El ojo de fuego (29 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

BOOK: El ojo de fuego
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Lara luchó contra las náuseas que le provocaba el terror que sentía en sus entrañas, mientras el
Tagcat Too
se deslizaba por las crestas de las gigantescas olas y volvía a bajar hacia las profundidades de las depresiones que éstas formaban y que le recordaban las del sector austral del océano Atlántico que una vez ya la habían derrotado. En la cresta de las olas pudo ver inmensas vetas de espuma blanca que la tormenta arrastraba y diseminaba por todo el recorrido de la dirección general del viento. En el seno de las olas vio cómo el violento viento decapitaba la cresta de cada ola y lanzaba la espuma resultante al aire, donde se condensaba y se añadía a la lluvia que caía.

Echó una mirada a las velas, realizando ajustes precisos en el timón y las escotas, al mismo tiempo que revisaba cuál de las pequeñas velas que estaban desplegadas necesitaban ser equilibradas con precisión. El foque estaba ceñido con poco trapo, ganando barlovento, proa al viento; la vela mayor también estaba ceñida en una amura de babor; el timón costaba mucho de guiar a estribor. Cuando ajustaba las velas y el timón, la embarcación disminuía su atlético vaivén y se estabilizaba con un ritmo menos violento.

La maniobra era conocida como ponerse a la capa. Proporcionaba estabilidad y permitía mover el barco entre el oleaje y el mal tiempo. Con las velas y el timón colocados correctamente, la embarcación podría ir a la deriva casi indefinidamente sin tener que prestarle demasiada atención. Por supuesto, eso significaba que recorría muy poca distancia. Pero, en aquel momento, lo más importante era que la maniobra le permitiera una relativa tregua para poder descansar. ¡Descansar! ¡Dios mío! ¡Cuánto necesitaba descansar! Después de un último ajuste a la escota de la vela mayor, Lara se dirigió hacia la escalera de cámara donde desenganchó el pasamano, abrió la escotilla y bajó hacia lo que le pareció un calor tropical en ausencia de la lluvia torrencial; el silencio causado por la ausencia del viento atronador resonaba en sus oídos con cada latido de su corazón, mientras aseguraba la escotilla hermética de la escalera en caso de que una ola rompiese por el puente de mando.

Permaneció un momento a los pies de la escalera y cerró los ojos para librarse de la fatiga. Al poco rato se dio cuenta de que un aroma le daba la bienvenida. Café. Colgó su impermeable en la rejilla que se escurría en el pantoque, fue hacia la cocina y se preparó una taza de café para combatir el frío que el mal tiempo había dejado en su interior. Tomó la taza, se sentó en la estación de navegación y revisó los últimos mapas del tiempo. La línea costera oriental de Estados Unidos rozaba el lado izquierdo de la pantalla, Reino Unido y Europa estaban a la derecha. Una amplia masa de nubes grises cubría la mayor parte del océano Atlántico que se encontraba en medio.

Como esperaba, había conseguido posicionar el
Tagcat Too
a lo largo del borde del huracán, de manera que se la llevaría consigo sin hacerla pedazos. El ojo, como pudo ver en el mapa, aún estaba a unos 280 km, sobre todo hacia el sur y un poco al oeste de su posición. Según el GPS, su latitud y longitud la colocaban a más de medio camino hacia el Reino Unido o, tal vez, pensó esperanzada, hacia Países Bajos, según el recorrido de la tormenta. A una media de veinte nudos, unos 40 km regulares por hora, como mínimo durante tres días, ella y el
Tagcat Too
habrían recorrido más de tres mil kilómetros, no todos en línea recta, sino estaría incluso más cerca de Europa.

Se abrió una ventana de alerta climatológica, con un mensaje de aviso de los meteorólogos, de que ese huracán podría ser otro de gran importancia, como el Gran Huracán de 1703, que recorrió el océano desde las Colonias, en noviembre de aquel año, y arrancó el tejado de la habitación de la reina en Londres, barrió el puerto de Bristol y arrasó la mitad de la flota británica.

Lara tembló al pensar que navegaba por el filo de la historia al hacerlo, viajando con el fenómeno meteorológico que se dirigía en dirección este-noroeste y se llevaba al
Tagcat Too
con él en su recorrido. También sabía que las nubes le prestarían protección y estaría a cubierto si alguien la buscaba, y la tormenta evitaría que alguien que dudase de su falso hundimiento lanzase una operación de búsqueda. Los satélites ordinarios no podrían verla y, en alta mar, el radar se confundiría tanto que incluso los satélites militares que pudiesen ver a través de las nubes tendrían muchas dificultades para distinguirla del intenso oleaje.

La embarcación parecía estable; el sistema electrónico decía que seguían el rumbo. Conectó el radar, la profundidad y las alarmas de cambio de rumbo que la alertarían en caso de peligro y, a continuación, se fue al salón comedor; se echó sobre el banco e intentó pensar en algo que hubiese olvidado o le hubiese pasado por alto.

