Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
—Déjalo, Rube. Por favor.
Haywood hizo una pausa y después suspiró.
—De acuerdo, tú eres el jefe. Pero escucha: aunque hasta ahora has tenido suerte, se te puede acabar de pronto.
—Lo sé.
—¿Al menos me dejarás que te ayude? Conozco a un tipo allí que deberías ver. ¿Tienes un boli?
Sam cogió el bloc de papel de la mesa y apuntó el nombre y la dirección que le dio Rube.
—Confío en él. Ve a verlo.
—De acuerdo.
—Por el amor de Dios, tened mucho cuidado, ¿me oyes?
—Te oigo. Remi y yo ya hemos pasado por algunos aprietos graves. Nos ocuparemos de este.
—¿Cómo lo harás?
—Muy fácil. Nos mantendremos siempre un paso por delante.
Tres horas más tarde, Sam, en el Volkswagen Escarabajo, dejó la carretera de la costa para entrar en un pequeño aparcamiento y se detuvo junto a un oxidado cobertizo donde había una manga de viento y un cartel pintado a mano que decía: air sampson. Cincuenta metros a la derecha había otro cobertizo más grande, y entre las dobles puertas correderas vieron el morro de un avión. Al otro lado del hangar había una pista de aterrizaje hecha con conchas machacadas.
—¿Es aquí? —preguntó Remi, con los ojos entrecerrados.
Sam consultó su mapa.
—Sí, es aquí. Selma jura que es el mejor lugar de la isla para alquilar un avión.
—Si ella lo dice... ¿Estás dispuesto a llevar esa cosa? —Remi señaló con un gesto un objeto envuelto con una toalla que estaba en el suelo a los pies de Sam.
Después de hablar con Rube, Sam había ido al bungalow y le había resumido la conversación a Remi, quien lo escuchó con atención y sin hacer preguntas.
—No quiero verte herido —dijo ella por fin y tomó sus manos entre las suyas.
—Y yo no quiero verte herida. Sería el final de mi mundo.
—Entonces evitemos que nos hieran. Como dijiste, nos mantendremos un paso por delante. Y si las cosas se ponen muy mal...
—Llamaremos a los buenos y nos iremos a casa.
—Claro que sí —afirmó ella.
Antes de ir al aeródromo, tras salir del hotel, habían ido a la dirección que les había dado Rube y que correspondía al local de un zapatero remendón en el centro de Nassau, donde los esperaba Guido, el propietario y contacto de Rube.
—Rube no estaba seguro de si vendrían —dijo Guido en un inglés con un leve acento italiano—. Comentó que ambos son muy testarudos.
—¿Eso dijo?
—Sí, sí.
Guido fue hasta la puerta, colgó el cartel de he salido a comer, y los llevó al cuarto de atrás, desde donde bajaron unos pocos escalones de piedra hasta un sótano alumbrado por una única bombilla. En un banco de trabajo, entre zapatos por remendar, había un revólver de cañón corto calibre 38.
—Están acostumbrados a manejar armas, ¿no?
—Sí —respondió Sam por los dos.
Remi era una excelente tiradora y no tenía miedo a manejar armas, pero intentaba evitarlas todo lo posible.
—Bien —respondió Guido—. No hay número de serie en el arma. Imposible rastrearla. Pueden tirarla cuando acaben. —Envolvió el revólver y una caja de cincuenta proyectiles en una toalla y se la dio a Sam—. Un favor, si no le importa.
—Diga —le pidió Sam.
—No maten a nadie.
Sam sonrió.
—Es la última cosa en el mundo que queremos hacer. ¿Cuánto le debemos?
—Nada, por favor. Un amigo de Rube es amigo mío.
—¿Quieres que lo deje? —preguntó Sam.
—No, creo que no. Es mejor estar seguro que lamentarlo.
Dejaron el coche, cogieron las mochilas del maletero y entraron en el cobertizo. Un hombre negro, de sesenta y tantos años, estaba sentado en una tumbona detrás del mostrador, con un puro en la boca.
—Hola —dijo, y se levantó—. Soy Sampson, propietario y hombre para todo. —Hablaba un inglés perfecto con acento de Oxford.
—¿Supongo que no es de por aquí? —comentó Sam después de presentarse.
—Nací en Londres. Vine aquí hace diez años para vivir la buena vida. ¿Van ustedes a Rum Cay?
—Así es.
—¿Negocios o placer?
—Ambos —contestó Remi—. Observaciones de pájaros..., fotografías. Ya sabe.
Sam le dio su licencia de piloto y rellenó los formularios. Sampson miró los formularios y asintió.
—¿Pasarán la noche allí?
—Probablemente.
—¿Han reservado un hotel?
Sam sacudió la cabeza.
—No, preferimos el aire libre. Ayer debió recibir unos paquetes: una tienda, agua potable, equipo de acampada... —Guiados por una de sus docenas de listas, Selma había preparado todo lo necesario, desde lo más mínimo hasta los «por si acaso».
