Read El olor de la magia Online
Authors: Cliff McNish
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil
—Yo no… no estoy preparada para asumir el mando —suplicó Calen—. No puedo…
—¡Huid! —clamó Heebra, y su voz de alarma cruzó los cielos.
Las brujas, repartidas en pequeños grupos, se elevaron de la nieve, nerviosas e inseguras. Calen las condujo hacia el sur, mientras Heebra abría con desmesura sus cuatro fauces. Un estrecho cono de luz verde emanó de entre sus labios. Las brujas comprendieron y se juntaron en el interior del haz de luz. Volaron hacia arriba, introduciéndose entre las espesas nubes y lanzando continuas miradas a sus espaldas, buscando a Heebra.
—¡Deprisa! —rugió Heebra, y repitió su rugido.
La rabia de los niños había alcanzado el Polo.
Heebra se preparó. Se había enfrentado a las Brujas Superiores dotadas de las mayores capacidades intelectuales y de imaginación. Había derrotado innumerables hechizos malignos. Pero aquello era peor: era como mil furibundos hechizos malignos. Izó a Mak en lo alto, atrayendo la rabia hacia ella.
Y la rabia acudió con toda su violencia. Mak tragó toda la que pudo. Cuando ya no pudo asimilar más, Heebra abrió sus propias fauces. La rabia entró a raudales en su interior. Ella mantenía los brazos separados, y a medida que la rabia iba llenándola, se retorcía y doblegaba, presa de convulsiones.
Los niños del Polo no miraban, o lo hacían hasta donde podían soportarlo.
Heebra contuvo la rabia todo el tiempo que pudo, pero finalmente, cuando solo quedaban muy pocas de sus brujas en el Polo, fue cediendo. La rabia irrumpió como el fuego a través de las ventanas de sus narices, le salía por entre las fauces y los ojos… No se trataba de pequeñas lenguas de fuego, sino de enormes torrentes inflamados que saltaban en todas direcciones. Heebra sacudía su cabeza incandescente de un lado a otro, vomitando las arañas limpiadoras de sus fauces. Mak se adhirió a su cuello, tratando desesperadamente de protegerla todavía.
Heebra tuvo tiempo de darse cuenta de una última y amarga constatación: las gridas; jamás debió liberarlas. Solo ella había sido capaz de contener su ferocidad. Cuando ella ya no estuviera, ellas se apoderarían de Ool, y su primera acción sería matar a Calen, la nueva jefa de las brujas. Calen intentaría erigir una defensa, pero Heebra sabía que su hija era demasiado joven e inexperta como para liderar a las Brujas Superiores. Cuando Calen más necesitara a la hermandad, ellas la abandonarían.
En su mente que se apagaba, mientras sus bocas se cerraban por última vez, Heebra se imaginó lo que iba a suceder. Calen no se ocultaría. Esperaría desafiante en la gran torre mientras las gridas escalaban jubilosas las paredes. A Calen le llegaría su final sola: sin madre, sin hermana, con la insolente Nylo como única compañía para defenderla.
Heebra dejó reposar su cabeza ardiente sobre la nieve, y murió.
Los niños se quedaron observando inexpresivos los restos humeantes de Heebra.
La rabia se desvaneció con los últimos vapores que se elevaban de su cuerpo, pero unas pocas brujas aún ardían sobre la nieve. Nadie hablaba. Era una escena difícilmente soportable, y durante un buen rato los niños fueron incapaces de hacer otra cosa que estarse quietos, unos junto a otros, intentando darle un sentido a lo que acababan de presenciar.
Raquel dejó a Yemi al cuidado de Eric y pasó de puntillas entre las brujas muertas hasta que encontró a Morpet. Este yacía de espaldas en la misma posición exacta en que ella le había dejado, con los ojos cerrados. Temerosa de que el menor contacto pudiera empeorar sus heridas, se arrodilló junto a él, pidiéndoles a sus hechizos que le señalaran cuáles eran los lugares idóneos por los que empezar a curarle. Con un cuidado y una delicadeza que ni la propia Raquel conocía poseer, hechizos mayores y menores se combinaron para soldar los huesos y cortar las hemorragias internas.
Finalmente, los ojos de Morpet se abrieron.
—Parece que al final no me he muerto —murmuró, logrando esbozar una media sonrisa.
Raquel le dio un beso y se dirigió hacia Heiki. Sus heridas eran menos graves, y no había que temer por su garganta, pero durante todo el proceso de curación Heiki permaneció en silencio. Sus ojos azul claro mostraban una expresión tensa, incapaces de cruzarse con los de Raquel.
Por fin, con una voz quebradiza, preguntó:
—¿Podrás…?
Se interrumpió, pero Raquel pudo leer la palabra que Heiki trataba de decir: perdonarme.
