Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
La pareja se agachó en la hierba para recuperar el aliento y orientarse. A la derecha, a cincuenta metros, estaba la pared de la finca que daba al acantilado; detrás tenían el ala oeste, la zona principal de la casa, y el ala este; delante, a cien metros, había una hilera de pinos muy juntos con una barrera de agracejos rojos.
Sam consultó su reloj: las cuatro de la madrugada. Faltaban unas horas para el amanecer.
—Robemos uno de los coches —propuso Remi, que se quitó los zapatos para partirles los tacones, y se los calzó de nuevo—. Podemos largarnos a Sebastopol a toda prisa y encontrar algún lugar con mucha gente. Bondaruk no se atreverá a hacer nada en público.
—No cuentes con eso. Además, es demasiado obvio. A estas alturas ya habrán cerrado el perímetro. No lo olvides: solo puede saber que somos nosotros por los vídeos de las cámaras o si le muestra nuestras fotos al tipo del laboratorio. Ahora mismo lo único que sabe es que se ha desatado el caos. Lo mejor será mantener el misterio.
—¿Cómo?
—Volveremos sobre nuestros pasos. El último lugar donde se les ocurrirá buscar es por donde entramos.
—¿De nuevo por el túnel? ¿Y después qué, nadar hasta la barca?
Sam se encogió de hombros.
—Aún no he llegado a esa parte. Sin embargo, creo que es nuestra mejor opción.
Remi se lo pensó cinco segundos.
—Pues entonces vayamos por el túnel de los contrabandistas, a menos que veamos un helicóptero o un tanque en algún lugar del camino.
—Encuéntrame un tanque, Remi Fargo, y te prometo que nunca más me saltaré los límites de velocidad.
—Promesas, promesas.
De todas las cosas desconocidas de la finca de Bondaruk, había dos que causaban mayor preocupación a Sam y Remi. La primera era: ¿Bondaruk tenía perros?; la segunda: ¿cuántos hombres había en la propiedad o en reserva, dispuestos a intervenir a su llamada? Aunque no sabían la respuesta a ninguna de las dos preguntas, decidieron asumir lo peor y largarse mientras reinase la confusión y antes de que el anfitrión tuviese la oportunidad de reunir a los sabuesos —humanos o caninos— que tuviera a su disposición.
Agachados, corrieron hasta el final de los setos, hicieron una pausa para asegurarse de que tenían el camino despejado y luego cruzaron una zona abierta hacia los agracejos. Sam se quitó el esmoquin y se lo dio a Remi, luego se arrastró y se abrió paso entre las espinosas ramas hasta llegar a la estrecha franja de hierba que había antes del bosque de pinos. Remi se unió a él unos segundos más tarde y comenzó a quitarse la chaqueta.
—Quédatela —dijo Sam—. Está bajando la temperatura. Remi sonrió.
—Siempre tan caballero... Sam, tus brazos.
Él se los miró. Las espinas habían destrozado las mangas de la camisa; la tela blanca estaba salpicada de sangre.
—Parece peor de lo que es, pero esta camisa va a hacer que nos pillen.
Se arrastraron un poco más entre los pinos. Sam recogió puñados de tierra y se los frotó en la pechera de la camisa, las mangas y el rostro. Remi le ensució la espalda, luego se ocupó de sus brazos y su rostro. Sam no pudo menos que sonreír.
—Tenemos todo el aspecto de haber estado en una fiesta en el infierno.
—Tampoco hay mucha diferencia. Mira... allí.
A un centenar de metros hacia el este vieron tres linternas que aparecían por una esquina de la casa y comenzaban a moverse a lo largo de la pared hacia ellos.
—¿Oyes algún perro? —preguntó Sam.
—No.
—Confiemos en que siga así. Vamos.
Continuaron adentrándose entre los árboles, agachados y moviéndose a los lados para evitar las ramas bajas, hasta que llegaron a un angosto sendero de caza que iba de norte a sur. Lo tomaron para ir hacia el norte en dirección a los establos. El bosque de pinos tenía más de cien años, lo que al mismo tiempo era una desventaja y una ventaja. Si bien las ramas entrelazadas los obligaban muchas veces a arrastrarse y a caminar como los cangrejos, también los ocultaban. En varias ocasiones, mientras hacían una pausa para recuperar el aliento, vieron a los guardias moverse al otro lado de los árboles a diez metros de ellos, pero el follaje era tan espeso que los rayos de las linternas no conseguían penetrar.
—En algún momento acabarán por decirle a alguien que entre —susurró Sam—, pero con un poco de suerte para entonces ya nos habremos ido.
—¿A qué distancia están los establos?
—En línea recta, cuatrocientos metros, pero con las vueltas y revueltas del sendero, lo más probable es que estén al doble. ¿Preparada?
—Cuando tú digas.
Durante los veinte minutos siguientes anduvieron con mucha atención por el sendero, deteniéndose cada docena de pasos para mirar y escuchar. Con frecuencia vieron luces o siluetas que se movían por el terreno, algunas veces a centenares de metros, otras tan cerca que Sam y Remi tenían que tumbarse, sin atreverse a respirar o a moverse mientras los guardias miraban entre los árboles.