—Los recibí. Ya están cargados —dijo Sampson. Cogió una tablilla de la pared, escribió una nota y la volvió a colgar—. Les he dado un Bonanza G36, con combustible y revisado.
—¿Flotadores?
—Tal como pidió. Vaya al hangar y Charlie les mostrará cómo salir.
Se volvieron y, de camino a la puerta, Sampson preguntó:
—¿Qué clase de pájaros les interesa ver?
Ambos se volvieron.
Sam se encogió de hombros y sonrió.
—Los nativos de la isla.
Rum Cay, Bahamas
La isla tenía una superficie de poco menos de ochenta kilómetros cuadrados, y a primera vista parecería que encontrar una base oculta en Rum Cay fuese una tarea sencilla para los aventureros noveles, pero Sam y Remi habían pasado por esa situación antes y sabían que la costa, irregular como era, con centenares de calas, en realidad medía por lo menos seis veces la circunferencia de la isla.
Conocida primero como Mañana por los indios lucayanos, la isla había sido rebautizada como Santa María de la Concepción por Cristóbal Colón, y había recibido el nombre moderno cuando los exploradores españoles encontraron un barril de ron en una de las playas de arena blanca.
La única ciudad importante de la isla, Port Nelson, estaba en la costa noroeste, rodeada por plantaciones de cocoteros. Con una población que, según el censo de 1990, rondaba entre las cincuenta y las setenta personas, la mayoría de las cuales vivían en Port Nelson, la principal aunque pobre industria de Rum Cay era el turismo, seguido por las pinas, la sal y el sisal, que habían sido explotados durante décadas. Otros asentamientos, desde hacía mucho desiertos, llevaban nombres exóticos, como Black Rock y Gin Hill. Unos formidables arrecifes, cañones de coral y precipicios submarinos rodeaban la isla, convirtiéndola en un destino favorito para los piratas de antaño, o así decía el folleto que Remi había recogido en Nassau.
—Incluso hay un famoso naufragio —le comentó mientras Sam viraba con el Bonanza a la derecha para seguir el contorno de la isla.
Por muy improbable que fuese ver su objetivo desde el aire, ambos consideraron prudente dar por lo menos una vuelta sobre la isla para hacerse una idea de lo que les esperaba.
—¿Barbanegra? —preguntó Sam—. ¿El capitán Kidd?
—Ninguno de los dos. El Conqueror, el primer barco de guerra a hélice británico. Se hundió en 1861 a unos diez metros de profundidad cerca de Sumner Point Reef.
—Suena como algo digno de repetir el viaje. Rum Cay ofrecía algún hotel de lujo y también cabañas en la playa. Por las aguas azules, las ondulantes colinas cubiertas de vegetación y un aislamiento relativo, a Sam le pareció un lugar perfecto para unas tranquilas vacaciones.
—Allí está la pista —dijo Remi y señaló por la ventanilla. La pista pavimentada de mil quinientos metros de longitud estaba a unos tres kilómetros de Port Nelson, una T truncada blanca en medio del bosque que parecía decidido a reclamarla. Sam veía a los trabajadores en el borde de la pista y parecían hormigas, cortando la vegetación con machetes. Al este de la pista vieron Salt Lake, y unos pocos kilómetros al norte, Lake George.
Si bien a Sam no le preocupaba utilizar la pista, le habían pedido a Selma que se asegurase de que el avión que alquilaban llevase flotadores. Explorar la isla en coche suponía por lo menos semanas y kilómetros de viaje campo a través. Con los flotadores podían ir a cualquier punto de la isla e investigar los más interesantes que encontrasen.
Sam descendió a seiscientos metros, se puso en comunicación con la torre de control de Port Nelson, que verificó su plan de vuelo y el permiso, y luego viró alrededor del cabo noreste y siguió hacia el sur a lo largo de la costa. Como era el lugar menos poblado de la isla, Remi y él lo consideraron la mejor zona para iniciar la búsqueda. Dado que la mitad oeste de la isla estaba bien explorada y poblada —al menos para lo que era Rum Cay—, el descubrimiento de una base secreta no habría pasado inadvertido. Selma no había encontrado ningún informe al respecto, y Sam y Remi lo interpretaron como una buena señal. Siempre y cuando la base secreta no hubiese sido más que un invento de algún marino alemán senil.
—Aquello parece una buena base de operaciones —dijo Sam, señalando con un gesto de la cabeza, a través del parabrisas, una cala con forma de tres cuartos de luna con playas blancas como el azúcar. El edificio más cercano, que parecía ser una casa abandonada, se hallaba nueve kilómetros tierra adentro.
Sam miró de nuevo y redujo la velocidad y la altitud, hasta ponerse a sesenta metros por encima de las olas, y a continuación apuntó el morro del Bonanza a la playa. Hizo una rápida inspección visual para asegurarse de que no había pasado por alto ningún arrecife, y luego continuó bajando y niveló el aparato para permitir que los flotadores rozasen la superficie. Puso el motor al ralentí y dejó que el impulso llevase el Bonanza hacia delante. Los flotadores chirriaron al tocar la arena y se detuvieron a un metro de tierra firme.
