Authors: Katherine Neville
Cogí la jarra de cerveza y salí a la terraza. Contemplé el oscuro jardín que, como había dicho el camarero, se extendía entre el hotel y el mar como un laberinto. Había senderos de grava blanca que separaban arriates de cactus, flores y arbustos, plantas tropicales y del desierto, todo mezclado.
En el extremo del jardín que bordeaba la playa había una terraza de mármol con una piscina enorme que resplandecía como una turquesa a causa de las lámparas que la iluminaban por debajo del agua. Entre la piscina y el mar se extendían varios muros blancos y curvos unidos por arcos de formas extrañas, a través de los cuales se veía la playa de arena y las blancas olas que iban y venían. Junto a la pared que recordaba una telaraña, se levantaba una torre de ladrillos con cúpula bulbiforme, de esas desde las cuales el muecín llama a la oración vespertina.
Cuando volvía la mirada hacia el jardín lo vi. Fue solo un atisbo, una luz parpadeante que venía de la piscina, el reflejo en los radios de la rueda de una bicicleta. Después desapareció detrás del follaje.
Me quedé inmóvil en lo alto de la escalera, observando el jardín, la piscina y la playa, y con el oído aguzado. Pero no percibí sonido alguno. Ni un movimiento. De pronto alguien apoyó la mano en mi hombro. Casi me desplomo.
—Perdón, madame —dijo el camarero mirándome con expresión extraña—. El conserje me ha pedido que le informe de que esta tarde, antes de su llegada, recibió correspondencia para usted. Había olvidado mencionarlo. —Me tendió un sobre que parecía un télex y un periódico envuelto en papel marrón—. Le deseo una feliz velada —dijo, antes de retirarse.
Volví a mirar el jardín. Tal vez la imaginación me jugaba una mala pasada. Al fin y al cabo, aunque hubiera visto lo que creía haber visto, la gente va en bicicleta tanto en Argel como en cualquier otro lugar.
Regresé al salón iluminado y me senté con mi cerveza. Abrí el télex, que rezaba: «Lee el periódico. Sección G5». No llevaba firma, pero cuando desenvolví el periódico supuse quién lo había enviado. Era la edición dominical del New York Times. ¿Cómo había llegado tan rápido? Los caminos de las Hermanas de la Misericordia eran extraños y misteriosos.
Busqué la sección G5. Deportes. Había un artículo sobre el torneo de ajedrez.
TORNEO DE AJEDREZ CANCELADO.
DUDAS SOBRE EL SUICIDIO
DE UN GRAN MAESTRO
El suicidio la semana pasada del maestro Antony Fiske, que causó consternación en los círculos ajedrecísticos de Nueva York, será investigado por el Departamento de Homicidios de la policía de la ciudad. En una declaración hecha pública hoy, el juez de instrucción afirma que es imposible que el maestro británico, de sesenta y siete años, muriera por su propia mano. La muerte se debió a «una fractura cervical, resultado de la presión simultánea ejercida sobre la vértebra prominente (C7) y debajo de la barbilla». Según el médico del torneo, doctor Osgood, que fue el primero en examinar a Fiske y en expresar sus sospechas con relación a la causa del fallecimiento, es imposible que un hombre se produzca esa fractura, «a menos que esté de pie a su propia espalda mientras se rompe el cuello».
Alexander Solarin, gran maestro ruso, estaba jugando una partida con Fiske cuando observó el «extraño comportamiento» de este. La embajada soviética ha solicitado inmunidad diplomática para el polémico maestro, que una vez más ha desatado un gran escándalo al rechazarla. (Véase artículo en página A6.) Solarin fue la última persona que vio a Fiske con vida y ha prestado declaración ante la policía.
El patrocinador del torneo, John Hermanold, ha emitido un comunicado de prensa para explicar los motivos que le han llevado a cancelar el torneo. En dicho comunicado afirma que el gran maestro Fiske llevaba largo tiempo luchando contra su drogadicción, y señala que los informantes policiales que conocen los ambientes del tráfico de drogas podrían dar pistas posibles para el homicidio.
Para ayudar a la investigación, los coordinadores del torneo han proporcionado a la policía el nombre y dirección de las 63 personas, incluidos jueces y jugadores, que estaban presentes el domingo en la sesión a puerta cerrada en el Metropolitan Club.
(Para un análisis a fondo, véase la edición del Times del domingo próximo: «Antony Fiske, vida de un gran maestro».)
Así pues, se había descubierto todo el pastel y el Departamenteo de Homicidios de Nueva York investigaba. Me emocionó enterarme de que mi nombre estaba ahora en manos de la poli de Manhattan. Por otro lado, me sentí aliviada de que no pudieran hacer nada al respecto, salvo pedir mi extradición desde el norte de África. Me pregunté si Lily también habría escapado de la investigación. Indudablemente, Solarin no había podido. Pasé a la página A6 para obtener más detalles.
