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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (45 page)

BOOK: El ojo de fuego
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Hizo otra pausa y luego continuó:

—¿Cree que tiene alma, señorita Blackwood? ¿Una que seguirá viviendo después de que yo haya apretado el gatillo?

Lara estaba realmente sorprendida de la extraña calma interior que sentía mientras veía que el dedo índice de Sheila se enroscaba alrededor del gatillo del arma. A Lara no le cabía la menor duda de que el seguro del arma estaba abierto. Incluso podría inclinarse y disparar ella misma la bala. El esbirro de Sheila estaba a su lado, con su MP5A apuntando a Sugawara, con el dedo ávidamente envuelto en el gatillo del arma. Lara vio que la sonrisa de Sheila se desvanecía cuando el dedo sobre el gatillo no cedió.

Lara decidió que morir por morir, merecía la pena morir en el intento. Justo cuando empezó a rodar sobre sí misma para alejarse, un sonido torturado y demoledor llenó la noche; un crujido de rendición llegó de la pared en llamas que se alzaba sobre ellos. El ángulo del incendio cambió bruscamente.

Sheila se dio la vuelta y miró hacia la fuente de aquel sonido aterrador.

La pared exterior que estaba justo encima de ellos se tambaleó como un borracho unos instantes.

El matón que estaba junto a Sugawara también se dio la vuelta cuando la pared empezó a inclinarse ligeramente en su dirección.

Era todo el tiempo que Lara necesitaba.

Con un movimiento rápido y fluido, Lara golpeó el arma de Sheila, la envió lejos y se incorporó de un salto con el mayor impulso de su vida. Al escuchar el gruñido de esfuerzo de Lara, Sheila se dio la vuelta, recogió el arma y disparó una gran ráfaga de la automática que repiqueteó con intensidad.

La pared empezó a caer, poco a poco, aún renuentemente. Desde lo alto caían restos en llamas que anunciaban el inminente derrumbe de la pared.

El H&K de Sheila escupió balas salvajemente, y abrió grandes y blandos agujeros en el vientre del esbirro. Sugawara se apartó, rodando por el suelo. Lara saltó mientras Sheila recuperaba la compostura y apuntaba para disparar una segunda ráfaga. Cuando vio que Sheila alzaba el cañón y se preparaba para disparar, Lara se impulsó hacia delante y lanzó un furioso puntapié que envió a la mujer rubia hacia los cimientos de la casa, tambaleándose de espaldas. Pero Sheila Gaillard se recuperó, dio media vuelta y alzó de nuevo el arma.

Desde donde estaba Sugawara, Lara escuchó el estallido del fuego de armas automáticas. Gaillard cayó de rodillas, aún sosteniendo el H&K, intentando aún buscar un disparo final. A continuación, de la pared en llamas que se alzaba sobre ellos, llegó el estertor final de los gritos de la madera quemada y torturada.

—¡Vamos! —gritó Sugawara. Lara corrió con él en la oscuridad.

El amanecer se abría paso sobre Tokio con una nitidez que parecía pintar rápidamente cada hoja de oro, rojo o amarillo.

En lo más profundo del laboratorio de producción del Ojo de fuego, Tokutaro Kurata seguía a Edward Rycroft por una pasarela. Con cada paso que daba, Kurata intentaba visualizar las hojas y recordar el sentimiento de paz interior que le habían proporcionado durante el recorrido desde su oficina aquella mañana. Buscó el centro que sabía que la visión de las hojas le daría, si sólo pudiese visualizarlas de nuevo en su mente.

Kurata frunció el ceño cuando la imagen le abandonó en las instalaciones, entre la jungla de tuberías, retortas y biorreactores, ordenadores y el gorgoteo de muerte susurrante, que fluía a su alrededor.

Se detuvieron en un rellano. Rycroft señaló a un grupo de trabajadores vestidos de blanco en el otro extremo de la instalación.

—Éste es el último lote que necesitamos —dijo Rycroft, mientras observaba a los empleados. Kurata siguió su mirada.

—Otras 48 horas y esta tanda de precursores estará terminada. Ya tenemos más que suficiente del vector Ojo de fuego para hacer el trabajo, tres días enteros de programa por delante.

Rycroft miró a Kurata para que le diese su aprobación.

Después de una larga pausa, Kurata asintió con la cabeza.

—Lo has hecho muy bien —dijo Kurata, enfadado consigo mismo por permitir que el cansancio se dejase entrever en su voz.

No había dormido en toda la noche, las horas habían transcurrido repletas de enojo y amargura desde la partida, la deserción, la traición de su sobrino.

Kurata luchó en su interior para buscar el centro, y consiguió captar una imagen de las hojas, pero sólo una velada, como si la viese a través de unas finas cortinas.

—Pero las cosas no han ido demasiado bien últimamente —continuó Kurata, ya con una voz más firme.

—La muerte de Yamamoto es aún problemática; mi sobrino nos ha traído la vergüenza, sobre su familia y sobre mí; no sabemos nada de Sheila Gaillard. En última instancia me ha fallado de nuevo y me temo que pueda estar muerta.

