El ocho (89 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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—¿Sascha? —susurró con voz ahogada—. Sascha…

Me volví de nuevo hacia Solarin, que se había detenido en los escalones, impidiendo el descenso de los otros pasajeros. Los ojos se le habían llenado de lágrimas, que corrían por sus mejillas.

—¡Slava! —exclamó con voz quebrada.

Dejando caer las bolsas al suelo bajó los escalones de un salto y pasó junto a mí para estrechar a Nim en un abrazo tan fuerte que parecía que iban a reducirse a polvo. Me apresuré a recoger la bolsa con las piezas y vi que seguían llorando. Nim rodeaba con los brazos la cabeza de Solarin. Primero lo apartaba, lo miraba y volvían a abrazarse, mientras yo los observaba atónita. La riada de pasajeros se separaba al llegar junto a nosotros, como el agua al topar con una piedra, con la indiferencia que caracteriza a los neoyorquinos.

—Sascha —seguía murmurando Nim.

Solarin había hundido la cara en su cuello, y tenía los ojos cerrados y las lágrimas rodaban por sus mejillas. Se aferraba con una mano al hombro de Nim, como si estuviera demasiado débil para tenerse de pie. Yo no daba crédito a lo que veían mis ojos.

Cuando pasaron los últimos pasajeros, me alejé para recoger el resto de nuestras bolsas.

—Ya las llevo yo —me dijo Nim tras sonarse la nariz.

Avanzaba hacia mí con un brazo en torno a los hombros de Solarin, apretándolo de vez en cuando, como para asegurarse de que estaba allí. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.

—Parece que os conocíais —dije irritada, preguntándome por qué ninguno de los dos me lo había dicho.

—No nos veíamos desde hacía veinte años —explicó Nim, mirando con una sonrisa a Solarin, y se agacharon para coger las bolsas. Luego añadió—: Querida, no sabes la alegría que me has proporcionado. Sascha es mi hermano.

El Morgan de Nim no era lo bastante grande como para que cupiéramos los tres y nuestro equipaje. Solarin se sentó sobre el bolso con las piezas, y yo, encima de él. Las otras bolsas estaban embutidas en todos los rincones posibles. Mientras salía de la estación, Nim seguía mirando al ruso con una expresión de incredulidad y alegría.

Era extraño ver a esos dos hombres, tan fríos y contenidos, invadidos de repente por esa emoción, cuya intensidad yo sentía alrededor mientras el coche avanzaba a gran velocidad y el viento hacía vibrar los tablones del suelo. Parecía tan profunda y oscura como sus almas rusas, y solo les pertenecía a ellos. Durante mucho tiempo nadie habló. Al cabo Nim se estiró y me dio un apretón en la rodilla que yo trataba de mantener apartada de la palanca de cambios.

—Supongo que debería contártelo todo —me dijo.

—Sería un detalle —repuse, y él me sonrió.

—No lo he hecho para protegeros… a ti y a nosotros —explicó—. Alexander y yo no nos veíamos desde la infancia. Cuando nos separamos, él tenía seis años y yo, diez… —Todavía había lágrimas en sus ojos mientras acariciaba el cabello de Solarin, como si no pudiera dejar de tocarlo.

—Deja que se lo cuente yo —dijo Solarin, con una sonrisa y los ojos empañados.

—Lo contaremos los dos —propuso Nim.

Mientras recorríamos la costa hacia la exótica propiedad de Nim, me relataron una historia que por primera vez reveló cuánto les había costado el juego.

LA HISTORIA DE DOS FÍSICOS

Nacimos en Krym o Crimea, esa famosa península del mar Negro sobre la que escribió Homero. Desde los tiempos de Pedro el Grande Rusia había querido conquistarla, y seguía intentándolo cuando estalló la guerra de Crimea.

Nuestro padre era un marinero griego, que se había enamorado de una joven rusa con la que se casó: nuestra madre. Se había convertido en un próspero naviero, con una flota de barcos pequeños.

Después de la guerra la situación empeoró. El mundo era un caos, sobre todo en el mar Negro, rodeado de países que todavía se consideraban en guerra.

Pero en nuestra ciudad natal la vida era bella: el clima mediterráneo de la costa meridional, los olivos, laureles y cipreses, protegidos de la nieve y el viento por las montañas cercanas, ruinas restauradas de aldeas tártaras y mezquitas bizantinas entre huertos de cerezos... Era un paraíso, lejos de los caprichos y purgas de Stalin, quien gobernaba Rusia con puño de acero, como indicaba su nombre.