Por fin el bosque comenzó a clarear, y muy pronto el sendero dio a una zona de hierba; al otro lado estaba la pared sur de los establos. Sam se adelantó para hacer un rápido reconocimiento y volvió junto a Remi.
—La zona de la fiesta la tenemos a nuestra derecha. Los invitados no están, pero todos los coches continúan en el aparcamiento.
—Lo más probable es que Bondaruk los tenga a todos dentro y los esté interrogando —murmuró Remi.
—No me sorprendería. No veo ningún centinela... Bueno, solo veo uno, y por desgracia está en la esquina de los establos junto a la entrada.
—¿Alguna posibilidad de hacer que se vaya?
—No, a menos que yo pueda levitar. Mueve la cabeza de un lado al otro. No podría recorrer ni la mitad del claro sin que me oyera. Sin embargo, tengo una idea. —Se la explicó.
—¿A qué distancia? —preguntó ella.
—Sesenta o setenta metros.
—Nada menos que sobre el tejado del establo. Es un tiro desde muy lejos y una apuesta arriesgada.
Dedicaron unos minutos a buscar entre los árboles hasta que consiguieron media docena de piedras del tamaño de pelotas de golf. Sam cogió la primera, se movió como un cangrejo hasta el borde del claro, y esperó a que el guardia mirase en otra dirección para levantarse y lanzarla. La piedra voló muy alto por encima del tejado. Sam se agachó y retrocedió.
Silencio.
—Has fallado —susurró Remi.
Sam cogió otra piedra y repitió el proceso. Otro fallo. Luego un tercero y un cuarto. Cogió la quinta piedra, la sacudió en la mano como si fuesen un par de dados, y la sostuvo junto a los labios de Remi.
—Dame suerte.
Ella puso los ojos en blanco, pero, obediente, sopló en la piedra.
Sam se arrastró de nuevo, esperó el momento y la lanzó. Pasaron dos segundos.
Desde el aparcamiento llegó el sonido de un cristal roto, seguido por los rítmicos bocinazos de una alarma de coche.
—Acabas de hundir el acorazado de alguien —dijo Remi.
La alarma tuvo un impresionante e inmediato efecto, que comenzó con el guardia apostado en la puerta del establo, quien dio media vuelta y salió corriendo hacia el aparcamiento. Voces procedentes de otros puntos de la finca comenzaron a gritarse las unas a las otras.
Sam y Remi corrieron hacia la pared y llegaron allí en menos de diez segundos. Doblados por la cintura, la recorrieron hasta la esquina. Delante vieron a cinco o seis guardias que corrían por la zona de la fiesta y cruzaban los setos.
—Adelante —jadeó Sam. Doblaron la esquina y entraron en los establos.
No habían dado dos pasos en el interior cuando una enorme silueta oscura se alzó ante ellos. Sam empujó a Remi a la izquierda y él rodó a la derecha. El caballo, un semental árabe negro que medía por lo menos dieciséis palmos hasta la cruz, se encabritó y sus cascos se movieron en el aire delante de Sam. Soltó un tremendo relincho, apoyó los cascos en el suelo, echó a galopar por el pasillo y desapareció por una de las puertas abiertas.
Detrás de Sam se abrió una puerta. El guardia vio primero a Remi y se dirigió hacia ella, levantando la metralleta. Antes de que pudiese decir una palabra, Sam ya estaba allí para descargarle un tremendo derechazo en la sien. El tipo se tambaleó y cayó al suelo. Mientras Remi recogía el arma, Sam cerró la puerta y colocó la tranca. En el exterior se oían unas cuantas botas que pisaban la gravilla.
—Para que después hablemos de una salida silenciosa —murmuró Sam.
—En este momento prefiero cualquier salida —dijo Remi.
Echaron a correr hacia el cuarto de arreos.
Acababan de llegar a la entrada del cuarto de arreos cuando comenzaron a aporrear la puerta del establo. Sam y Remi miraron hacia atrás.
—¿Cuánto crees que tardarán? —preguntó ella, y luego siguió a Sam al interior del trastero. Se arrodillaron junto a la trampilla.
—Unos treinta segundos antes de que comiencen a disparar, otros treinta para despabilarse y buscar algo que meter por la separación y levantar la tranca. Dos minutos, como máximo.
—El plan que mencionaste...
—Primer borrador.
—Lo que sea. Cuéntamelo.
Él tardó diez segundos en explicárselo.
—Valdría la pena intentarlo —opinó Remi.
—Hay un gran problema. Si son más rápidos de lo que creo, nos pillarán en el acantilado. Nos cazarán como palomos. Si lo hacemos a mi manera, al menos tenemos alguna protección y quizá incluso consigamos hacerlos retroceder.
—Bien dicho. Vale.
—Yo me ocuparé de la parte pesada; ocúpate tú de los suministros. Si lo hacemos bien, será suficiente para demorarlos, o incluso conseguir que desistan.
—Siempre tan optimista.