Me sorprendió encontrar una «Entrevista exclusiva» a dos columnas con este provocativo títular: «LOS SOVIÉTICOS NIEGAN SU INTERVENCIÓN EN LA MUERTE DEL GRAN MAESTRO BRITÁNICO». Me salté la paja, donde se describía a Solarin como un jugador carismático y misterioso, se resumía su carrera y se informaba de su brusca salida de España. El núcleo de la entrevista me dio más datos de los que esperaba.
En primer lugar, no era Solarin quien había negado la intervención de los soviéticos. Hasta ese momento no recordé que segundos antes del crimen él estaba solo en el lavabo con Fiske. En cambio los soviéticos lo tenían muy presente y, en un ataque de histeria, habían pedido la inmunidad diplomática. Solarin la había rechazado (sin duda conocía muy bien el procedimiento) y había manifestado su deseo de cooperar con las autoridades locales. Reí al leer su respuesta a la pregunta sobre la posible adicción a las drogas de Fiske: «Tal vez John [Hermanold] tenga información de primera mano. La autopsia no revela la presencia de sustancias químicas en su organismo». Sus palabras daban a entender que Hermanold era un mentiroso o un camello.
Cuando leí la descripción que Solarin ofrecía del crimen me quedé atónita. Según su testimonio, era prácticamente imposible que alguien, salvo él mismo, entrara en el lavabo para matar a Fiske. No había habido tiempo ni oportunidad, porque Solarin y los jueces habían cerrado el único camino de huida. Deseé conocer con más detalle el lugar de los hechos. Si lograba encontrar a Nim, todavía era posible. Mi amigo podía ir al club y pasarme la información.
Mientras tanto, me estaba entrando sueño. Mi reloj interior decía que eran las cuatro de la tarde en Nueva York. Cogí la llave y el correo y bajé por los escalones que daban al jardín. Pronto encontré la ipomea, de penetrante perfume, con su negro follaje lustroso, que trepaba por el muro. Sus flores, en forma de trompetas, eran como azucenas abiertas a la luz de la luna que despedían un olor intenso y sensual.
Subí los pocos escalones que llevaban a mi habitación y abrí la puerta. Las lámparas ya estaban encendidas. Era una habitación grande con suelo de baldosas de cerámica, paredes estucadas y amplias puertaventanas, desde donde se veía el mar detrás de la ipomea. Había una cama con gruesa colcha de lana, como la piel de una oveja, una alfombrilla del mismo material y escasos muebles.
El baño tenía una gran bañera, un lavabo, un inodoro y un bidet. No había ducha. Abrí el grifo y salió un agua rojiza. La dejé correr varios minutos, pero no cambió de color ni se calentó. Estupendo. Podía ser divertido bañarse en agua helada del color de la herrumbre.
Sin cerrar el grifo, regresé a la habitación y abrí el armario. Dentro estaba mi ropa, cuidadosamente colgada, y las maletas apiladas en el fondo. Pensé que al parecer en ese lugar disfrutaban revisando las pertenencias de otros. De todos modos, no había nada en mi equipaje que deseara ocultar. La desaparición de mi cartera en el edificio de la ONU me había enseñado una lección.
Descolgué el auricular y di al operador del hotel el número del ordenador de Nim en Nueva York. Me dijo que me llamaría en cuanto hiciese la conexión. Me desnudé y volví al lavabo. La bañera tenía ocho centímetros de limaduras de hierro. Suspirando, me sumergí en aquella porquería y me senté lo más dignamente posible.
Me enjaboné y, cuando me aclaraba, el teléfono empezó a sonar. Me envolví en una toalla raída, regresé al dormitorio y descolgué el auricular.
—Lo siento muchísimo —dijo el operador—, pero su número no contesta.
—¿Cómo es posible? —pregunté—. Es pleno día en Nueva York y es un teléfono comercial. Además, el ordenador de Nim estaba conectado las veinticuatro horas.
—No, madame, es la city la que no contesta.
—¿La city? ¿La ciudad de Nueva York no contesta? —No podían haberla borrado del mapa en un día—. No habla en serio. ¡En Nueva York hay diez millones de personas!
—Tal vez la operadora se haya ido a la cama, madame —razonó con calma—. O ya que dice que es de día, se habrá ido a comer.
Bienvenue en Algérie, pensé. Di las gracias al operador, colgué y recorrí la habitación apagando las lámparas. Después fui hacia los ventanales y los abrí para que la fragancia de la ipomea llenara el dormitorio.
