Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
Tanto en los tiempos antiguos como en los modernos, el templo donde residía el Oráculo de Delfos era quizá el lugar visitado con más frecuencia. Los que buscaban la verdad desde el otro lado del Mediterráneo acudían a la pitonisa, por lo general una mujer del lugar escogida para servir como el conducto terrenal del Oráculo.
En los últimos años, los científicos han despojado a Delfos de sus propiedades mágicas, al sugerir que el trance en que caía la pitonisa era provocado por los vapores del metano, el dióxido de carbono y el ácido sulfhídrico, que escapaban de la roca debajo del templo.
Sam y Remi sabían que un ataque a Delfos estaría en consonancia con el modo de actuar de Jerjes. El saqueo de Delfos habría sido muy importante para convertir en impotentes a los dioses griegos, de la misma manera que había hecho en Babilonia con Bel-Marduk.
Inmediatamente después de acabar con los espartanos en las Termopilas, Jerjes envió un batallón de siete mil hombres a saquear Delfos.
Según la leyenda, se vieron obligados a retroceder por un oportuno deslizamiento de piedras provocado por el propio Apolo.
—Algo que puede o no ser cierto, si recuerdo bien mis clases de historia antigua —dijo Sam.
—Hay mucho debate al respecto —admitió Remi—. De acuerdo, continuemos con las suposiciones. ¿Qué pasa si las tropas de Jerjes no fueron detenidas? ¿Qué se podrían haber llevado?
—A la pitonisa, pero, a menos que Bondaruk esté buscando un esqueleto, no lo creo probable. ¿Qué te parece el omfalos?
El omfalos, «ombligo», era una piedra hueca en forma de piña que se decía había sido modelada a semejanza de una roca que la madre de Zeus, Rea, había envuelto en harapos para engañar al padre de Zeus, Cronos, quien en un ataque de celos quería asesinar al recién nacido.
Colocado dentro del templo de Delfos, el omfalos supuestamente permitía una comunicación directa con los dioses, pero una vez más, los científicos habían sostenido que el hueco del omfalos hacía poco más que canalizar los gases alucinógenos a los pulmones de la pitonisa.
—No sirve —dijo Remi—. Hay numerosos relatos de que el omfalos sobrevivió a la guerra. El problema es: ¿quién sabe la verdad? Si los británicos hubiesen conseguido robar la Declaración de la Independencia durante la guerra de 1812, ¿hasta qué punto se dispondría el gobierno a admitirlo?
—Verdad. ¿Qué más?
—Había muchos tesoros en Delfos. Se dice que dos en particular habían sido cuantiosos: el tesoro de Argos y el tesoro de los Sifnios. Tenían algún significado religioso y cultural, pero en esencia eran como bancos pequeños: depósitos de oro y plata.
Sam se encogió de hombros.
—Puede ser, pero Jolkov dijo que Bondaruk buscaba un legado de la familia. Eso es bastante más personal que el botín de un antiguo robo a un banco.
—Además, acabar con lo que comenzó hace mucho tiempo suena como una misión de alguna clase.
Sam asintió y soltó un bostezo.
—Mi cerebro se está quedando sin fuerzas. Dejémoslo por esta noche y ya empezaremos de nuevo mañana.
Cincuenta kilómetros al norte, Jolkov bajó de la escalerilla del avión y pisó la pista, al tiempo que encendía y comprobaba el buzón de voz de su Blackberry. Se detuvo de pronto y miró la pantalla. Los tres hombres que lo acompañaban hicieron lo mismo.
—¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos.
En respuesta, Jolkov se limitó a sonreír y fue hasta las sillas más cercanas, donde se sentó. Sacó el ordenador portátil del maletín, lo puso en marcha y escribió. Pasados treinta segundos, murmuró:
—Los tengo.
—¿Los tiene?
—Después de todo, los Fargo no son tan listos —murmuró. Miró a sus compatriotas—. Están justo al sur, en Baviera. ¡Vamos allá!
—Muy pronto todos ustedes disfrutarán de mi talento musical —dijo el capitán con un correcto pero muy acentuado inglés. Redujo la velocidad del motor y la embarcación comenzó a frenarse—. A su derecha tienen la Echowand, que significa «pared del eco».
Junto con los otros veinte pasajeros, Sam y Remi se volvieron en los asientos y miraron a estribor. Iban a bordo de una de las dieciocho lanchas eléctricas que explotaba la Kónigssee Boat Company. Había dos modelos: uno de veinte metros de eslora, con capacidad para ochenta y cinco pasajeros, y el modelo donde viajaban Sam y Remi, de seis metros de eslora, que podía llevar a veinticinco pasajeros.