Sam volvió al cuarto de arreos, cogió la silla de la mesa y la llevó al trastero. Cerró la puerta y encajó la silla debajo de la manija. Remi ya había abierto la trampilla y bajaba. Sam la siguió y la cerró después de pasar.
A la luz de las linternas, se pusieron a trabajar. Sam corrió hasta la intersección, donde comenzó a mover uno de los carretones que estaba junto a la pared para ponerlo en la vía, mientras Remi corría por el túnel hacia la entrada del acantilado.
A lo lejos llegó el estrépito de los disparos.
—Buen cálculo —gritó Remi desde la oscuridad.
—Esperaba haberme equivocado por tres o cuatro horas —dijo Sam y empujó un segundo carretón.
Un minuto más tarde tenía un tercero colocado en las vías. Remi volvió con varias lámparas de aceite. Arrojó dos o tres en cada uno de los carretones, asegurándose de que lo hacía con la fuerza suficiente para que el aceite se derramara. Arriba cesaron los disparos.
—Ahora están utilizando el cerebro —afirmó Sam.
Juntos corrieron por el túnel para coger más lámparas, hasta que reunieron otra docena, volvieron y las arrojaron a los carretones.
—Combustible —dijo Remi, y otra vez echaron a correr.
En esa ocasión recogieron cualquier cosa que pudiese arder: cajones de madera, botas, monos, rollos de cuerdas secas, y después volvieron para repartirlo todo en tres pilas que metieron en los tres carretones.
—¿Notas eso? —preguntó Remi.
Sam alzó la cabeza y por primera vez notó una brisa fresca que llegaba desde la entrada del acantilado. —Eso es bueno.
Con su navaja del ejército suizo cortó tres tiras de uno de los monos para improvisar tres mechas, hicieron un nudo en un extremo de cada una y los empaparon en el aceite acumulado en el fondo del primer carretón.
—¿Esperamos o...? —comenzó Remi. Desde el cuarto de los arreos llegó el sonido de golpes—. Olvídate de la pregunta.
Sam encendió con su mechero cada una de las tres mechas que sostenía Remi. Cuando prendieron, le dio dos a Sam, quien las arrojó en los dos primeros carretones. Remi lanzó la suya en el carretón más cercano y luego retrocedieron.
No pasó nada.
—Vamos... —murmuró Remi.
—Me lo temía. El aceite está demasiado espeso.
Desde el otro extremo del túnel les llegó el sonido de maderas que se rompían, seguido por un portazo.
Sam miró los carretones, con el rostro furioso.
—¡Maldita sea!
Con un súbito estruendo, uno de los carretones estalló en llamas y un humo negro comenzó a salir por la parte superior. También se encendieron el segundo y el tercero, y en cuestión de segundos una espesa nube de humo se extendía casi hasta el techo. Empujada por la brisa, comenzó a moverse por la intersección y los túneles laterales.
Sam y Remi, tosiendo y con los ojos llorosos, se apartaron de los carretones.
—Si eso no los detiene, nada lo hará —dijo Sam.
—¿Podemos marcharnos ya de la fiesta? —preguntó Remi.
—Después de ti.
Corrieron por el túnel y se detuvieron en la entrada. En el exterior, la niebla se había levantado y el puente estaba alumbrado por la luz de la luna. Las olas rompían contra la pared del acantilado. A pesar de la brisa, la nube de humo también se movía por el túnel hacia ellos y con ella traía los distantes sonidos de las toses y las arcadas.
—Cuando lleguemos al agua, dejaremos que la marea nos lleve. Debe de moverse de norte a sur a lo largo de la costa. Balaclava solo está a unas tres millas. Allí saldremos a tierra.
—Vale.
—¿Todavía tienes la hoja?
Remi se palmeó la cintura del vestido.
—Sana y salva.
Sam se asomó al borde. Una bala golpeó la roca junto a su cabeza. Se echó hacia atrás y ambos se tiraron cuerpo a tierra.
—¿Qué...? —exclamó Remi.
—Abajo hay una barca —murmuró Sam—. Están debajo mismo de las escarpias.
—Estamos atrapados.
—Y un cuerno. Vamos.
Ayudó a Remi a levantarse y de nuevo corrieron por el túnel.
—¿Te importaría explicármelo? —preguntó Remi.
—No tengo tiempo. Ya te enterarás. No te apartes de las vías.
Con cada paso el humo era más espeso, hasta que sus linternas no les sirvieron de nada. Cogidos de la mano, continuaron corriendo, con las cabezas gachas y los ojos entrecerrados para protegerse del humo.
—Ya casi estamos —gritó Sam, con la mano extendida adelante.
Las arcadas y las toses sonaban más fuertes, al parecer, a su alrededor. Una voz gritó algo en ruso, seguida por una ronca réplica en inglés:
—Atrás... atrás...
Sam tropezó y cayó, arrastrando a Remi con él. Se levantaron y continuaron corriendo. Con la mano extendida tocó algo caliente y la apartó. Se dejó caer de rodillas con Remi a su lado. En algún lugar cercano se oyeron muchas pisadas. El rayo de una linterna atravesó el humo y desapareció.