Me quedé un rato mirando las estrellas sobre el mar. Parecían tan remotas y frías como piedras pegadas a una tela azul marino. Y sentí cuán lejos me encontraba yo, la gran distancia que me separaba de la gente y las cosas que conocía. Cómo había entrado, sin sentirlo, en otro mundo.
Finalmente volví a entrar. Me deslicé entre las sábanas húmedas y me dormí, mirando las estrellas suspendidas sobre la costa del continente africano.
Cuando oí el primer ruido y abrí los ojos en la oscuridad, pensé que había estado soñando. La esfera luminosa del reloj que había junto a la cama señalaba las doce y veinte. En mi apartamento de Nueva York no había reloj, de modo que comprendí dónde estaba y di media vuelta para volver a dormir. Entonces oí de nuevo el ruido al otro lado de la ventana: el chirrido lento y metálico de las ruedas de una bicicleta.
Como una idiota, había dejado abierta la ventana que daba al mar. Allí, oculta entre las hojas de la ipomea e iluminada por la luna, distinguí la silueta de un hombre, con una mano en el manillar de una bicicleta. ¡De modo que no había sido mi imaginación!
Mientras me levantaba de la cama y caminaba sigilosamente en la oscuridad hacia la ventana para cerrarla, percibí los latidos lentos y sonoros de mi corazón. Comprendí al instante que había dos problemas: para empezar, no tenía idea de dónde estaban los cerrojos de la ventana (caso de que existieran) y, en segundo lugar, estaba desnuda. Maldición. Ya era demasiado tarde para saltar por el dormitorio buscando un camisón, así que corrí hacia la pared más alejada de la ventana, me pegué a ella y traté de ver los malditos pestillos.
En ese momento oí crujir la gravilla y vi que la silueta avanzaba hacia la ventana y apoyaba la bicicleta contra la pared.
—No sabía que durmiera desnuda —susurró.
Era imposible confundir el suave acento eslavo. Era Solarin. Sentía el rubor que me cubría todo el cuerpo y despedía calor en la oscuridad. Hijo de puta.
Estaba pasando la pierna por el alféizar. ¡Dios mío, estaba entrando! Corrí hacia la cama, tiré de una sábana y me envolví en ella.
—¿Qué demonios haces aquí? —exclamé, mientras él entraba en la habitación, cerraba las ventanas y pasaba los cerrojos.
—¿No recibiste mi nota? —preguntó cerrando los postigos. Luego se acercó a mí en la oscuridad.
—¿Sabes qué hora es? —balbuceé yo mientras él se aproximaba—. ¿Cómo has llegado aquí? Ayer estabas en Nueva York…
—Tú también —dijo Solarin encendiendo la luz. Me miró de arriba abajo con una sonrisa y se sentó sin pedir permiso en el borde de mi cama, como si fuera el dueño del lugar—. Ahora estamos los dos aquí. Solos. En este encantador paraje costero. Es muy romántico, ¿no te parece? —Sus ojos verdes con reflejos plateados destellaron a la luz de la lámpara.
—¡Romántico! —bufé, envolviéndome dignamente en la sábana—. ¡No quiero que te acerques a mí! Cada vez que te veo, se cargan a alguien…
—Ten cuidado —dijo—, a veces las paredes oyen. Vístete. Te llevaré a un lugar donde podamos hablar.
—Debes de estar loco —dije—. ¡No pienso salir de aquí, y menos contigo! Además…
Solarin se puso en pie y, acercándose rápidamente, cogió un pico de la sábana como si fuera a arrancármela. Me miraba con una sonrisa irónica.
—Vístete o te vestiré yo mismo —dijo.
Sentí que el rubor me cubría el cuello. Me liberé, fui hasta el armario con la mayor dignidad posible y cogí algunas prendas. Después me encaminé presurosa hacia el lavabo para vestirme. Cuando cerré la puerta de un golpe, estaba furiosa. El cabrón pensaba que podía salir de la nada, despertarme con un sobresalto e intimidarme para que… Si al menos no hubiera sido tan guapo.
Pero ¿qué quería? ¿Por qué me perseguía así… por medio mundo? ¿Y qué estaba haciendo con esa bicicleta?
Me puse unos vaqueros, un holgado jersey rojo de cachemir y mis viejas alpargatas. Cuando salí, Solarin estaba sentado sobre la cama jugando al ajedrez en el tablero magnético de Lily, que sin duda había encontrado hurgando en mis pertenencias. Levantó la mirada y sonrió.
—¿Quién gana? —pregunté.
—Yo —dijo con seriedad—. Siempre gano.
Se puso en pie tras echar un último vistazo al tablero. Después fue hacia el armario, sacó una chaqueta y me ayudó a ponérmela.
—Estás muy guapa —observó—. No tan atractiva como con el atuendo anterior, pero este conjunto es más apropiado para un paseo de medianoche por la playa.