Cuatrocientos metros más allá, a través de la niebla matinal, vieron un acantilado cubierto de bosque que se elevaba del agua. El capitán sacó una pulida flügelhorn de debajo de la consola del timón, se la llevó a los labios, sopló unas pocas notas tristes y después guardó silencio. Dos segundos más tarde, el sonido llegó en una réplica perfecta.
Los pasajeros rieron y aplaudieron.
—Por favor, mi interpretación no está incluida en el billete de esta mañana y es un trabajo que da mucha sed. Cuando desembarquen, quizá quieran dejar algo de trinkgeld en mi jarra o en cualquiera de las otras que vean en las bordas. Dividiré el bote entre mi colega de las montañas que respondió a mi llamada y yo.
Más risas. Uno de los pasajeros preguntó:
—¿Qué es trinkgeld?
—Dinero para beber, por supuesto. Esto de la corneta da mucha sed. Vale, ahora continuamos. La siguiente escala es la iglesia de la Peregrinación de San Bartolomé.
El viaje se reanudó casi en absoluto silencio; los motores eléctricos producían un suave gorgoteo. Era como navegar suspendidos en la niebla, con el susurro del agua a los lados. El aire era calmo, pero lo bastante frío para que Sam y Remi vieran su propio aliento.
Se habían levantado temprano, a las seis, y habían desayunado poco en la habitación para continuar con el trabajo. Antes de irse a la cama, Remi había escrito a algunos antiguos colegas y conocidos para plantearles tres preguntas: ¿qué tesoros contenía Delfos cuando la invasión de Jerjes? ¿Dónde se encontraban en la actualidad dichos tesoros? ¿Había algún relato referente a que Jerjes se hubiese llevado el tesoro de Delfos o el de Atenas?
En el buzón había media docena de respuestas, la mayoría de las cuales solo daban pie a nuevos interrogantes.
—Seguimos sin saber nada de Evelyn —comentó Remi, que buscaba en el buzón del iPhone.
—Recuérdamela, Evelyn... —dijo Sam.
—Evelyn Torres. En Berkeley. Fue ayudante del conservador en el Museo Arqueológico de Delfos hasta hace seis meses. Nadie conoce Delfos mejor que ella.
—Ya nos contestará, estoy seguro. —Sam tomó unas cuantas fotos del paisaje antes de volverse hacia Remi, que miraba su teléfono. Fruncía el entrecejo—. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Me preocupa que Jolkov aparezca de nuevo. Se me ha ocurrido una cosa: ¿cuántas veces ha aparecido hasta ahora?
Sam pensó un momento.
—Sin contar el Pocomoke: apareció en Rum Cay, en el castillo de If y en Elba. Tres veces.
—No apareció en Ucrania, en Monaco, ni aquí. ¿Correcto?
—Toca madera.
—No cuentes con ello.
—¿Eso qué significa?
—No puedo estar segura, pero si la memoria no me falla hay tres lugares que tienen algo en común: Ucrania, Monaco y este.
—Adelante.
—Nunca utilicé mi iPhone en ninguno de aquellos lugares; teníamos el móvil vía satélite. No lo encendí, y únicamente lo he hecho aquí, anoche. No, no es así. Leí mi correo cuando aterrizamos en Salzburgo.
—¿Estás segura?
—Del todo. ¿Es posible que lo hayan pinchado?
—Técnicamente es posible, pero ¿cuándo pudieron hacerlo? Nunca ha estado fuera de tu vista, ¿no?
—Una vez, lo deje en el hostal cuando fuimos a reflotar el Molch.
—Maldita sea. Las otras veces, en Rum Cay, en el castillo de If y en Elba, ¿solo lo encendiste o te conectaste a internet? —El iPhone podía conectarse a internet de dos maneras, ya fuese por la red integrada Edge o por las redes inalámbricas locales.
—Las dos cosas.
—Jolkov podría haber instalado un transpondedor. Cada vez que lo enciendes o conectas a internet, el transpondedor se conecta al GPS del iPhone y envía una señal a Jolkov para avisarlo: «Aquí».
Remi exhaló un sonoro suspiro, con expresión decidida.
—¿Crees que...? —Comenzó a volverse, pero Sam la detuvo.
—Ya lo miraremos cuando desembarquemos. ¿Cuándo fue la última vez que lo encendiste? ¿En el hotel?
—Así es.
—No vi a nadie siguiéndonos esta mañana.
—Yo tampoco, pero con estas multitudes es difícil saberlo.
—Por desgracia, Schónau no es tan grande. Media docena de hombres bastarían para que hubieran visto desde lejos cómo subíamos a la embarcación.
—¿Qué hacemos?
—Lo primero es lo primero. Mandamos a la papelera los acertijos y la investigación —respondió Sam con su móvil—. No podemos arriesgarnos a que Jolkov se haga con esto.
