El origen del mal (73 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: El origen del mal
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Khuv cogió el lanzallamas de Litve y gritó a los hombres que iban más adelante:

—Cubridme con una ráfaga de fuego graneado cuando os lo pida…, una carga concentrada, a ver si así acabo con el hijo de puta ese. Pero antes que nada, ¿alguno de vosotros quiere apagar esa luz?

—¿Está seguro que es lo más conveniente, señor? —le advirtió alguien—. Lo digo porque esto no parece un hombre…

Khuv pensó que quien se lo decía tenía razón sobrada.

—Sí, apagad esa luz.

Sobre la puerta había una lámpara metida en una jaula de alambre. Siguiendo instrucciones del sargento, uno de sus hombres disparó contra ella. Se oyó un estrépito, cristales rotos, y la jaula de alambre quedó desalojada de su sitio. La luz del pasillo quedó atenuada al momento y transformó el lugar en un túnel lleno de humo.

—Cuando yo diga: «ahora» —les recordó Khuv—, lanzáis una ráfaga y bajáis las cabezas.

Grenzel se había esfumado un momento pero ahora había vuelto a aparecer y su cuerpo se dibujaba débilmente en la puerta. Llevaba el arma, que tenía apoyada en la pared al tiempo que volvía a ocuparse del cerrojo. Detrás de Khuv y de Litve, los pasillos convergentes se llenaron de gente que se movía, indecisa, de un lado a otro; sus comentarios, pronunciados en voz baja, eran como el susurro de una congregación de personas en una inmensa iglesia.

Litve les gritó:

—¡Queréis callaros de una vez! ¡Silencio! ¡No os mováis del sitio!

Khuv comprobó que tenía el arma cargada y pronta para disparar. Era bastante pesada, lo que indicaba que estaba en condiciones de disparar. De pronto gritó:

—¡Ahora!

La respuesta fue una ráfaga de balas y Grenzel se tambaleó. Khuv se agachó y corrió hacia adelante. Grenzel lo presintió o lo vio, pero el hecho fue que cogió el arma y disparó una corta sucesión de tiros, puesto que súbitamente se quedó sin municiones. Khuv oyó el latigazo y el zumbido del plomo y también voces a su espalda que, desde el pasillo, proferían lamentos de dolor. Entonces empuñó el lanzallamas y abrió fuego, apuntando la hoja de fuego casi sólido directamente contra los ojos amarillos de lobo que fulguraban en el rostro apenas visible de Grenzel.

Todas las sombras desaparecieron así que se oyó el rugido del lanzallamas. Grenzel quedó socarrado y se puso a gimotear como un gato aplastado por una apisonadora. Soltó la inútil arma que tenía en las manos y al momento quedó totalmente a merced de Khuv. Éste siguió rociándolo con fuego, tostándolo igual que una patata frita que, tras arder en llamas, quedó pegada a la pared metálica. Después Grenzel fue deslizándose pared abajo y al final se desplomó en el suelo y quedó inmóvil. Khuv interrumpió la rociada de fuego y dio unos pasos atrás. Dejó que las llamas fueran extinguiéndose gradualmente y que los restos de Grenzel fueran emitiendo chasquidos y silbidos y exhalando un humo negro e insoportable.

Después Litve se adelantó junto con el sargento y Khuv dijo a este último:

—Procura sacar a todos éstos sanos y salvos de aquí dentro. Todavía no están fuera de peligro.

Después, sin esperar más, los dos se dirigieron al Centro de Control del Protector de Fallos.

Mientras una hilera de hombres apresurados, visiblemente impresionados, pasaba por su lado en el mismo corredor, dieron unos golpes con la mano en la puerta metálica. A través de ella se oyó la voz de Luchov, estridente y presa del pánico aún.

—¿Quién es? ¿Qué pasa?

—¿Es Viktor? —gritó Khuv—. Soy yo, Khuv. Abre.

—No, no te creo. Sé quién eres. ¡Vete!

—¿Qué? —dijo Khuv echando una ojeada a Litve.