El
Tagcat Too
cabalgaba por las empinadas olas a la capa, como lo haría la mejor embarcación del mundo. Ese pensamiento la hizo feliz, la satisfizo. Ella había diseñado el bote y ahora se estaba comportando mejor de lo que cabría esperar. Dejar el timón al cuidado del piloto automático no había sido su primera elección. Sin embargo, tomó la decisión cuando consideró que el peligro de dejar el timón desatendido era mucho menor que la amenaza de un fatigado timonel, propenso a cometer serios errores o dar una cabezada cuando los sistemas eléctricos no estaban conectados.

Se recostó despacio e intentó hacer que sus músculos se relajasen; sus hombros parecían hechos de dobles nudos de cable de acero; sus rodillas temblaban a causa del dolor que se le clavaba como puñales de estar tanto tiempo de pie durante días.

Cuando su mente se abalanzaba hacia su primer sueño desde que empezó aquella locura, varias escenas destellaron por sus pensamientos como diapositivas brillantes a todo color, en una sala de proyección perfectamente a oscuras.

¡Flash! Llamada telefónica desde Tokio; curiosidad.

¡Flash! Peter Durant; confusión.

¡Flash! Horribles imágenes en los tabloides de Denis Yaro y Jim Condon, muertos en Tokio; furia.

Flash Flash Flash Flash Flash.

El Salón Azul, Kurata; traición.

El presidente y su ridícula boina escocesa; asco.

Periódicos, Ismail muerto; tristeza.

La cabeza de Durant explotando; puro terror.

Huida; miedo; júbilo.

La última cosa que le pasó por la cabeza, antes de que la pantalla quedase en blanco, fue su sorpresa ante el hecho de que aún se mantuviese a flote, viva.

Akira Sugawara estaba sentado en una mesa de fórmica de color verde de la sala de empleados y tenía en la mano una taza de té de máquina. Consultaba con frecuencia su reloj y miraba las noticias de la CNN en el televisor, colocado en una esquina. Intentó ocultar la desolación que vaciaba sus entrañas y lo hacía sentir como un caparazón vacío, abandonado, en la corteza de un pino, con la espalda escindida por donde la vida real había escalado y volado lejos.

Una atractiva mujer de raza blanca leía las noticias; al fondo, una pared de monitores de televisión parpadeaban y cambiaban alternativamente sin guardar sintonía con sus palabras. Apareció un icono sobre su hombro izquierdo, el dibujo de un navío en los momentos finales de hundirse bajo un temporal de olas.

«Se ha suspendido la búsqueda de posibles supervivientes del naufragio de un yate de recreo provocado por el huracán en la Bahía Chesapeake. El corresponsal de la CNN, James Nations, informa desde la cubierta del guardacostas
Jonh Brady
». La imagen mostraba la oscilante cubierta de un barco. Nubes de color plomizo cruzaban raudas y bajas, cercanas al agua, la bruma enturbiaba la lente de la cámara. Al fondo se veía despegar un helicóptero. El ruido de las aspas del helicóptero ahogó las primeras palabras del reportero. «… ; ojo está ahora a unos 320 kilómetros al nordeste y aún arrastra vientos con fuerza huracanada. Se trata de una gran tormenta que, como pueden ver, aún provoca un gran temporal. Los oficiales del guardacostas han suspendido la búsqueda y los esfuerzos de rescate para localizar el yate
Tagcat Too
. Tengo conmigo a la capitán Mary Evelyn Arnold, que está al mando de este guardacostas. Afirma que han localizado restos que indican que, con toda seguridad, el yate ha naufragado y que no hay ninguna posibilidad de que haya supervivientes».

Sugawara sorbió un poco de té, hizo una mueca y miró cómo las imágenes de la televisión retrocedían para mostrar al reportero y la capitán del guardacostas, ambos vestidos con impermeables naranjas fluorescentes. A su lado había un montón de restos.

—¿Esto nos lleva a concluir que continuar la búsqueda sería inútil? —preguntó el periodista de la CNN.

La capitán parpadeó ante las luces de la cámara, claramente más cómoda frente al rugiente huracán que ante las cámaras de televisión.

—Bien —dijo ella, agachándose para recoger un cilindro naranja del tamaño de un extintor—. Éste es el EPIRB de la embarcación, es decir, el radiofaro indicador de la posición de emergencia y que se conecta automáticamente sólo en caso de que la tripulación se vea forzada a abandonar el barco o, en alguna emergencia, cuando el sistema de radio convencional falla.

—¿Qué otras pruebas la han convencido para hacerles desistir de continuar con la búsqueda?

La cámara cambió el enfoque para seguir la mirada de la capitán hacia un gran montón de ropa arrugada y goma.

—Esto es lo que queda del bote salvavidas —explicó—. Además —señaló con la mano—, tenemos una gran colección de objetos marcados con claridad, así como el bote salvavidas, con el nombre del navío
Tagcat Too
: chalecos salvavidas, un arcón de hielo, ropas.

—¿Qué puede decirnos acerca de los cuerpos encontrados en el puerto deportivo donde estaba atracada la embarcación?

