El ocho (87 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—Te amo —dijo. Era la primera vez que pronunciaba esas palabras.

—Tu amor nos ha dado un hijo —susurró Mireille mirándolo a la luz de la luna que entraba por las ventanas.

Él pensó que su corazón iba a romperse.

—Tendremos otro —dijo, y sintió que la pasión lo sacudía como una tormenta.

—Las enterré —explicó Talleyrand. Estaban sentados a la mesa lacada del salón anexo al dormitorio—. En el Monte Verde de América… aunque, en honor a la verdad, Courtiade intentó convencerme de que no lo hiciera. Él tenía más fe que yo. Creía que seguías con vida.

Talleyrand sonrió a Mireille, sentada con el cabello desordenado, envuelta en su bata, al otro lado de la mesa. Era hermosísima y ansiaba volver a poseerla allí, pero entre ellos estaba sentado el conservador Courtiade, que doblaba cuidadosamente su servilleta.

—Courtiade —prosiguió Talleyrand, tratando de apaciguar la urgencia de su deseo—, al parecer tengo un hijo… un varón. Se llama Charlot, como yo. —Se volvió hacia Mireille—. ¿Y cuándo veré a este pequeño prodigio?

—Pronto —respondió Mireille—. Ha ido a Egipto, donde se encuentra el general Bonaparte. ¿Hasta qué punto conocéis a Napoleone?

—Fui yo quien lo convenció de ir allí, o al menos eso me hizo creer. —Describió brevemente su reunión con Bonaparte y David—. Así me enteré de que podías estar viva y de que estuviste embarazada. David me contó lo de Marat. —La miró con expresión seria y Mireille meneó la cabeza como para librarse de ese recuerdo—. Hay algo que deberías saber —añadió Talleyrand mirando a Courtiade—. Hay una mujer… llamada Catherine Grand. Está implicada de alguna manera en la búsqueda del ajedrez de Montglane. David me dijo que Robespierre la llamaba la Reina Blanca…

Mireille había palidecido y apretaba el cuchillo de la mantequilla como si fuera a partirlo. Permaneció unos minutos callada, incapaz de hablar. Tenía los labios tan blancos que Courtiade le llenó la copa de champán. Mireille miró a Talleyrand a los ojos.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

Él bajó la vista al plato y después fijó en ella sus francos ojos azules.

—Si anoche no te hubiera encontrado en mi carruaje —dijo despacio—, estaría en mi cama.

Permanecieron en silencio, Courtiade con la vista baja y Talleyrand mirando fijamente a Mireille. Al cabo ella dejó el cuchillo en la mesa y, apartando la silla, se puso de pie y fue hacia las ventanas. Talleyrand se levantó para seguirla, se detuvo a sus espaldas y la rodeó con sus brazos.

—He tenido muchas mujeres —murmuró con el rostro hundido en sus cabellos—. Creía que estabas muerta. Después, cuando supe que no lo estabas… Si la vieras, lo comprenderías.

—La he visto —repuso Mireille con voz inexpresiva. Se volvió para mirarlo a los ojos—. Esa mujer está detrás de todo. Tiene ocho piezas…

—Siete —dijo Talleyrand—. Yo tengo la octava.

Mireille quedó estupefacta.

—La enterramos en el bosque junto con las otras —explicó él—. Mireille, hice bien en esconderlas, en librarnos de esa espantosa maldición. Una vez, yo también quise el ajedrez de Montglane… Jugué contigo y con Valentine esperando ganarme vuestra confianza, pero al final tú ganaste mi amor. —La cogió por los hombros. No podía adivinar los pensamientos que se atropellaban en la mente de Mireille—. Te digo que te amo —agregó—. ¿Debemos dejarnos arrastrar hacia ese pozo de odio? ¿No nos ha costado ya bastante ese juego…?

—Demasiado —afirmó Mireille con amargura mientras se apartaba de él—. Demasiado para perdonar y olvidar. Esa mujer ha asesinado a cinco monjas a sangre fría. Era responsable junto a Marat y Robespierre… de la ejecución de Valentine. Olvidas que yo la vi morir… ¡degollada como un animal! —Tenía los ojos vidriosos, como por efecto de una droga—. Vi morir a todos… a Valentine, a la abadesa, a Marat. ¡Charlotte Corday dio la vida por mí! La traición de esta mujer no quedará sin castigo. ¡Te digo que conseguiré las piezas cueste lo que cueste!

Talleyrand había retrocedido un paso y la miraba con lágrimas en los ojos. No advirtió que Courtiade se levantaba y atravesaba la habitación para poner una mano sobre su brazo.

—Monseñor, mademoiselle Mireille tiene razón —susurró—. Por más que deseemos la felicidad, por más que miremos hacia otro lado, este juego no terminará hasta que se reúnan todas las piezas y se entierren. Lo sabéis tan bien como yo. Es preciso detener a madame Grand.

—¿No se ha derramado bastante sangre? —preguntó Talleyrand.

—Ya no deseo venganza —dijo Mireille recordando la horrible cara de Marat mientras le indicaba dónde debía clavar el cuchillo—. Quiero las piezas… El juego debe terminar.