Nuestro padre habló mil veces de irse. Sin embargo, aunque tenía muchos contactos entre las flotas mercantes del Danubio y el Bósforo, que le hubieran asegurado un viaje seguro, no acababa de decidirse. ¿Adónde ir?, se preguntaba. Desde luego, no de regreso a Grecia… ni a Europa, que seguía padeciendo las penalidades de la reconstrucción posbélica. Entonces sucedió algo que hizo que se decidiera. Algo que iba a cambiar el curso de nuestras vidas.

Estábamos a finales de diciembre de 1953, había tormenta y era cerca de la medianoche. Nos habíamos acostado, después de cerrar las ventanas de nuestra dacha y dejar el fuego muy bajo. Los niños, que dormíamos juntos en una habitación de la planta baja, fuimos los primeros en oír los golpes, que eran distintos de los que hacía el granizo contra los postigos. Era el sonido de una mano humana. Abrimos y en medio de la tormenta vimos una mujer de cabellos plateados, vestida con una larga capa. Nos sonrió y entró por la ventana. Después se arrodilló ante nosotros. Era muy hermosa.

—Soy Minerva… vuestra abuela —dijo—, pero debéis llamarme Minnie. He hecho un viaje muy largo y estoy agotada, pero no hay tiempo para descansar. Estoy en peligro. Debéis despertar a vuestra madre y decirle que estoy aquí.

A continuación nos abrazó y subimos corriendo por las escaleras para avisar a nuestros padres.

—De modo que tu abuela por fin ha venido… —dijo malhumorado mi padre a mi madre, frotándose los ojos. Eso nos sorprendió, porque Minnie había dicho que era nuestra abuela. ¿Cómo podía ser al mismo tiempo la abuela de mamá? Papá abrazó a su amada esposa, que estaba descalza y temblando en la oscuridad. Besó su cabello cobrizo y después sus ojos—. Hemos esperado mucho tiempo atemorizados —murmuró—. Y ahora, por fin, casi ha terminado. Vístete. Bajaré a saludarla.

Nos hizo salir delante de él y nos reunimos con Minnie, que aguardaba cerca del fuego casi apagado. Cuando él se aproximó, ella alzó la vista y fue a abrazarlo.

—Yusef Pavlóvitch —dijo en ruso, la misma lengua que había utilizado con nosotros y que hablaba con fluidez—. Me persiguen. Dispongo de poco tiempo. Debemos huir… todos. ¿Tienes algún barco en Yalta o Sebastopol que podamos utilizar ahora, esta misma noche?

—No estamos preparados —repuso él con las manos sobre los hombros de Minnie—. No puedo permitir que mi familia viaje por el mar con un tiempo como este. Deberías haberme avisado. No puedes pedirme esto tan intempestivamente… en medio de la noche…

—¡Te digo que debemos irnos! —exclamó ella. Lo cogió del brazo y nos apartó—. Desde hace quince años sabías que llegaría este día… ¿Cómo puedes decir que no estabas avisado? He viajado desde Leningrado…

—Entonces, ¿lo has encontrado? —preguntó nuestro padre con una nota de emoción en la voz.

—No había ni rastro del tablero, pero he conseguido estas por otros medios. —Apartando su capa fue hacia la mesa, donde depositó tres resplandecientes trebejos de ajedrez de oro y plata—. Estaban ocultas en diversos lugares de Rusia —añadió.

Nuestro padre miraba fijamente las piezas, mientras nosotros nos acercábamos a tocarlas con cautela: un peón de oro y un elefante de plata, cubiertos de brillantes gemas, y un caballo con filigrana de plata, levantado sobre las patas traseras y con los ollares dilatados.

—Ahora debes ir al puerto y conseguir un barco —susurró Minnie—. Yo te seguiré con mis niños en cuanto se hayan vestido y cogido sus cosas. Apresúrate, por el amor de Dios, y llévate esto contigo —agregó señalando las piezas.

—Son mis hijos… y mi esposa —repuso—. Soy responsable de su seguridad…

Minnie, que se había acercado a nosotros, se volvió hacia él; sus ojos destellaban con más intensidad que las piezas.

—¡Si estos trebejos caen en otras manos, no podrás proteger a nadie! —siseó.

Nuestro padre la miró a los ojos y al fin pareció decidirse. Asintió lentamente.

—Tengo una goleta de pesca en Sebastopol —explicó—. Slava sabrá encontrarla. Estaré listo para hacerme a la mar en dos horas. Estad allí y que Dios nos ayude en nuestra misión.