«Sí, pero mire el lado positivo: la muerte de DeGroot», quería decir Rycroft, pero se guardó el pensamiento para sí mismo. DeGroot siempre había sido un rival, un brillante científico en genética molecular al que Rycroft consideraba, junto con Lara Blackwood, rivales para conseguir el Nobel. Con ellos fuera de combate, Rycroft ya veía suya la codiciada medalla y el reconocimiento, durante tanto tiempo deseado, a su brillante talento, que el premio le aportaría, y que naturalmente ya veía suyo. Llegaría con retraso pero bien merecido, como las riquezas que obtendría con su propio negocio de las ventas del Ojo de fuego a los primeros clientes que Woodruff le había proporcionado. El pensamiento le hizo sonreír. La primera partida iría a una banda de terroristas palestinos, vestidos con ropas de camuflaje, que querían el Ojo de fuego para eliminar a los judíos. La segunda partida iría a una pandilla de barbudos con sombreros negros de sionistas ultraortodoxos que querían repetir el genocidio que había despejado Canaán la primera vez. Sin embargo, los dos grupos no sabían que el desastre se cernía sobre ellos. Ambas partes eran tan similares genéticamente, que podía simplificar el proceso y darles a ambos la misma partida del Ojo de fuego. «Que un mal rayo parta vuestras irracionales causas», pensó cuando las palabras de Kurata le transportaron de nuevo al presente.

—Aunque nos hayamos librado de DeGroot y la banda de entrometidos que le apoyaba, Blackwood y Sugawara aún están libres. Mis fuentes me han comunicado que la inspección que se ha realizado en el lugar no ha podido encontrar ninguna prueba de que estén allí —dijo Kurata.

—Sí, pero sólo son unos pocos —dijo Rycroft. ¿Qué pueden hacer?

—¿Qué no pueden hacer? Debes preguntarte —replicó Kurata, más fuerte de lo que pretendía.

Al ver que Rycroft se ponía rígido. Kurata continuó hablando con una voz más tranquila.

—Han desafiado a la policía norteamericana y neerlandesa, a un huracán y a todo lo que he podido enviarles para entorpecerles el camino.

Calló cuando un ordenador empezó a emitir pitidos de alarma. Por debajo de ellos, una bata blanca se movió con rapidez para estudiar la pantalla del ordenador, volvió a conectar la alarma y luego salió resuelta, apresuradamente.

—Es como si tuviesen mucha suerte en la vida —dijo Kurata—, como si fuesen las manifestaciones visibles de algo inevitable que no pueda detenerse, de una idea cuyo tiempo ha llegado.

—¿Cree usted realmente que son una amenaza para la operación Tsushima? —preguntó Rycroft.

—Por supuesto que lo son —contestó Kurata—. Pensar de otra manera sería arrogante, tal vez estúpido y, ciertamente, poco inteligente.

Kurata vio la mirada en el rostro blanco del hombre que tenía delante y recordó lo fácil que era ofenderle. A Kurata le molestaba la facilidad con que aquel hombre podía ser provocado a mostrar sus emociones.

—Tenemos que ser prudentes y asumir que, tal vez, puedan repetir su destacable éxito una vez más.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Rycroft.

—Quisiera avanzar el plazo de la operación Tsushima lo antes posible.

Rycroft asintió.

—Tal como le he dicho, estará acabado en 48 horas, pero me han llegado noticias de que hay algún problema con el transporte aéreo, algo relativo a la navegación.

Kurata asintió con la cabeza.

—Estamos sufriendo una serie de fuertes tormentas geomagnéticas causadas por erupciones solares. Les he avanzado la necesidad de alterar nuestros planes sin levantar sospechas y he incrementado el número de vuelos para escribir en el aire.

Por desgracia la intrincada coreografía aérea se basa en un sistema de navegación electrónico muy preciso que incluye las señales de navegación por satélite. Es por ello que tuvimos que cancelar vuelos —explicó él.

—Ayer, en mitad del espectáculo, me han comentado —dijo Rycroft.

Kurata asintió con la cabeza.

—Quiero que dividas el vector Ojo de fuego por la mitad —dijo Kurata—. Quiero que se cargue la primera mitad en el avión hoy mismo.

Rycroft asintió pero dijo a Kurata:

—¿Recuerda que el vector empieza a autodestruirse al cabo de tres días?

Kurata asintió y dijo:

—Si los aviones no alzan el vuelo en tres días, quiero que la segunda parte esté a punto para reemplazarlo. Se quedó mirando a Rycroft con una mirada prolongada y seria.

—He repasado personalmente los informes sobre el tiempo espacial y la actividad de tormentas geomagnéticas. Cuando las cosas se tranquilizan se abren ventanas. Algunas veces las ventanas están sólo unas horas abiertas, pero están ahí. Cuando los cielos estén a punto, yo tendré la muerte en el aire.

Capítulo 50

El interior del carguero Jet 747 estaba frío, oscuro, era ruidoso y estaba abarrotado. Sujetos en unos espartanos asientos plegables entre altas paletas de cajas y contenedores sellados con destino a Singapore Electrochip estaban sentados Victor Xue, Lara Blackwood y Akira Sugawara. Vestían de forma idéntica e iban abrigados con unas
parkas
y pantalones de nailon acolchados, de color gris verdoso, para protegerse del frío de la bodega del carguero, en la que no había calefacción. La débil neblina temporal que formaba el vaho de su respiración animaba la zona inmediata de la bodega.

