Volokine encendió el canuto. Sus manos temblaban.
Prosiguió en un tono irónico que lamentó inmediatamente.
—¿Quieres restablecer el gran equilibrio del planeta? ¿Obligar a las multinacionales a devolver la libertad a su mano de obra?
—Quiero que llegue el día en que las multinacionales no puedan hablar de «su» mano de obra. Que el posesivo ya no sea posible. Porque no haya ni explotadores ni explotados.
Volokine exhaló lentamente una fina bocanada de humo.
—Eso es irreal. Es una utopía.
—Es una utopía. Por eso es real.
Francesca estaba en lo cierto. El hombre está hecho para soñar, es decir, para combatir y no para resignarse. Es la ley de la evolución. Y, sobre todo, el hombre está hecho para la poesía. La utopía es poética. Y la poesía siempre tendrá razón frente al realismo.
—¿Por qué vienes a darme el coñazo? —preguntó ella de pronto—. Has venido a ver el mono en su jaula, es eso, ¿no?
Volokine sonrió. Se tumbó. Los temblores cesaron. El canuto hacía su efecto.
—Ya te había visto antes. En Bercy. 1999.
—¿Y?
—¿Sabes lo que me apetecería?
—Como sueltes algo de sexo, te parto la nariz.
—Los doce taos de
hsingh-i.
Solos tú y yo.
Sin responder, ella se tumbó a su lado, sobre la estera y cerró los ojos. Parecía captar un murmullo, una línea de verdad, bajo la luz de las ventanas.
Volokine se apoyó sobre un codo y se inclinó hacia ella.
—Para mí sería un honor —añadió en voz baja, con la mano en el pecho en señal de respeto.
Sin decir nada, ella se levantó y se colocó en el centro del gimnasio. Volokine se quitó la chaqueta y se reunió con ella. Ella esbozaba ya su guardia. Posición
Pi Quan.
Brazos abiertos; luego, lentamente, uno debajo del otro, delante de sí.
Entonces, como el detonador de un arma, su brazo derecho retrocedió, su brazo izquierdo se distendió. Todo su cuerpo estaba en posición. Rodillas flexionadas. Torso retraído. Mano izquierda en diagonal hacia el techo. Mano derecha hacia atrás, codo doblado.
Volokine reconocía el impulso de la nuca, retrocediendo una vez más antes de ponerse en su sitio. Gesto grácil que lo había dejado sorprendido ya en Bercy. A su lado, imitó su posición.
—El mono —murmuró ella.
Con un solo movimiento, los dos se agacharon y retrocedieron un paso. Luego giraron suavemente y levantaron sus brazos en tijera, delante de sus torsos. Dieron tres pasos, levantando apenas los pies del suelo, luego sus piernas se cruzaron, reproduciendo a la perfección la postura de los brazos. Todo era ligereza, suavidad, malicia en sus gestos. Eran, literalmente, el «mono».
—El tigre.
Sus brazos se extendieron, se abrieron y luego rodearon su torso como para englobar una fuerza que surgía de su propio vientre. Estaban en el eje de las ventanas. Las rejas de acero formaban una cuadrícula manchada de luz.
Un paso a la derecha, un paso a la izquierda. Cada vez, sus brazos doblados se distendían, con las palmas vueltas hacia fuera. El tigre atacaba con sus gruesas patas cargadas de fuerza…
Volokine sentía su piel impregnándose de sudor, los efectos de la droga exudarse. Sus extremidades cobraban fluidez. Y todas aquellas promesas de energía interior, las que había olvidado, traían a su memoria valiosos recuerdos. El
Chi.
Con voz sorda, dijo:
—La golondrina.
Dibujaron un círculo con el brazo derecho antes de lanzar un puñetazo. Luego, con la ligereza propia de los bailarines, se quedaron quietos en la misma posición. Brazos abiertos. Puños apretados. Cabeza vuelta hacia atrás, en equilibrio sobre un pie.
La golondrina abrió sus alas. Otra media vuelta. El puño derecho de ella emergió simultáneamente con el de él, luego el izquierdo, abierto. Giraron. Frente a frente, las manos volvieron a su posición original, como preparándose para un nuevo ataque.
«Perfecto», pensó Volokine, pero todavía no había admirado lo que esperaba. La famosa patada de Francesca Battaglia.
—El dragón —propuso.
Ella retrocedió antes de extender su pierna hacia el sol, con el talón hacia delante. No era posible imaginar un gesto más furtivo, más rápido y al mismo tiempo más armónico, más desarrollado. La mujer se inclinaba ya, bajaba su pie derecho, reverencia al suelo, antes de distenderse en una especie de paso de ballet.
Volokine la imitó y tuvo la impresión de que pesaba una tonelada. «La bella y la bestia», pensó.
Así fueron construyendo las posiciones del águila, la serpiente, el oso, mientras la luz se alejaba de las rejas de la ventana. Giraban, volaban, revoloteaban, golpeaban el aire o permanecían suspendidos con una simultaneidad perfecta.