Minnie le apretó el brazo y él corrió escaleras arriba.

Entonces nuestra recién encontrada abuela nos ordenó que nos vistiéramos. Nuestros padres habían bajado y papá abrazó a mamá, hundiendo la cara en su cabello como si quisiera recordar su olor. Le dio un beso en la frente y luego se volvió hacia Minnie, quien le entregó las piezas, tras lo cual hizo un gesto de asentimiento con expresión adusta y partió.

Mamá estaba cepillándose el cabello y mirando en torno con ojos fatigados, cuando nos ordenó que subiéramos a recoger sus cosas. Una vez arriba, oímos que hablaba en voz baja a Minnie.

—Has venido. Que Dios te castigue por haber reiniciado este temible juego. Creí que había terminado… para siempre.

—No fui yo quien lo inició —repuso Minnie—. Da gracias por haber disfrutado de quince años de paz; quince años con un marido a quien amas e hijos que siempre has tenido a tu lado; quince años sin que te acechara continuamente el peligro. Es más de lo que he tenido yo. Hasta ahora os he mantenido al margen del juego…

Eso fue todo lo que escuchamos, porque a continuación bajaron aún más la voz. En ese momento oímos pasos fuera y golpes en la puerta. Nos miramos en la penumbra y corrimos hacia la puerta de la habitación. De pronto Minnie apareció en el umbral. Su rostro brillaba con un resplandor sobrenatural. Oímos que nuestra madre subía por las escaleras, que abajo rompían la puerta y que varios hombres gritaban por encima del estrépito de los truenos.

—¡Por la ventana! —indicó Minnie.

Nos aupó y nos dejó en las ramas de la higuera que trepaba por la pared meridional, y a la que nos habíamos encaramado cien veces.

Estábamos a mitad del descenso, colgados del árbol como monos, cuando oímos a nuestra madre gritar:

—¡Huid! ¡Os va la vida en ello!

Después no oímos nada más. La lluvia caía sobre nosotros como cuchillos y nos sumergimos en la oscuridad del huerto.

Las grandes puertas de hierro de la propiedad de Nim se abrieron de par en par. Los árboles que flanqueaban el largo sendero centelleaban bajo la luz del atardecer. La fuente, helada en invierno, cuando yo había visitado el lugar, estaba ahora rodeada de brillantes dalias y cinias, y el borboteo del agua sonaba como campanillas entre el murmullo del mar cercano.

Nim detuvo el coche delante de la casa. Sentada en el regazo de Solarin, yo notaba la tensión de su cuerpo.

—Esa fue la última vez que vimos a nuestra madre —dijo Nim—. Minnie saltó por la ventana de la segunda planta y cayó en el suelo blando, donde la lluvia ya había formado charcos. Se puso en pie y se reunió con nosotros. Por encima del ruido de la tormenta oímos los gritos de nuestra madre y los pasos de los hombres en el interior de la casa. «¡Rastread los bosques!», exclamó alguien, y Minnie nos condujo hacia los acantilados. —Hizo una pausa sin dejar de mirarme.

—Dios mío —dije temblando de pies a cabeza—. Capturaron a vuestra madre… ¿Cómo conseguisteis escapar?

—Al otro lado de nuestro huerto había acantilados que descendían hasta el mar —continuó Nim—. Cuando llegamos, Minnie descendió un poco por ellos y nos ocultó bajo un saliente rocoso. Vi que llevaba algo en la mano, una especie de Biblia pequeña, encuadernada en piel. Sacó un cuchillo y cortó algunas páginas, que dobló y metió bajo mi camisa. Después me dijo que corriera en busca del barco para decir a mi padre que los esperara a ella y a Sascha. Pero solo debíamos esperar una hora. Si para entonces no estaban allí, mi padre y yo debíamos partir y llevar las piezas a un lugar seguro. Al principio me negué a marcharme sin mi hermano. —Nim miró a Solarin con gesto serio.

—Yo solo tenía seis años —dijo este—. No podía bajar por el acantilado a la misma velocidad que Ladislaus, que era cuatro años mayor y rápido como el viento. Minnie temía que nos capturaran a todos si yo no podía seguirles. Antes de irse Slava me besó y me dijo que tuviera valor…

En ese momento miré a Solarin y vi que lloraba con esos recuerdos de su infancia.

—Minnie y yo descendimos trabajosamente por el acantilado durante lo que parecieron horas, en medio de la tormenta. Cuando por fin llegamos al puerto de Sebastopol, el barco de mi padre ya había zarpado.

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