—Ella me dio esa pieza por propia voluntad —explicó Talleyrand—. Ni siquiera la fuerza bruta podrá convencerla de que se separe de las otras.

—Según la ley francesa, si te casaras con ella —dijo Mireille—, todas sus propiedades serían tuyas. Ella te pertenecería.

—¡Casarme! —exclamó Talleyrand retrocediendo de un salto como si se hubiera quemado—. Pero yo te amo a ti, Mireille. Además, soy obispo de la Iglesia católica. Con o sin sede, estoy sometido de por vida a la ley romana… no a la francesa.

Courtiade carraspeó.

—Monseñor podría obtener la dispensa papal —apuntó cortésmente—. Creo que hay precedentes.

—Por favor, Courtiade, no olvides a quién sirves —le espetó Talleyrand—. Es imposible. Después de todo lo que has dicho de esa mujer, ¿cómo podéis proponer los dos semejante cosa? Venderíais mi alma por siete miserables piezas.

—Por terminar de una vez por todas con este juego —repuso Mireille con un brillo intenso en los ojos—, yo vendería la mía.

El Cairo, Egipto, febrero de 1799

Shahin hizo arrodillar a su camello cerca de las grandes pirámides de Gizeh y dejó que el pelirrojo Charlot se deslizara al suelo. Tan pronto como llegaron a Egipto quiso llevar al niño a ese lugar sagrado. Observó cómo corría por la arena hasta la base de la Esfinge y empezaba a trepar por su pata gigantesca. Después desmontó y lo siguió mientras sus negras ropas ondeaban con la brisa.

—Esta es la Esfinge —le explicó Shahin cuando llegó a su lado. Con casi seis años, el niño hablaba con fluidez el bereber y el árabe, además del francés materno, de modo que Shahin conversaba libremente con él—. Una figura antigua y misteriosa, con el torso y la cabeza de una mujer, y el cuerpo de un león. Está sentada entre las constelaciones de Leo y Virgo, donde descansa el sol durante el equinoccio de verano.

—Si es una mujer —dijo Charlot alzando la mirada hacia la gran figura de piedra—, ¿por qué tiene barba?

—Es una gran reina, la Reina de la Noche —contestó Shahin—. Su planeta es Mercurio, el dios de la curación. La barba muestra su enorme poder.

—Mi madre es una gran reina, tú me lo dijiste —observó Charlot—, pero no tiene barba.

—Tal vez no quiera exhibir su poder —repuso Shahin.

Contemplaron la extensión de arena. A lo lejos veían las tiendas del campamento del que habían salido. En torno a ellos, las pirámides gigantescas se alzaban en la luz dorada, dispersas en la planicie como bloques de un juego de construcción infantil. Charlot miró a Shahin con sus ojos azules muy abiertos.

—¿Quién las puso ahí? —preguntó.

—Muchos reyes durante muchos miles de años —respondió Shahin—. Esos reyes eran grandes sacerdotes. Así los llamamos en árabe, kahin, el que conoce el futuro. Los fenicios, babilonios y habiru, a los que tú llamas hebreos, denominan kohen al sacerdote, y en mi lengua, el bereber, lo llamamos kahuna.

—¿Eso es lo que soy? —preguntó Charlot mientras Shahin lo ayudaba a bajar de la pata de la Esfinge.

Un grupo de jinetes avanzaba hacia ellos desde el campamento levantando nubes de polvo dorado.

—No —contestó Shahin—. Tú eres más que eso.

Cuando los caballos se detuvieron, el joven jinete que iba al frente descabalgó y echó a andar hacia ellos quitándose los guantes. La larga melena castaña le caía sobre los hombros. Mientras sus compañeros desmontaban, se detuvo frente a Charlot e hincó una rodilla en el suelo.

—De modo que aquí estás —dijo el joven. Llevaba los pantalones ajustados y la chaqueta de cuello alto del ejército francés—. ¡El hijo de Mireille! Jovencito, soy el general Bonaparte, un amigo de tu madre. ¿Por qué no ha venido contigo? En el campamento me dijeron que habías venido solo y me buscabas.

Napoleón puso la mano en el cabello rojo de Charlot y lo acarició. Después metió los guantes en el cinturón, se puso en pie e hizo una reverencia a Shahin.

—Y vos debéis ser Shahin —dijo sin esperar la respuesta del niño—. Angela-Maria di Pietrasanta, mi abuela, me ha hablado a menudo de vos como de un gran hombre. Creo que fue ella quien os envió a la madre del niño. Deben de haber pasado cinco años o más…

Shahin apartó el velo de su boca.

—Al-Kalim trae un mensaje muy urgente —murmuró—. Solo vos debéis oírlo.

—Venid, venid —dijo Napoleón haciendo señas a sus soldados—. Estos son mis oficiales. Al amanecer partiremos hacia Siria… un viaje duro. Sea lo que sea podrá esperar hasta esta noche. Seréis mis invitados en la cena en el palacio del bey. —Se volvió dispuesto a irse, pero Charlot cogió su mano.