De pronto comprendió qué había sucedido. Seguro que Agursky había estado antes allí. Golpeó nuevamente la puerta.

—Viktor, ¡soy yo!

—¿Dónde has dejado la llave?

Todos los funcionarios que tenían acceso al protector de fallos disponían de una llave de esa sala.

Litve todavía tenía las llaves de Khuv, por lo que se las sacó del bolsillo y se las tendió. Por fortuna, Khuv no había arrojado al suelo del depósito de cadáveres la llave de la sala del protector de fallos junto con las otras. Así pues, el comandante hizo girar la llave en la cerradura y empujó la puerta…, pero enseguida se hizo atrás y se quedó jadeando ante el cuadro que veían sus ojos.

Luchov estaba allí de pie, con los ojos saliéndole de las órbitas y las venas palpitantes en la mitad del cráneo que tenía quemada y con el cañón de un lanzallamas apuntando directamente a la cara aterrada de Khuv.

—¡Dios mío! —exclamó con un suspiro, bajando al mismo tiempo el arma y apuntando el suelo con ella—. ¡Si eres tú!

Después, retrocediendo vacilante, se dejó caer en su silla giratoria colocada delante de las pantallas de TV.

Estaba hecho una ruina, una ruina de hombre que no hacía más que temblar, jadear y dar muestras de todo el terror que sentía. Khuv le cogió el lanzallamas y dijo:

—Pero ¿qué ha pasado, Viktor?

Luchov tragó saliva y habló. Mientras daba las explicaciones pertinentes, de cuando en cuando volvía a sus ojos todo el horror salvaje y espantoso que había sentido.

—Cuando tú te fuiste yo…, yo llamé por teléfono. La mitad de las líneas estaban desconectadas. Sin embargo, pude hablar con los centinelas de la entrada, los que están en el barranco, y les hablé de Agursky. Después hice media docena más de llamadas para hacer circular la noticia. Les dije que todo el mundo debía evacuar el lugar, pero de la manera más ordenada posible. Después me di cuenta de que esto era una solemne tontería y que Agursky tenía que estar en alguna parte y que era seguro que vería cómo abandonaban sus puestos. Comprendería que todo había terminado y quién sabe qué podía hacer. Conseguí ponerme en contacto con los militares y les dije que se encargasen de la evacuación y de localizar a Agursky. También les dije que había muchos teléfonos desconectados y que era preciso que pusiesen en guardia a toda la gente que yo no podía avisar. Hablé con todas las personas que pude, pero no me fue posible ponerme en contacto con el núcleo.

Khuv y Litve echaron una ojeada a las pantallas. Todo parecía normal allí abajo; aunque la cara de la gente reflejaba inquietud y nerviosismo, no se apreciaban signos de una actividad que se apartase de lo común.

—¿Qué hay de Agursky? —preguntó Khuv—. ¿Ha estado aquí?

Luchov lanzó una especie de bufido.

—¿Que si ha venido? Pues sí, ha venido, llamó a la puerta y dijo que quería hablar conmigo, a lo que yo le contesté que no podía dejarlo entrar. Entonces me dijo que ya estaba enterado de que yo estaba al corriente de todo lo relacionado con él, pero que estaba en condiciones de darme una explicación. Y añadió que, si no lo dejaba entrar, haría una cosa terrible. Yo le contesté que, si lo dejaba entrar, sabía que me mataría. Entonces me dijo que sabía que nosotros queríamos quemarlo, pero que quien nos quemaría a nosotros sería él… a todos nosotros. Al final se marchó, y yo pensé que, si mataba a cualquiera de los funcionarios que tenían la llave del protector de fallos…

»Yo tenía una pistola automática, pero al mismo tiempo sabía que los dos soldados muertos habían sido incapaces de cortarle el paso sirviéndose de sus armas. Así es que esperé un ratito y después salí a la chita callando y me apoderé del primer lanzallamas que encontré. Volví y en el momento en que me disponía a volver a entrar… ¡Oh, Dios mío!