Dos seres humanos tendiendo su energía en ofrenda a una libertad soñada, ganando a cambio una armonía, una complicidad, que no habrían podido alcanzar en ningún otro contexto. Ni siquiera en el amor físico. Menos aún en el amor físico.
—¿Te la tiraste o no?
En sus maneras, Kasdan era como su presencia física.
—No me la tiré. Vivimos algo diferente, eso es todo.
—Ya, chaval. La joven generación…
Volokine lo recordaba aún. Cuando las tinieblas invadieron el gimnasio, lo había intentado, sí. Se había acercado a ella y, sin saber a ciencia cierta qué hacía, había tratado de besarla. Ella se había apartado suavemente. Sin agresividad.
—Ni hablar. Aquí no. Así no.
Volokine había asentido y se había retirado.
—Lo comprendo.
En realidad, no comprendía nada. Asentía por otra razón. Por el extraño brillo de los ojos de la mujer. Por la absoluta nitidez del instante, que escapaba a todo análisis, a toda lógica.
Volokine alejó su recuerdo.
Tecleó rápidamente para borrar los rastros de su paso por el ordenador de Goetz.
Kasdan señaló la pantalla con un movimiento de la cabeza.
—¿Te responde?
—Nunca.
El armenio abrió la boca, sin duda para soltar otra pulla, pero su móvil sonó.
—Arnaud —dijo—. ¿Tienes novedades? Te llamo dentro de cinco minutos, desde el coche.
Los dos hombres cerraron la puerta del piso. Salieron a la calle sin ver un alma. Un minuto después estaban en el Volvo, con el motor en marcha y la calefacción funcionando.
La voz de Arnaud retumbó dentro del vehículo.
—He localizado al segundo general.
—¿No estás celebrando la Nochebuena?
—No me hables. Me he atrincherado en el primer piso. Es triste decirlo, pero no soporto las fiestas familiares.
—Bienvenido al club. ¿Qué tienes para nosotros?
—La dirección de La Bruyère. Sigue vivo. Al parecer, las condecoraciones conservan… Pero, cuidado, no sé cómo estará. Tuve dificultades para rastrearlo porque lo jubilaron prematuramente. No está en circulación desde finales de los años ochenta. Problemas de salud.
—¿De qué tipo?
—Psiquiátricos. La Bruyère sufre trastornos mentales. Fue internado varias veces por… mortificaciones. Automutilaciones. Ese tipo de cosas. Sufre delirios masoquistas.
Volokine miró el parque Montsouris. Completamente vacío. Absolutamente oscuro. Esa superficie, como un espejo, le devolvió una evidencia: Goetz sufría esos mismos trastornos. No podía ser casualidad. ¿Habían estado bajo la misma influencia? ¿Habían vivido la misma experiencia?
—La Bruyère fue enviado primero a Val-de-Grace —continuó Arnaud—. Luego a institutos especializados de París o de la región parisina. Sainte-Anne, Maison-Evrard. Paul-Guiraud…
—Vale. Los conozco.
El ruso lanzó una mirada a Kasdan. Guardó ese detalle en un rincón de su mente.
—¿Y ahora? —preguntó el armenio con impaciencia.
—Parece ser que vegeta en su casa. Un chalet en Villemomble. Ya no debe de tener fuerzas para darle tijeretazos al rabo, pero se murmura otra cosa.
—¿Qué?
—Droga. Puede que esté haciendo menos penoso el final de su existencia a base de inyecciones. Heroína o morfina. Imagina en qué estado podrías encontrarlo. Hecho papilla…
—¿No has encontrado ningún vínculo con el asunto de los chilenos, aparte de esos cursos que hicieron allí?
—Por extraño que parezca, sí. La Bruyère, estando ya jubilado, supervisó intercambios internacionales. Particularmente con Chile. Asesoramientos puntuales.
—¿Más?
—Parece que se habría ocupado del traslado de ciertos militares, «refugiados políticos», a Francia a finales de los años ochenta.
—¿Podrías conseguir la lista de esos militares?
—No. No tengo ningún medio para hacerlo. Os repito exactamente lo que me han dicho. Solo La Bruyère sabe qué fue de esos invitados…
Kasdan le pidió la dirección exacta del general. Volokine la apuntó en su libreta.
—Gracias, Arnaud —concluyó el armenio—. ¿Te acordarás del tercer general?
—Por supuesto. Pero un 24 de diciembre a las diez de la noche, mis pistas no llegarán lejos.
Cuando hubo colgado, los dos hombres no dijeron palabra. Estaban de acuerdo.
Su fiesta de Nochebuena continuaba.
Azul sobre azul.
La autopista contra el cielo.
El asfalto contra el índigo.
Era medianoche cuando se zambulleron en el extrarradio, una monótona y lúgubre sucesión de bloques de viviendas y casas unifamiliares de piedra gris. Absolutamente desierto. A las doce y media se detuvieron delante del 64 de la rue Sadi-Carnot, en Villemomble.
En silencio, miraron el portal de hierro y los muros de ladrillo. Encima de la muralla, unas ramas negras se movían lentamente. Solo faltaban los cristales pegados en el cemento para completar el cuadro. La propiedad del general La Bruyère se correspondía perfectamente con esa Nochebuena que parecía más bien la noche del fin del mundo. Salieron al frío.