—Esta campaña es aciaga —afirmó el niño. Napoleón se volvió hacia él, estupefacto, pero Charlot no había concluido—. Veo hambre y sed. Morirán muchos hombres y no se ganará nada. Debéis volver de inmediato a Francia. Allí os convertiréis en un gran gobernante. Tendréis mucho poder. Pero solo durará quince años. Después terminará…

Napoleón apartó su mano mientras sus oficiales se removían incómodos. Luego el joven general echó la cabeza hacia atrás y rió.

—Me han dicho que te llaman el Pequeño Profeta —dijo sonriendo a Charlot—. En el campamento afirman que dijiste muchas cosas a los soldados: cuántos hijos tendrían, en qué batallas encontrarían la gloria o la muerte. Desearía que fuese posible adivinar el futuro. Si los generales fueran profetas, podrían evitar muchas emboscadas.

—Una vez hubo un general que era también un profeta —susurró Shahin—. Se llamaba Mahoma.

—Yo también he leído el Corán, amigo mío —repuso Napoleón sin dejar de sonreír—. Él luchaba por la gloria de Dios. Nosotros, pobres franceses, solo luchamos por la gloria de Francia.

—Quienes deben tener cuidado son los que luchan por su propia gloria —dijo Charlot.

Napoleón oyó a sus espaldas los murmullos de los oficiales y miró enfadado a Charlot. Su sonrisa se había desvanecido. Una emoción que luchaba por controlar ensombrecía su rostro.

—No permitiré que un niño me insulte —masculló. Luego alzó la voz para agregar—: Dudo que mi gloria sea tan resplandeciente o se extinga tan rápido como pareces creer, mi joven amigo. Al amanecer emprenderé la marcha a través del Sinaí, y solo las órdenes de mi gobierno podrían adelantar mi regreso a Francia.

Dando la espalda a Charlot, se acercó a su caballo y tras montar, ordenó a un oficial que llevara a Shahin y Charlot al palacio de El Cairo a tiempo para la cena. Después se alejó solo, mientras los otros lo contemplaban.

Shahin dijo a los desconcertados soldados que irían por su cuenta al palacio, que el niño todavía no había visto bien las pirámides. Cuando partieron de mala gana, Charlot cogió la mano de Shahin y caminaron por la vasta planicie.

—Shahin —dijo pensativamente Charlot—, ¿por qué se ha enfadado el general Bonaparte por lo que he dicho? Todo era verdad.

Shahin permaneció un instante en silencio.

—Imagina que estuvieras en un bosque oscuro donde no pudieras ver nada —dijo después—. Tu único compañero es un búho, que ve mucho mejor que tú porque sus ojos están preparados para la oscuridad. Esa es la visión que tú tienes, la del búho, que te permite ver lo que hay más adelante mientras los otros se mueven en la oscuridad. Si estuvieras en el lugar de ellos, ¿no tendrías miedo?

—Quizá —admitió Charlot—, ¡pero no me enfadaría con el búho si me advirtiera que estoy a punto de caer en un pozo!

Shahin lo miró un momento con una sonrisa desacostumbrada en los labios. Luego habló:

—Poseer algo que los demás no tienen resulta difícil, y en ocasiones, peligroso —dijo—. A veces es mejor dejarlos en la oscuridad.

—Como el ajedrez de Montglane —observó Charlot—. Mi madre dice que estuvo sepultado durante mil años en la oscuridad.

—Sí —convino Shahin—. Como eso.

Llegaron a la Gran Pirámide. Ante ellos había un hombre sentado en el suelo sobre una capa de lana, con muchos papiros desplegados delante. Contemplaba la pirámide. Cuando Charlot y Shahin se aproximaron, volvió la cabeza y al reconocerlos su cara se iluminó.

—¡El Pequeño Profeta! —se puso en pie y sacudiéndose la arena de los pantalones se acercó a saludarlos. Sus flácidas mejillas y el carnoso mentón se estiraron cuando sonrió, al tiempo que se apartaba un rizo de la frente—. Hoy he estado en el campamento y he visto que los soldados hacían apuestas sobre si el general Bonaparte rechazaría el consejo que pensabas darle sobre su regreso a Francia. Nuestro general no cree en las profecías. Tal vez piensa que esta novena cruzada suya tendrá éxito donde las otras ocho fracasaron.

—¡Monsieur Fourier! —Charlot soltó la mano de Shahin para correr junto al famoso científico—. ¿Habéis descubierto el secreto de estas pirámides? Lleváis mucho tiempo aquí y habéis trabajado mucho.

—Me temo que no. —Fourier sonrió y dio unas palmaditas en la cabeza de Charlot, mientras Shahin se acercaba—. Solo los números de estos papiros son arábigos. El resto es un galimatías que somos incapaces de interpretar. Dibujos y cosas así. Dicen que en Rosetta han encontrado una piedra que parece tener inscripciones en varias lenguas. Tal vez nos ayude a traducirlo todo. Van a llevarla a Francia. ¡Cuando la hayan descifrado, tal vez yo ya esté muerto! —agregó entre risas, y estrechó la mano de Shahin—. Si vuestro pequeño compañero fuera un profeta como decís, podría interpretar estos dibujos y ahorrarnos esfuerzos.

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