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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El olor de la magia (25 page)

BOOK: El olor de la magia
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—Ya está bien —la tranquilizó Raquel—. Ven con nosotros. ¿Pasa algo malo?

Fola permanecía en la puerta, en actitud evidente de estar esperando algo. Entonces apareció la madre de Yemi, escondiéndose. Parecía horrorizada por lo que había sucedido, como si le diera miedo incluso mirar a cualquiera de los niños del poblado… como si sus ojos pudieran quemar. Yemi se lanzó a sus brazos. Ella retrocedió. Como Yemi insistió y la siguió, su madre aceptó por fin de mala gana que se le acurrucara contra el pecho. Con el contacto del niño se tranquilizó un poco, pero seguía acariciándole la cabeza como si se tratara de un objeto extraño y quebradizo.

Fola se encogió de hombros mirando a Raquel.

—Mamá aún no está preparada. Tenemos que ser amables con ella, y con todos los demás. —Señaló hacia un pequeño grupo de adultos.

Hasta aquel momento Raquel no se había percatado de la presencia de adultos. En comparación con la animación de los niños, cuyos ojos resplandecían, parecían sombras que se resistían a salir al primer plano. Tenían todos una expresión irremediablemente perpleja, y algunos no sabían si acercarse o no a sus propios hijos. Un padre se agazapó bajo su hija, suspendida en el aire, esperando que cayera de un momento a otro. Algunos padres se habían quedado dentro de sus casas, pues tenían miedo incluso de salir al exterior.

Raquel pensó en su madre, y de pronto sintió la necesidad de estar cerca de ella. Y luego pensó en su padre y le entró un sentimiento de ansiedad. Habló con Larpskendya, y se trasladaron de nuevo a casa de Raquel.

Sus padres estaban en el porche delantero, mirando hacia fuera. Al ver llegar a Raquel y Eric, sus rostros se mudaron en una expresión de alivio. Raquel observó a su padre con un sentimiento de felicidad. Estaba bien, aunque con los ojos rebosantes de lágrimas, y al abrazarla casi la aplasta con uno de los brazos, mientras hacía lo mismo con Eric con el otro. Luego, al ver a Larpskendya, el padre dejó un momento a un lado sus efusiones y, con una actitud casi formal, le dio la mano.

Finalmente todos se volvieron a mirar el mundo más allá del porche. Había tanto que ver. Vieron a unas niñas bailando sobre un tejado. Más arriba, un grupo de niños a los que Eric reconoció volaban dando vueltas en espiral como moscas alrededor de un bloque de pisos de protección oficial, mientras sus risas se propagaban varios kilómetros en el cálido aire del verano. Unos muchachos jugaban al criquet en las nubes. Otros niños se habían ido a volar solos, escoltaban a los aviones, perseguían a los pájaros, o hacían cientos de otras cosas que se les habían ocurrido al despertar durante la noche. Un chico en una silla de ruedas perseguía a un perro gris. Una niña pequeña leía tranquilamente un libro a la luz que emanaba de sus propios ojos incandescentes. Y por todas partes, allá donde los niños estuvieran, corrieran o volaran, dejaban tras de sí sus reveladores rastros individuales: olores nuevos en la Tierra… los olores de la magia.

—Sabía que estaríais bien —les dijo la madre a sus hijos en un susurro, mirándolos a todos—. En cuanto vi lo que estaba sucediendo —los abarcó con los brazos—, lo supe. —Se volvió hacia Larpskendya—. Las cosas ya no volverán a ser como antes, ¿verdad?

Larpskendya sacudió la cabeza en señal de negación.

Morpet contemplaba maravillado la actividad que se desplegaba a su alrededor.

—¿Habéis visto toda esa magia que están practicando? —exclamó—. En Itrea vimos algunas cosas asombrosas, después de todo, pero aquella gente llevaba siglos ejercitándose. ¿Cómo es posible que estos niños hayan adquirido habilidades parecidas en tan escaso tiempo?

—En ningún mundo se había producido una retención tan larga como en el vuestro —explicó Larpskendya—. Ni se había liberado su magia de una forma tan repentina. —Su voz se había vuelto humilde—. No tengo la menor idea de qué más puede suceder esta noche. ¡Nunca se había dado un florecimiento como este! Esto… —señalaba al cielo, a la hierba, a la luna, y a los niños que se movían con tanta gracia entre todo ello— es vuestro futuro, el comienzo de una aventura indescriptible para todos los niños. Pronto hacer magia será para vosotros una actividad tan sencilla como respirar. —Sonrió—. Y entonces, por supuesto, ya no parecerá siquiera magia.

Todos miraban calle abajo, donde un padre asustado alzaba suplicante la vista al cielo. Su hijo pequeño se precipitaba incauto a través de las estrechas callejuelas, demasiado excitado para advertir peligro alguno.

Raquel dio un paso para colocarse junto a Morpet.

—Este mundo nuevo será peligroso para los adultos, ¿no crees? También para ellos todo será diferente.

Morpet asintió con la cabeza.

—La mayoría sentirá envidia de sus hijos. Y los niños ya no harán caso de forma automática de lo que se les diga. Si los padres intentan hacerles… bueno…

—Puede pasar cualquier cosa —susurró Raquel, deslizándose hacia su padre y su madre. La asaltó una imagen inquietante: la de los niños haciéndose con el control, y los padres, que ya no se sentían a salvo para salir solos, siendo acompañados y cuidados por sus propios hijos.

Heiki permanecía al lado de Larpskendya, mientras observaba a una niña imitando la caída de una hoja desde un árbol.