—Hermoso aterrizaje, señor Lindbergh —dijo Remi, y se desabrochó el cinturón de seguridad.
—Me gustaría creer que todos mis aterrizajes son perfectos.
—Por supuesto que lo son, cariño. Excepto aquella vez en Perú...
—Déjalo.
Remi saltó a la playa, y Sam le pasó las mochilas y los macutos que contenían el equipo de acampada. Sonó el móvil de Sam y este contestó.
—Señor Fargo, soy Selma.
—Muy oportuno. Acabamos de amerizar. Espera un momento. —Sam llamó a Remi y conectó el altavoz—. Vamos por orden: ¿estáis protegidos?
Después de conocer los antecedentes de Bondaruk, Arjipov y Jolkov por boca de Rube, Sam había ordenado a Selma, Pete y Wendy que se trasladaran a la casa de Goldfish Point y conectaran el sistema de alarma, que Sam había perfeccionado hacía años para satisfacer sus caprichos de ingeniero; el sistema daría trabajo incluso a un grupo de expertos de la CIA. Y como, por esas cosas del destino, el inspector jefe de la policía de San Diego y compañero de judo de Sam vivía a un kilómetro de su casa, siempre había coches de la policía que vigilaban el vecindario las veinticuatro horas.
—Bien atrincherados —contestó Selma.
—¿Cómo va la batalla?
—Por ahora viento en popa. Tendremos algunas lecturas interesantes para ustedes cuando regresen a casa. En primer lugar, buenas noticias: he averiguado qué es el insecto que hay en el fondo de la botella. Aparece en el escudo de armas de la familia de Napoleón. En el lado derecho del escudo hay lo que parece una abeja. Aunque hay cierto debate al respecto entre los historiadores, la mayoría de ellos creen que no es una abeja, sino una cigarra dorada, o al menos eso era al principio. El símbolo fue descubierto en 1653 en la tumba de Childerico I, el primer rey de la dinastía merovingia. Representa la inmortalidad y la resurrección.
—La inmortalidad y la resurrección —repitió Remi—. Un tanto rebuscado, pero claro, estamos hablando de Napoleón.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Sam—. ¿El sello de Napoleón era un saltamontes?
—Casi, pero no exactamente —señaló Selma—. Pertenecen a una diferente rama del árbol familiar. La cigarra está más cerca de la langosta y la cigarra espumadora.
Sam se echó a reír.
—Ah, sí, la cigarra espumadora real.
—Con la cigarra y la marca de Henri Archambault, no hay ninguna duda de que la botella pertenece a la bodega perdida.
—Buen trabajo —aprobó Sam—. ¿Qué más?
—También he acabado de analizar la traducción del diario de Manfred Boehm. Hay una frase allí que menciona «la Cabeza de Cabra...»
—La recuerdo —dijo Remi. Ella y Sam habían creído que se trataba de una taberna en Rum Cay que Boehm y sus compañeros habían visitado.
—Bueno, he manipulado un poco la traducción y he utilizado el alto y bajo alemán, y creo que la Cabeza de Cabra es un punto de referencia de algún tipo, quizá una referencia náutica. El problema es que he hecho algunas investigaciones y no he encontrado nada de una Cabeza de Cabra relacionada con Rum Cay, ni con ninguna de las otras islas.
—Mantendremos los ojos bien abiertos —manifestó Sam—. Si estás en lo cierto, es probable que se trate de alguna formación rocosa.
—De acuerdo. Por último, les debo una disculpa.
—¿Por?
—Un error.
—Reconocerlo lo soluciona.
Selma muy pocas veces cometía errores, y los que cometía siempre eran de muy poca importancia. Incluso así, era muy estricta, y más todavía con ella que con cualquier otro.
—Me equivoqué en la traducción del artículo de los archivos navales alemanes. Wolfgang Müller no era el capitán del Lothringen. Era un pasajero, al igual que Boehm. De hecho, era otro capitán de submarino. Estaba asignado al minisubmarino UM-77.
—Así que Boehm y Müller junto con los submarinos estaban a bordo del Lothringen, que navegó a través del Atlántico y entró en Rum Cay para reaprovisionarse y hacer reparaciones.
—Esa es la palabra que el marinero Froch utilizó en su blog, ¿no?
—Correcto. Reparación.
—Entonces, una semana más tarde, la embarcación de Boehm, el UM-34, acabó en el río Pocomoke y el Lothringen fue hundido. Eso plantea una pregunta, ¿dónde está el submarino de Müller, el UM-77?
—En los archivos alemanes aparece como perdido. En los archivos de la marina norteamericana se dice que no encontraron nada a bordo del Lothringen cuando lo capturaron.
—Eso indica que el UM-77 probablemente se hundió durante su propia misión —apuntó Remi—. Diría que era similar a la misión de Boehm.
—Estoy de acuerdo —admitió Sam—, pero hay una tercera posibilidad.
—¿Cuál es?
—Que todavía esté aquí. Es la palabra reparación la que ha despertado mi interés. El Lothringen tenía... cuánto, ¿cincuenta metros de eslora?