pared —le dije—. Conduce el carro de la luna a través de un mar de antílopes. No los ve… mira hacia otro lado y su lanza apunta al cielo, pero ella no está mirando al cielo…

—¡Está mirando directamente a la montaña! —exclamó Lily—. ¡Lo que buscamos está dentro de ese risco! —Su entusiasmo remitió enseguida—. ¿Y qué tenemos que hacer…? ¿Volar el peñasco? Lo siento, pero olvidé guardar la nitroglicerina en la maleta.

—Sé razonable —dije—. Estamos en el Bosque de Piedra. ¿Cómo crees que esas rocas espiraladas llegaron a adquirir la forma de árboles? La arena no corta la piedra de esa manera, por mucho que la azote; lo que hace es desgastarla, pulirla. Lo único capaz de dar forma a la roca es el agua. Esta meseta fue formada por ríos o mares subterráneos. Ninguna otra cosa podría darle este aspecto. El agua perfora la piedra… ¿entiendes lo que quiero decir?

—¡Un laberinto! —exclamó Lily—. ¡Quieres decir que dentro de ese risco hay un laberinto! ¡Por eso pintaron a la diosa como un labrys al lado! Es un mensaje, como una señal de carretera. La lanza apunta hacia arriba. Eso significa que el agua debió de formarlo en lo alto del risco.

—Tal vez —dije, no muy convencida—. Fíjate en esta pared, en la forma que tiene. Se curva hacia dentro, como un cuenco. Es así como el mar erosiona los acantilados. Es así como se forman las grutas marinas. Puedes verlo en cualquier costa, desde Carmel hasta Capri. Creo que la entrada está aquí abajo. Al menos deberíamos comprobarlo antes de matarnos trepando por ahí.

Lily cogió la linterna y caminamos tanteando las paredes del risco durante media hora. Había varias grietas, pero ninguna lo bastante grande para permitir el paso. Empezaba a pensar que mi idea no daría ningún fruto, cuando vi un lugar de la lisa roca donde se formaba una hendidura. Por suerte, metí la mano. La abertura, en lugar de cerrarse, como parecía, al otro lado, seguía internándose. Noté que la piedra se curvaba hacia atrás como si fuera a unirse a la otra roca… pero no lo hacía.

—Creo que lo he encontrado —anuncié antes de desaparecer en la oscuridad de la hendidura.

Lily me siguió con la linterna. Se la quité cuando llegó a mi lado para iluminar la superficie de la roca. La grieta se adentraba cada vez más en el risco descubriendo una espiral.

Ambas paredes parecían enrollarse una en torno a la otra, como las espirales de un nautilos, y nosotras caminábamos entre ellas. Pronto reinó tal oscuridad que el débil haz de la linterna apenas iluminaba unos pocos centímetros.

De pronto se oyó un estruendo que me sobresaltó. Enseguida comprendí que era Carioca, que, dentro de mi bolso, había soltado un ladrido. Había retumbado como el rugido de un león.

—Esta cueva es más grande de lo que parece —comenté a Lily, sacando a Carioca—. El eco ha llegado muy lejos.

—No lo saques. Puede haber arañas… o serpientes.

—Si crees que voy a permitir que mee en mi bolso, te equivocas —repuse—. Además, si se trata de serpientes… mejor él que yo.

Lily me fulminó con la mirada. Dejé a Carioca en el suelo, donde de inmediato hizo sus necesidades. Miré a Lily con una ceja levantada y después examiné el sitio.

Recorrimos lentamente la cueva, que solo tenía nueve metros de longitud, pero no encontramos nada. Al cabo de un rato Lily extendió las mantas en el suelo y se sentó.

—Tienen que estar aquí —dijo—. Resulta demasiado perfecto que hayamos encontrado este lugar, aunque no sea exactamente el laberinto que imaginaba. —De pronto se incorporó—. ¿Dónde está Carioca? —preguntó.

Miré en torno. Carioca había desaparecido.

—Dios mío —dije, tratando de mantener la calma—. Solo hay una salida… por donde entramos. ¿Por qué no lo llamas?

Lo hizo.

Después de un largo y tenso silencio oímos sus ladridos. Procedían de la sinuosa entrada, para nuestro alivio.

—Iré a buscarlo —anuncié.

Lily se puso en pie.

—Ni hablar —dijo, y su voz resonó en la penumbra—. No vas a dejarme sola en la oscuridad.

Eché a andar, con Lily pegada a la espalda, lo que tal vez explique por qué se desplomó sobre mí cuando caímos por el agujero. Pareció que tardábamos una eternidad en llegar al fondo.

Cerca del final de la entrada en forma de espiral, oculta a la vista cuando entramos arrimadas a la pared, había una empinada pendiente rocosa que descendía casi diez metros. Cuando logré sacar mi magullado cuerpo de debajo del peso de Lily, dirigí la linterna hacia arriba. La luz se reflejó en la roca cristalizada de las paredes y los techos. Era la cueva más grande que había visto. Nos quedamos allí sentadas, contemplando la multitud de colores, mientras Carioca saltaba alegremente alrededor, tan pancho después de la caída.

—¡Buen trabajo! —exclamé, dándole palmaditas en la cabeza—. ¡De vez en cuando es una suerte que seas tan patoso, peludo amigo!