Por toda respuesta Raquel se limitó a levantar la mano y acariciar la pálida mejilla de Heiki. Apenas la tocó, la rozó mínimamente, pero Heiki reaccionó como si la hubiera alcanzado un hechizo. Rompió a llorar y, al verlo, Raquel se dio cuenta de que ella también estaba llorando. Por múltiples motivos, más de los que nadie habría sido capaz de enumerar, se abrazaron la una a la otra y lloraron sin parar, y sus cálidas lágrimas producían diminutos hoyuelos en la nieve. Finalmente, Raquel volvió la cabeza hacia la prisión de hielo que seguía encerrando a Larpskendya.
—¿Vamos juntas a buscarle?
—¡Sí!
Heiki cogió a Raquel de la mano. Con los brazos entrelazados, volaron en busca del mago. A mitad de camino ascendente de las blancas y relucientes paredes de la prisión, Heiki flaqueó. Retorciéndose de dolor, comenzó a caer, pero Raquel la agarró y tiró de ella hasta recorrer los últimos pisos hasta lo más alto.
Larpskendya estaba tumbado de costado sobre el duro hielo. Las brujas, en su apresurada huida, le habían dejado los brazos, las piernas y la cabeza atados de forma grotesca con hilo mágico. El hilo era impermeable a la magia, de modo que Raquel y Heiki tuvieron que deshacer los nudos con los dedos y las uñas. Poco a poco, con sumo cuidado, fueron aflojando y quitando las hebras gruesas y cortantes.
Larpskendya, una vez liberado, se volvió hacia Raquel y Heiki. Se puso de pie con inestabilidad, observando desde su gran altura a las dos muchachas, a las que acogió en un amplio abrazo. Durante los segundos que permanecieron en el seno de aquel cálido abrazo, sintieron una paz que nunca habían conocido.
—Bien —dijo Larpskendya al fin—, no hemos hecho más que comenzar.
Se deslizaron hasta el suelo cubierto de nieve del exterior, y Raquel, una vez más, cogió a Yemi en brazos, arrebatándoselo a Eric.
Larpskendya se dirigió directamente hacia Morpet. Acabó de curar sus heridas y luego, mientras Morpet se debatía por sostenerse en pie, Larpskendya se arrodilló. Se había arrodillado ante Morpet y le había agarrado del brazo, y por un momento, cuando sus ojos se encontraron, Morpet vio a Trimak, a Fenagel y a los sarrenos que había dejado en Itrea. Todos aquellos viejos amigos estaban allí, jugando a hacer magia en los claros del bosque.
—Sanos y salvos —le dijo Larpskendya con calma—. Te deben tanto… Pero me pregunto si no te debo yo aún más. Ahora ya son dos los mundos que has salvaguardado para mí. ¿Cómo podré pagarte tal deuda?
Morpet se encogió de hombros con timidez.
—Hay algo que echo en falta. Yo…
Larpskendya sabía lo que quería. Morpet jadeó al notar que su magia volvía a llenarle. Los viejos y familiares hechizos se introdujeron ruidosamente en él, buscando los lugares de siempre en que les gustaba estar. Morpet intentó darle las gracias a Larpskendya, pero se sentía abrumado e incapaz de hablar.
Larpskendya le dejó y fue a atender a los demás niños. Estaban todos juntos, aunque en diferentes estados de ánimo: trastornados, aliviados, temerosos y cansados, muy cansados por la tremenda prueba a la que habían sido sometidos. La mayoría de ellos seguía mirando hacia el cielo, como si no acabara de creer que las brujas se habían marchado. Larpskendya iba de uno a otro, tranquilizando a todos, en especial a los más pequeños, a los que daba todo el tiempo que necesitasen o que ellos quisiesen. Se llevó aparte a un chico de pelo erizado y le habló largo rato. Paul no podía apartar sus ojos del mago. Eric también quería acercarse, pero los prapsis seguían asomando sus cabezas por la abertura del abrigo y sacándole la lengua a Larpskendya.
—¿Queréis estaros quietos? —les previno Eric—. ¿Es que no le reconocéis?
Ellos se dieron la vuelta y agitaron sus traseros plumosos en dirección al mago. Este miró hacia arriba y los pilló in fraganti.
Los prapsis tragaron saliva, escondiéndose bajo sus alas mientras Larpskendya se dirigía a grandes zancadas hacia ellos.
—Ahora veréis lo que es bueno —dijo Eric—. Se os va a caer el pelo, y a mí también, probablemente. Será mejor que hagáis una reverencia, y rápido.
Los dos prapsis le hicieron una reverencia a Eric.
—A mí no —suspiró este—. Diantre de…
Trató de darles la vuelta para colocarlos de cara a Larpskendya, mientras este se aproximaba, pero el mago había llegado ya hasta ellos. Cogió a los dos prapsis y se los llevó a la cara. Uno de ellos sacó la lengua y se puso a lamerle la oreja.
—¡Agh! —exclamó.