—Cuando todo esto se calme un poco —preguntó—, los niños, ¿no acabarán formando clanes? ¿No harán bandas mágicas, en las que solo puedan entrar los que tengan determinadas habilidades, y en las que se sitúen los más duros al frente? Eso es lo que planeaban las brujas.

—Sí —dijo Larpskendya—. Eso es lo que sucederá en algunos lugares. —La miró fijamente—. Ahora todo lo imaginable podría suceder.

—¿No sabrías determinar el rumbo que seguirá nuestra magia al desarrollarse? —le preguntó Raquel—. ¿No lo sabes?

—La magia evoluciona de forma diferente en todos los mundos —le dijo él—. Pero en la Tierra es particularmente abundante, su riqueza es única. Nunca ha habido una raza tan dotada como la vuestra, en un estadio tan temprano de su historia.

—¿Por eso las brujas estaban tan interesadas en nosotros? —preguntó Heiki.

—Sí. Os desean en alto grado. Y ya habéis dejado de ser un secreto para ellas.

Morpet se estremeció.

—¿Durante cuánto tiempo podremos seguir sintiéndonos a salvo?

—No puedo responder a esa pregunta —dijo Larpskendya—. Pero las brujas ya no os dejarán nunca en paz. Se reagruparán, y regresarán en número aún mayor. Lo único que saben es hacernos la guerra sin tregua, y han comprobado lo útiles que podéis serles. Yemi, en especial, ejerce sobre ellas un atractivo hipnótico. ¿Quién sabe de lo que pronto será capaz?

Raquel tocó con suavidad las profundas señales de los zarpazos que seguían bien visibles en el cuello de Larpskendya, pero no se curaron.

—Déjalas —dijo Larpskendya—. Serán para mí un recordatorio de lo que he desencadenado. —Se volvió con tristeza para hablarles a Morpet, Eric, Raquel y sus padres—. Hay ahora un enemigo nuevo: las gridas andan sueltas. Sabía de la desesperación de Heebra, pero nunca llegué a imaginar que liberaría su furia. —Dejó caer la cabeza—. La llevé demasiado lejos, la acosé demasiado estos últimos años. Ha sido una terrible equivocación.

Por encima de la casa de Raquel habían aparecido dos espléndidas porterías. Unas figuras bañadas por la luz de la luna jugaban impecablemente al fútbol.

—Ellos aún no temen la llegada de las gridas —dijo Morpet con alivio. Fuera lo que fuera lo que les deparara el futuro, aquella noche su corazón se sentía alegre, y apenas podía seguir a todos los niños que pululaban entre las nubes nocturnas. Le entraban ganas de unirse a ellos.

—Es cierto —dijo Larpskendya con solemnidad—. ¿Por qué iban a temer nada?

Y entonces, con súbita y deliberada resolución, consideró a todos aquellos niños como algo muy próximo a él. Finalmente miró a Raquel, como si viera en ella un compendio de todo lo que valían. Los ojos de ella, que le devolvían la mirada, eran del color de la alegría.

El rostro de Larpskendya adquirió una expresión de esperanza exasperada y casi doliente.

—Quiero enseñaros una cosa —dijo—. Es preciso que comprendáis la magnitud de lo que nos espera.

—¿Enseñarnos qué? —preguntó el padre con recelo.

—Otro mundo. Un mundo precioso y adorable, cuya maravilla las brujas llevan muchas vidas tratando de destruir.

Eric parpadeó, dubitativo.

—¿Está lejos?

—Lejos y cerca. Para vosotros no hay ahora mismo nada más remoto. Pero podemos volar hasta allí.

—¿Cómo? ¿Esta noche?

Larpskendya sonrió.

—¿Por qué no?

—¿Y los prapsis? Yo no voy sin ellos…

Larpskendya abrió los brazos, abarcando toda la extensión del cielo.

—Nos los llevaremos a todos.

Los prapsis emitieron una risita nerviosa, sin saber muy bien a qué se refería.

—¿Qué quieres decir con «a todos»? —preguntó el padre—. ¿Te refieres a todos esos niños de ahí? —Señaló a los niños que estaban más cerca—. ¿A todos esos?

Los ojos de Larpskendya brillaban con intensidad.

—No, no lo habéis entendido. Me refiero a todo el mundo. A todos y cada uno de los niños y adultos de todo vuestro mundo. «A todos».

—¡Sí! —exclamó Raquel—. ¡Sí!

Larpskendya inspiró profundamente y Raquel sintió al instante algo que se tensaba en su interior, como si millones de mentes estuvieran congregándose. Al alzar la mirada vio niños por todas partes que levantaban sus barbillas hacia la misma constelación de estrellas, hacia occidente en el cielo.

Eric miró a sus padres, pensando que no les gustaría nada todo aquello. Pero se equivocaba.

—¿Así? —La madre desplegó los brazos con timidez—. Bueno, ¿lo hago bien?

Larpskendya se rió, con una risa resonante y prolongada que alejó de sí cualquier reticencia que aún pudiera quedarle.

—Sí, así ya irá bien —dijo. Esperó unos segundos y miró a Raquel, Morpet y Eric—. ¿Estáis preparados?

Ellos asintieron con énfasis.

—¡Que me aspen, muchacho! —masculló uno de los prapsis—. ¿Adónde van ahora?

Pero su compañero no tuvo tiempo de responderle. Desde las casas, desde los barcos y desde los aviones que vuelan a nueve mil metros de altura y desde las más profundas galerías de las minas, así como desde los cielos atestados de niños, todos los habitantes del mundo levantaron sus ojos.

Y, al cabo de un momento, en la Tierra solo respiraban ya plantas y animales.

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