—¿Apareció él? —dijo Khuv cogiéndolo por el codo.

—Exactamente —dijo Luchov asintiendo con la cabeza y hablando como si se estuviera ahogando—. ¡Pero tendrías que haberlo visto, Khuv! ¡Ese hombre no es Agursky! No sé en qué se ha convertido, pero te aseguro que no es Agursky.

Los tres hombres intercambiaron miradas interrogativas.

—¿Qué quieres decir con eso de que «no es él»? —preguntó Litve, sabiendo por anticipado que la respuesta iba a ser desagradable.

—¡Su cara! —dijo Luchov con labios temblorosos y moviendo la cabeza con incredulidad—. Es extrañísimo… no sé, la forma de su cabeza, la manera como se mueve… Parece un animal. Bueno, el hecho es que vino corriendo hacia mí, como si fuera al galope… No llevaba las gafas oscuras y os puedo jurar que tiene los ojos completamente inyectados en sangre. Yo me metí dentro de un salto, cerré la puerta de golpe y no sé cómo, pero pude hacer girar la llave. El, que se quedó fuera, se puso como loco y comenzó a gritar, a amenazarme y a aporrear la puerta. Finalmente se volvió a marchar.

Khuv sintió un estremecimiento. Todo aquello parecía una pesadilla y estaba empeorando por momentos. De pronto sonó el teléfono de Luchov e hizo que los tres hombres tuvieran un terrible sobresalto. El primero en coger el aparato fue Khuv, que se apoderó de él de un gesto brusco.

—Soy el cabo Grudov, centinela de la entrada, señor —dijo con voz excitada y aguda—. ¡Agursky ha estado aquí!

—¿Cómo? —dijo Khuv, encorvándose, agarrado al teléfono—. ¿Lo has visto? ¿Lo has matado?

—Le he disparado, señor, pero en cuanto a matarlo… Estoy seguro que le hemos dado, pero daba la impresión de que no nos hacía ningún caso. Así es que nos hemos lanzado tras él y lo hemos perseguido con el lanzallamas.

—Pero no le habéis hecho nada. ¿Y ahora dónde está? ¿Ha salido? —dijo Khuv reteniendo el aliento.

Sabía que Agursky no debía escapar.

—No, ha vuelto a meterse dentro. Creo que lo hemos quemado un poco…

—¿Lo crees?

—Es que todo ha ocurrido tan aprisa, señor…

Khuv pensaba muy rápidamente.

—¿La gente sigue fuera?

—La mayoría, pero ya están volviendo todos. He pedido camiones de los barrancos, porque de lo contrario se van a congelar todos.

—¡Lo has hecho muy bien! —dijo Khuv suspirando aliviado—. Ahora escúchame bien: deja a todo el mundo fuera salvo a Agursky y, como vuelva a aparecer, atácalo con todo lo que tengas a mano. ¡Mátalo, quémalo, carbonízalo y acaba con él! ¿Me he explicado?

—Sí, señor.

Khuv colgó y, volviéndose a los demás, dijo:

—Sigue aquí dentro. Está él, estamos nosotros y posiblemente unos cuantos rezagados. ¡Ah, y los soldados que hay en el núcleo y quienquiera que pueda estar con ellos!

Después se volvió a Luchov y dijo:

—El primer botón dispara las sirenas, ¿verdad?

Luchov asintió con la cabeza.

—Ya sabes que sí… en el supuesto de que funcionen, claro.

Khuv se acercó al panel y pulsó el botón número uno. Sin dar tiempo a Luchov para pensar o discutir, actuó sin pensárselo dos veces. Las alarmas seguían funcionando: inmediatamente se oyó su monótono ulular, capaz de atacar los nervios del más pintado. Era como el bramido de un animal prehistórico, enorme y herido.

—Pero ¿qué estás haciendo? —dijo Luchov fuera de sí.

—Pues sacando a los soldados de aquí dentro —dijo Khuv indicando con un gesto las pantallas.