Larpskendya se rió y posó los dos prapsis sobre los hombros de Eric. Luego se inclinó sobre este intercambiando con él palabras que Eric jamás olvidaría, ni diría a nadie.
Finalmente Larpskendya reunió a Yemi, Raquel, Heiki, Eric y Morpet. Raquel se puso a Yemi en el regazo. El niño desprendía una belleza asombrosa. Sus ojos eran un hervidero de colores insoportablemente vibrantes que le rebosaban por las comisuras; ni siquiera él era capaz de contenerlos, aunque trataba de tapárselos con sus pequeñas manitas, como si no quisiera que se le escaparan.
—Dentro de él atesora la magia de todos los niños del mundo —dijo Larpskendya—. Nuestro pequeño ladronzuelo no quiere devolverla. Tenemos que ayudarle.
—Déjame a mí —dijo Raquel.
Se arrodilló junto a Yemi, obligándole a que retirara los dedos de los párpados. Le dio un beso.
Dejando escapar un gritito casi imperceptible, el niño rompió a llorar de improviso.
Rodeó el cuello de Raquel con los brazos… y sus ojos se abrieron. Los hechizos manaron con ímpetu al instante, y no uno solo, sino por decenas, por miles, todos querían ser el primero. Fluían del niño con todos los colores imaginables, y abandonaron el Polo, dirigiéndose con firme determinación hacia sus originarios dueños. Al cabo de unos minutos la transformación se había completado. Morpet escuchó con detenimiento… y oyó un sonido.
Era un sonido de sorpresa: la beatífica inspiración de aliento de todos los niños a la vez.
Una vez liberada la magia, Yemi volvía a ser él mismo de nuevo y sus Bellezas de Camberwell regresaron. Cubrieron el cuerpo de Raquel, mientras con sus delgadas patas negras trataban de atraerla hacia el niño. Paul y Marshall se acercaron con cautela, junto con los demás niños, y las mariposas revolotearon por encima de todos ellos, posándose de una en una o por parejas sobre sus cabezas.
—A su casa —suplicó Raquel a Larpskendya—. ¿Podemos llevarle a casa? ¿Podemos?
Larpskendya los transportó a todos de inmediato, de un modo tan suave que ninguno de los niños sintió nada.
Reinaba la oscuridad. Era de noche en Fiditi. Permanecían en el exterior de la casa de Yemi, a una hora en que normalmente todo debería haber estado en silencio. Pero el pueblo entero era un bullicio de vida. Todos los niños estaban despiertos… y ajetreados. Una niña se deslizaba por encima del río Odooba sobrevolándolo como una libélula. Sus ojos plateados iluminaban la superficie, atrayendo a los mosquitos. De entre la espesura de la selva tropical surgieron los gritos de un grupo de monos colobos chillones, a los que dos niños habían despertado. Tumbados sobre las frágiles ramas superiores de un árbol, se reían y respondían con gritos similares a los de los monos. Eric vio a un niño en edad de aprender a caminar tratando de volar por encima de un matorral. No consiguió salvarlo, y luego se frotaba apesadumbrado las piernas arañadas. Dos chicas adolescentes estaban de rodillas, cara a cara, a la entrada de una choza, peinándose la una a la otra y probándose diferentes estilos. Un muchacho de aspecto desaliñado estaba sentado en el alféizar de una ventana, mirando con despreocupación pasar las nubes en el cielo.
Morpet observaba a Raquel, pensativo
—¿Puedes creer lo que estás viendo? Y este tipo de cosas deben de estar sucediendo esta noche por todo el mundo. ¡Por todas partes!
—Lo sé.
Pensó en aquel niño francés que hacía tan poco tiempo había llorado por su adorado arco iris que se deshacía. ¿Estaría corriendo ahora hacia sus montañas? O quizá ya habría aprendido a volar…
Un pájaro pasó con rapidez por delante de Morpet, posándose en tierra como el más domesticado de los halcones sobre el delgado puño de un niño. Una muchacha yacía en el suelo, contemplando soñadora cómo un matojo de hierba crecía hasta rozar el cuello de su hermano con un cosquilleo.
—Me gustaría —le dijo Eric a Paul— poder estar en todas partes al mismo tiempo esta noche. Para poder verlo todo.
—¿No te da envidia? —le preguntó Paul—. Me refiero a que eres el único niño en todo el mundo desprovisto de magia.
—No hay nadie más que pueda hacer lo que yo hago —se limitó a decir Eric.
Los dos prapsis asintieron con tal vehemencia que casi se les parte el cuello.
La puerta principal de casa de Yemi se abrió… tan solo una rendija. Dentro se oían murmullos. Finalmente salió Fola. Sus ojos relucían con un brillo plateado, como los de todos los demás, y cuando vio a Larpskendya se puso a hacerle reverencias, sin saber muy bien cómo debía comportarse.