—Nada. Eso es asunto de la policía de allí —respondió la capitán de forma lacónica.

—¿Se basan en su opinión al decidir si mantienen la caza de la fugitiva?

—Tendrá que preguntárselo a ellos. El asesinato no es de mi competencia —repuso ella.

—¿Cree que puede tratarse de una astuta treta? —preguntó el periodista—. Tengo entendido que Lara Blackwood es una experimentada navegante.

Arnold asintió con la cabeza.

—Es una de las mejores del mundo y, en mi opinión, creo que tiene habilidad suficiente; con mucha suerte su embarcación sería capaz de sobrevivir un tiempo como éste.

Apurando los últimos amargos posos de su taza, Sugawara vio que la pantalla enfocaba al periodista y acercaba la cámara hasta conseguir un primer plano.

—Y, para saber más al respecto, pasamos la conexión a Judy Paige de la CNN, en directo, en el puerto deportivo de Washington.

—Gracias, Jerry —dijo una mujer vestida con un impermeable amarillo y una imagen de embarcaciones al fondo—. La Policía no quiere comentar nada al respecto y continúa diciendo sólo que la sospechosa del caso, la empresaria en biotecnología y consejera de la Casa Blanca, Lara Blackwood, podría estar involucrada en alguna trama para vender información que podría utilizarse para fabricar armas biológicas mortales. No dirán nada más de forma oficial al respecto, pero fuentes cercanas nos han informado que las fuerzas de seguridad reciben imágenes de la Oficina de Reconocimiento Nacional y del ejército para intentar establecer si el navío en cuestión ha naufragado realmente. Al mismo tiempo, nuestras fuentes nos han comunicado que las lanchas y los helicópteros de la policía y los aeroplanos de ala fija no están operativos en estos momentos, puesto que la mayoría están confinados en sus bases a causa del persistente mal tiempo. De nuevo con ustedes en Atlanta.

Igual que un hombre hundido hasta las rodillas arrastrándose, Sugawara se levantó de la mesa. La campaña de desinformación para catalogar a Lara Blackwood como una criminal había empezado y acabaría con su muerte, incluso si sobrevivía a la tormenta. Su parte de culpa en esa destrucción atormentaba lo más profundo de su alma.

Consultó de nuevo el reloj y salió de la sala de empleados.

Él y su tío tendrían una teleconferencia con Gaillard en pocos minutos. Empezó a comprender lo que tenía que hacer para rescatar su propia alma.

—Creo que aún está viva —dijo Sheila Gaillard, sentada sola en una habitación de hotel, con vistas a través de Lafayette Park a la Casa Blanca.

Sobre la mesa de despacho, delante de ella, había un ordenador portátil equipado con un micrófono y una pequeña cámara. El software para teleconferencias seguras encriptaba sus palabras y su imagen, antes de que cualquier dato llegase a la conexión de banda ancha del hotel, y desencriptaba los flujos de imágenes y palabras que llegaban de Japón, desde Kurata en su residencia de Kioto y Sugawara, en el laboratorio. Las imágenes saltaban y parpadeaban con el ir y venir del flujo global de Internet. Con frecuencia molesto, pensó Gaillard, pero siempre seguro.

—El guardacostas y las otras fuentes del gobierno dicen que creen que está muerta —dijo Sugawara—. ¿Por qué cree que aún está viva?

—Lo sé. Puedo sentirlo —repuso Gaillard—. Como usted sabe, los contactos de Kurata-
sama
lo dispusieron todo para que la marina de Estados Unidos hiciera volar uno de sus cazas de submarinos P3 Orion sobre el área. Los sofisticados magnetómetros de la nave no tendrían ningún problema en detectar el gran casco metálico en las aguas poco profundas de la Bahía Chesapeake. No han encontrado nada.

—Es una bahía muy grande —replicó Sugawara.

—Es un barco muy grande —dijo bruscamente Gaillard—. Además he tenido la oportunidad de ver algunos de los escá neres del radar de vigilancia submarina hechos por el satélite que han desaparecido de la Oficina Nacional de Reconocimiento, de nuevo gracias a los amables contactos de Kurata-
sama
en la Casa Blanca. Un joven ansioso por complacerme me hizo una valoración de las fotos y, aunque el huracán no deja ver casi nada, hay algunos detalles muy interesantes, inclusive un conjunto de reflejos inexplicables en el Atlántico Norte. Aunque sus análisis de ordenador indican una alta probabilidad de que se trate de un reflejo espurio causado por las olas o algún tipo de restos metálicos en las olas, yo apuesto a que es ella.

—¿Por qué? —preguntó Kurata. Por la imagen de la pantalla, ella podía ver que Kurata llevaba ropa tradicional de seda.

—Si se traza una línea entre la desembocadura de la Bahía Chesapeake y los reflejos, y luego extendemos la línea más allá, hacia el noreste, señala como una flecha hacia Países Bajos. Las conexiones de Blackwood con ese país son bien conocidas, y no creo en coincidencias.

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