Allá abajo en el núcleo las órdenes no servían más que para soliviantar a la gente, porque sabían perfectamente qué significaba aquel ulular de sirenas. Además, ya estaban bastante nerviosos para que, encima, les vinieran con esas lindezas. En cuestión de segundos se formó el caos más espantoso y se produjo el pánico. La escalera estaba atestada de soldados que huían y los pelotones de los encargados de maniobrar los Katushevs pusieron pies en polvorosa después de armarse debidamente. Un sargento mayor disparó su pistola al aire una o dos veces seguidas e inmediatamente después volvió a enfundarla y se unió a la multitud.

Khuv se echó a reír, se dio una palmada en el muslo y dio un alegre puñetazo a Litve en el hombro.

—Agursky no tiene escapatoria —dijo—. Está aquí, probablemente herido, y estos hombres armados hasta los dientes vienen de abajo. Y nosotros vamos a bajar desde arriba…

—Tienes razón —dijo Luchov con voz entrecortada—, pero lo que es yo, pienso quedarme aquí. Si viene por esa zona, me aseguraré de que no se meta ahí dentro. Por otra parte, no quiero correr el riesgo de encontrarme con él entre este punto y la salida.

—Perfectamente —dijo Khuv—, pero nosotros necesitaremos tu lanzallamas. Toma esto… —le dijo, sacándose la pistola automática y dándosela—. No es gran cosa, pero mejor esto que nada.

Luchov los acompañó al pasillo.

—¿Buena suerte? —se limitó a decir.

—Lo mismo digo —dijo Khuv con un movimiento de cabeza, después de lo cual Luchov cerró rápidamente la puerta e hizo girar la llave…

A medio camino entre el Centro de Control del Protector de Fallos y los niveles del magma encontraron a los soldados que subían. Llegaban enloquecidos, pero Khuv los frenó.

—¡Calma, muchachos! No pasa nada. Tenemos a un loco que anda suelto, pero nada más. Se trata del científico Vasily Agursky. ¿Alguno de vosotros lo ha visto?

—No, señor —dijo el sargento mayor que había disparado el arma cuando estaba abajo, saludando al mismo tiempo—. Me temo que nos hemos dejado dominar por el pánico, señor, y…

—Olvídalo —dijo Khuv—. Lo normal es que os dejaseis dominar por el pánico. Así salís más aprisa.

—Mire usted una cosa, señor —replicó el otro, revelando que tenía grandes dificultades para explicarse—, los teléfonos han estado desconectados durante un tiempo, lo que me ha hecho pensar que debía de haber algún problema. Después, cuando comenzaron a oírse las sirenas…

—Te he dicho que te olvides del asunto —lo cortó Khuv—. Y ahora saca de aquí a todos tus hombres. Y cuando digo que los saques, quiero decir que los quiero fuera del Projekt.

Litve lo agarró por el brazo.

—Pero pueden sernos de ayuda —protestó.

Khuv movió la cabeza a un lado y a otro.

—Si los sacamos, sabremos que si algo se mueve, tiene que tratarse de Agursky. Y si algo se mueve, va a morir. ¡Vamos!

Se dirigieron hacia los niveles del magma al tiempo que iban registrando salas y laboratorios a su paso. Entretanto las sirenas no paraban de sonar, sonar, sonar, sonar… y ellos sentían que se les ponía la piel de gallina como si tuvieran todo el cuerpo cubierto de cucarachas…

Arriba, en la sala del protector de fallos, Viktor Luchov oyó pasos de botas mientras las unidades militares que hasta ahora habían custodiado el núcleo abandonaban el Projekt. Bien, por lo menos ahora ya estaban saliendo y después sólo quedarían Khuv y Litve y… lo que pudiese estar esperándolos abajo. Luchov volvió a mirar las silenciosas pantallas, que en ese momento estaban inmóviles, especialmente la central, en la que aparecía el núcleo y la Puerta, y enseguida volvió a sumirse en sus pensamientos personales. Pensó en Khuv. Nunca se había preocupado demasiado por aquel hombre, porque los de la KGB eran brutales. Ahora, sin embargo…

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