El portal estaba abierto. Volokine solo tuvo que girar el picaporte para entrar en el jardín. Miró a Kasdan —su enorme silueta ocultaba los halos blancos de las farolas— y le hizo señas de que lo siguiera.
Las tinieblas se cerraron sobre ellos. Muros de seguridad. Árboles centenarios. Ninguna ventana iluminada. Los dos colegas encontraron un sendero y lo siguieron. El jardín estaba completamente abandonado. Las malas hierbas y la grama reemplazaban a las flores y el césped. Matorrales negros, desordenados, se alzaban como monstruosas bolas de pelusa. Las zarzas cercaban el conjunto cual alambradas.
—Esto es un error —murmuró Kasdan—. El tío o está muerto o hace tiempo que se marchó.
—Ya lo veremos.
Llegaron a los escalones de la entrada al chalet. Una construcción imponente, casi una casa solariega, al estilo de principios del siglo XX, con ornamentaciones propias de un castillo. Ladrillo negro. Torres en punta. Marquesina en arco. En el umbral se dibujaban curvas vagamente
art déco
, reminiscencias de antiguas bocas de metro. Pero eso era todo. El edificio estaba sellado como un búnker. Todos los postigos estaban cerrados. Había escombros entre los arbustos. Fragmentos de vidrios diseminados por la escalera de entrada. Una auténtica ruina.
Volokine empezaba a pensar que Kasdan tenía razón: ahí no vivía nadie desde hacía años. Arnaud no había conseguido informaciones de primera mano.
Subieron los escalones. La puerta de vidrio y hierro forjado estaba cerrada con un pasador, pero el vidrio estaba roto; había un agujero entre las molduras. Se podía introducir la mano y abrir el cerrojo.
Por una cuestión de forma, tocó el timbre. Ningún resultado. Sin pensarlo, golpeó la puerta, suavemente para que no lo oyeran desde los chalets vecinos. Ni el menor ruido de respuesta. Sin prisa, buscó en el morral y sacó dos pares de guantes de cirujano. Le dio uno a Kasdan y se puso el otro. Pasó la mano por el agujero del vidrio y corrió el cerrojo. La puerta se abrió con un chirrido lúgubre. El ruso permaneció inmóvil en el umbral, contando mentalmente hasta diez, a la espera de un movimiento en las tinieblas. Nada. Pasó por encima de los trozos de vidrio. Entró en el vestíbulo, completamente a oscuras.
La primera sensación fue el olor a polvo. El aire era tan pesado, estaba tan cargado de suciedad, que Volokine tuvo la impresión de respirar el humo de un tubo de escape. De inmediato, pasó a realizar breves inhalaciones por la boca, para respirar sin que le entrara el polvillo en la nariz. La segunda sensación fue el frío. Hacía tanto frío como en el exterior. Salvo que la agresión era más húmeda, como acentuada por una higrometría inusual.
Con la mano izquierda, Volo cogió de su bolso el bolígrafo linterna y lo encendió. A la derecha, el bastidor de una puerta doble, que tenía los goznes medio arrancados, enmarcaba un oscuro vano. Escogió esa dirección, seguido por Kasdan, que acababa de encender su propia linterna. Las nubes de vaho que escapaban de sus labios materializaban los haces de luz y marcaban el ritmo de sus silenciosos pasos.
Accedieron a una habitación. El mobiliario parecía fabricado con polvo y telas de arañas. Masas oscuras, informes, que provocaban una repulsión instantánea. En el suelo, periódicos manchados con inmundicias, páginas arrancadas de algún libro, una botella vacía… Los únicos ruidos eran los roces furtivos, los crujidos que evidenciaban la existencia de insectos, bichos poco acostumbrados a las visitas.
Volokine enfocó la luz desde la altura de su torso. Cuadros demasiado oscuros para saber qué representaban. Un papel pintado a rayas verdosas, rasgado, cubría los muros como un lienzo asqueroso. De las cuatro esquinas del techo colgaban telas de araña, atenuando los ángulos, uniendo los muebles con una capa de baba grisácea.
El ruso se acercó a una cómoda y tocó los objetos; parecían formar una masa compacta. Frascos. Adornos. Fotos enmarcadas. Todo estaba recubierto por una especie de piel oscura. Todo allí se pudría como un queso viejo.
Abrió un cajón. Fotos. Documentos. Pegoteados unos con otros por la misma inmundicia. Deslizó la mano con prudencia. De ese caos podía surgir una rata. Frotó las fotos para ver las imágenes. Detrás de él, Kasdan registraba otros rincones, barriendo el espacio con su linterna.
Volo no estaba seguro de lo que veía. Un niño minusválido atrapado en unas estructuras de hierro. O torturado, descuartizado, cortado, machacado por un instrumental desconocido. Otras fotos. Manos infantiles con las uñas arrancadas. Rostros inocentes con cortes, desgarrados, desfigurados por el trabajo de pinzas y agujas.