Xue había pagado a la tripulación una propina generosa en efectivo para que desviasen el jet, cargado hasta los topes, de manera que sus tres polizones indocumentados pudiesen viajar de incógnito, sin ser vistos, a Osaka, Japón. Tal como habían acordado, el piloto diría que tenía problemas en el equipo poco después de entrar en el espacio aéreo japonés y haría una escala no programada en Osaka para hacer «reparaciones». Después, continuaría su destino programado hacia Taiwán.

Lara se removió, intentando poner sus largas piernas en una posición más cómoda en el apretado asiento provisional que estaba atornillado al desnudo suelo. Al moverse le pareció que su hombro y su brazo le ardían cuando rozó a Akira. Él le brindó una débil sonrisa, en la tenue iluminación de la plataforma de carga, aunque fue lo suficientemente brillante para que ella entendiese que él le decía que compartía la misma extraña e invisible conexión que los había unido.

Lara pensó que se trataba de un sentimiento extraño. En parte lo sentía como una sensación de aturdimiento eufórico, de un capricho de instituto, pero ¿y el resto? Intentó definir los sentimientos que desafiaban su examen. ¿Tal vez compartían los mismos vínculos emocionales de ser supervivientes de un combate del que sabían que ninguno de los dos habría sobrevivido sin el otro? Seguro que era eso, pensó. Pero había más. Estaba el componente sexual, un impulso que no podía negar. El sexo y el peligro parecían ser extraños compañeros, pero tal vez fuese lógico, pensó, como un aspecto de la evolución que hacía que aquellos que se encontraban bajo la amenaza de muerte quisieran crear una vida nueva. Era un imperativo innegable, como el que condujo a las hijas de Lot a engañarle para que practicase el sexo con ellas, y asegurar así la continuación de la raza humana.

¿Simplemente estaba atrapada por la fiebre de la lujuria evolucionista que había desarrollado la raza humana, a través de los eones, para asegurar la supervivencia de los genes egoístas o había algo más en ello? Tal vez, pensó mientras buscaba su mano y le daba un cariñoso apretón, tal vez fuese amor. Se sintió avergonzada porque sabía demasiado bien a partir de la investigación y el estudio que lo que mucha gente llamaba amor, no era más que un fenómeno bioquímico, cuyas moléculas recorrían unos caminos de sobras conocidos. ¿Pero, acaso importaba en realidad?

Lara pensaba en todo ello, cuando los motores del jet redujeron potencia y el aparato empezó a estabilizarse en la altitud de crucero. Victor Xue desató su cinturón de seguridad del asiento y se dirigió a su bolsa de mano. Desató el gancho de la cuerda elástica que sujetaba el asa que la mantenía asegurada y se la llevó hacia un montón de cajas que le llegaba a la cintura.

—Venid aquí —dijo, mientras se sacaba el guante de la mano derecha, que usó para manipular los seguros de la bolsa y sacar de ella un montón de papeles. Extendió los papeles en la parte superior lisa del montón de cajas de la paleta. Por fin, Xue alargó el brazo y encendió las brillantes luces de carga del carguero. De pronto, un intenso resplandor inundó la bodega con su cruda luz. Lara y Sugawara soltaron sus cinturones de seguridad y se reunieron con Xue alrededor de la improvisada mesa de conferencias.

—Esto es una ampliación de los planos que sacamos de la web —dijo Xue—. Tenemos copias de todo esto y otras más en un almacén, cerca del aeropuerto de Osaka. Un equipo nuestro está recopilando todos los elementos necesarios y ha reunido a un pequeño grupo allí para construir los aparatos.

—Realmente no pierde el tiempo, ¿verdad? —comentó Lara.

—Es que, en realidad, no tenemos tiempo que perder —dijo Xue—. Sé que pensamos que tenemos cinco días, pero no hay ninguna razón convincente que nos indique que no pueda adelantarse, en especial si se produce una pausa en toda esta actividad solar.

Akira y Lara asintieron.

—Así que esto es con lo que tenemos que trabajar —dijo Xue, mostrándoles los esquemas.

—El elemento principal es la construcción de un tubo dentro de otro tubo.

Lara y Akira se inclinaron hacia delante para seguir los gestos de la mano de Xue.

—El tubo interior está lleno de explosivo y se sostiene exactamente en el centro del tubo grande, utilizando un aislante. Un disco de plexiglás tendría que funcionar —señaló cada extremo.

—Luego enrollaremos un cable de cobre del número doce alrededor de la funda exterior, para evitar que todo el conjunto se desintegre demasiado pronto; además, debe encajarse en algún tipo de material aislante. Podemos usar cemento, aunque creo que los militares usan, probablemente, algún tipo de material compuesto muy fuerte para disminuir el peso. Básicamente podemos encontrar todo lo que necesitamos en algún almacén que esté bien equipado.

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