Me puse en pie y me sacudí la ropa mientras Lily recogía las mantas y los objetos que habían caído de mi bolso. Miramos boquiabiertas la enorme cueva. Cualquiera que fuese el lugar que ilumináramos, parecía no tener fin.

—Creo que tenemos problemas. —La voz de Lily surgió de la oscuridad que había a mis espaldas—. Se me ocurre que la rampa por la que hemos caído es demasiado empinada para que subamos por ella sin ayuda. También se me ocurre que en este lugar podríamos perdernos, a menos que dejemos un rastro de migas de pan.

Tenía razón en ambos casos… pero mi cerebro se mostraba muy activo.

—Sentémonos a pensar —le dije, fatigada—. Trata de recordar alguna pista y yo intentaré pensar cómo podemos salir de aquí.

Entonces oí un sonido, una especie de susurro, como hojas secas arrastradas por el viento en un callejón vacío.

Empecé a pasear la luz de la linterna por la cueva. De pronto Carioca comenzó a dar saltos y a ladrar nerviosamente mirando hacia el techo, y un grito ensordecedor como los aullidos de mil arpías asaltó mis oídos.

—¡Las mantas! —grité a Lily—. ¡Coge las malditas mantas!

Atrapé a Carioca, que seguía brincando, lo sujete bajo el brazo, me lancé sobre Lily y le arranqué las mantas de las manos en el momento en que empezó a gritar. Arrojé una manta sobre su cabeza, traté de cubrirme y me arrodillé en el instante en que atacaron los murciélagos.

A juzgar por el ruido que armaban había miles. Lily y yo nos agachamos mientras se estrellaban contra las mantas como pequeños kamikazes: tump, tump, tump. Yo oía los gritos de Lily por encima del ruido de sus alas. Se estaba poniendo histérica y Carioca se retorcía frenéticamente en mis brazos. Parecía querer liquidar él solo toda la población de murciélagos del Sahara; sus agudos ladridos y los alaridos de Lily retumbaban en las altas paredes.

—¡Odio los murciélagos! —aulló histérica Lily, aferrada a mi brazo, mientras yo la arrastraba por la cueva mirando por debajo de la manta para ver el terreno—. ¡Los odio! ¡Los odio!

—Tampoco ellos parecen tenerte mucho afecto —grité por encima del estruendo.

Sabía que los murciélagos no nos harían ningún daño a menos que se enredaran en los cabellos o estuvieran rabiosos.

Corríamos medio agachadas hacia una de las arterias de la enorme cueva, donde Carioca se soltó y empezó a correr. Los murciélagos seguían apareciendo por todas partes.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Carioca! ¡Vuelve!

Sosteniendo la manta sobre mi cabeza, solté a Lily y lo perseguí. Mientras corría, agitaba la linterna con la esperanza de asustar a los murciélagos con su luz.

—¡No me dejes! —gritó Lily.

Oí sus pisadas sobre los pedruscos del suelo. Yo corría cada vez más rápido, pero Carioca desapareció tras un recodo.

Los murciélagos se habían ido. Ante nosotras se extendía una cueva larga, como un corredor, y no se oía nada. Me volví hacia Lily, que estaba encogida detrás de mí, temblando, con la manta sobre la cabeza.

—Ha muerto —gimoteó, buscando a Carioca con la mirada—. Lo has soltado y lo han matado. ¿Qué vamos a hacer? —Su voz era débil a causa del miedo—. Tú siempre sabes qué hacer. Harry dice…

—Me importa un comino lo que dice Harry —le espeté.

Me estaba dejando invadir por el pánico, pero traté de serenarme haciendo unas inhalaciones profundas. En realidad no había por qué ponerse nervioso. ¿Acaso Huckleberry Finn no había salido de una cueva parecida? ¿O era Tom Sawyer? Empecé a reír.

—¿De qué te ríes? —preguntó histérica Lily—. ¿Qué vamos a hacer?

—En primer lugar, apagar la linterna —respondí— para no quedarnos sin pilas en este lugar dejado de la mano de…

Entonces lo vi.

Al fondo del corredor donde estábamos había un débil resplandor. Era muy tenue pero, en aquella oscuridad, era como la brillante luz de un faro sobre un mar invernal.

—¿Qué es eso? —preguntó Lily.

Nuestra esperanza de salvarnos, pensé. La cogí del brazo y echamos a andar hacia allí. ¿Era posible que la cueva tuviera otra entrada?

No sé cuánto caminamos. En la oscuridad se pierde el sentido del tiempo y el espacio. Avanzamos hacia el débil resplandor sin linterna, a través de la cueva silenciosa, durante lo que pareció un lapso muy largo. El resplandor era cada vez más intenso. Por fin, llegamos a un recinto de dimensiones magníficas, de unos quince metros de altura, con las paredes cubiertas de formas que irradiaban un brillo extraño. Por un agujero abierto en el techo entraba la maravillosa luz de la luna. Lily empezó a llorar.

—Nunca pensé que me sentiría tan feliz de ver el cielo —sollozó.

No podía estar más de acuerdo con ella. El alivio me recorrió como una droga. Me estaba preguntando cómo conseguiríamos ascender aquellos quince metros para alcanzar el agujero del techo, cuando oí unos soplidos inconfundibles. Encendí la linterna. Allí en un rincón, cavando como para desenterrar un hueso, estaba Carioca.

Lily iba a correr hacia él, pero la retuve. ¿Qué estaba haciendo el perro? Ambas lo miramos bajo la extraña luz.

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