Como había hecho con la mayoría de los artilugios personales y de la casa, Sam había modificado los móviles para añadirles una serie de aplicaciones, incluida una carpeta de borrado rápido. Si se intentaba abrir la carpeta sin la contraseña de inmediato, se borraba el contenido. Una vez que Remi pasó los datos a la carpeta, Sam dijo:
—Ahora roguemos para que se produzca un milagro.
—¿Cuál?
—Que estés en un error. El problema es que no ocurre con tanta frecuencia. Déjame ver tu móvil. —Remi se lo dio, y él sacó su navaja del ejército suizo y se puso a trabajar.
Sam, con la cabeza inclinada y el móvil desarmado en su regazo, acabó por murmurar:
—Aquí lo tienes.
Remi se inclinó.
—¿Has encontrado algo?
Con las pinzas de la navaja sacó un chip del tamaño de la uña del meñique del interior del móvil. Un par de cables iban hasta la batería.
—El culpable —dijo. La buena noticia era que el chip estaba programado para transmitir únicamente cuando se encendía el teléfono; ninguna señal alertaría a Jolkov de que lo habían encontrado. Sam cortó los cables, se guardó el chip en el bolsillo de la camisa y comenzó a montar de nuevo el móvil.
Veinte minutos más tarde, con la bruma casi disipada del todo por el sol que brillaba en el cielo azul, rodearon la península de Hirschau. Apareció a la vista San Bartolomé, con sus cúpulas de color rojo vivo resplandeciendo al sol y las praderas salpicadas de nieve de las montañas detrás. El prado donde se alzaba San Bartolomé era una cuña de un par de hectáreas que iban desde la costa hasta el bosque. Había dos muelles, uno para las llegadas y salidas de los visitantes; el otro, situado cerca de la capilla, era un cobertizo cubierto. Diseminados detrás de la capilla, en islas de hierba verde y senderos sinuosos, había una docena de edificios de madera, con los troncos toscamente labrados, cuyo tamaño iba desde el de un granero hasta el de una cabaña.
El capitán trazó un círculo delante del muelle, a la espera de que otra embarcación desembarcase a los turistas, y luego se acercó al embarcadero. Un tripulante saltó a tierra, sujetó las amarras de proa y popa y levantó la barandilla protectora.
Sam y Remi desembarcaron, atentos a los rostros de los demás pasajeros, y dejaron unas cuantas monedas en la jarra del capitán.
—No he visto a nadie —murmuró Sam cuando pisó el muelle. Le tendió la mano a Remi—. ¿Tú?
—Tampoco.
La suya era la segunda embarcación de la mañana que llegaba a tierra; la mayor parte del primer grupo aún estaba en la zona del muelle y alrededor de la tienda de regalos, entretenida en tomar fotos y consultar los mapas. Sam y Remi se movieron a lo largo de la cerca que rodeaba el muelle, siempre atentos a los rostros, antes de que la multitud tuviese tiempo de dispersarse.
Mientras caminaban, oyeron a varios guías turísticos que iniciaban sus explicaciones por encima del rumor general:
—Construida en el siglo XII, San Bartolomé fue considerada protectora de los granjeros y las lecheras alpinas...
—... la disposición interior está basada en la catedral de Salzburgo, y el trabajo de estuco exterior fue realizado por el famoso artista vienes Josef Schmit...
—... hasta 1803 el pabellón de caza junto a la capilla fue el retiro privado de los príncipes prebostes de Berchtesgaden, el último de los cuales...
—... después de que Berchtesgaden se convirtiese en parte de Baviera, el pabellón se convirtió en el lugar preferido...
Sam y Remi completaron el recorrido del muelle y volvieron al punto de partida. No vieron ningún rostro conocido.
A ochocientos metros, otras dos embarcaciones acababan de pasar la península.
—Podemos esperar aquí y mirar a los pasajeros a medida que llegan las embarcaciones, o mezclarnos con la multitud y comenzar la búsqueda de pistas.
—No me entusiasma mucho esperar —dijo Remi.
—A mí tampoco. Vamos allá.
Fueron hasta la tienda de regalos, donde compraron un par de sudaderas —una amarillo limón, la otra azul oscuro— y un par de sombreros de paja. Pagaron las compras y se dirigieron a los lavabos para ponerse las prendas nuevas. Si Jolkov y sus hombres los habían estado observando desde los muelles, esos rudimentarios disfraces, combinados con la multitud, que ahora rondaba las doscientas personas, podían darles a Sam y Remi la protección suficiente para moverse de forma anónima.
—¿Preparada? —preguntó Sam.
—Del todo —contestó Remi, se remetió el pelo cobrizo debajo del sombrero.
Durante los siguientes veinte minutos, pasearon por la zona de desembarco, tomando fotos del fiordo y las montañas, hasta que Remi avisó:
—Lo tengo.
—¿Dónde? —preguntó Sam sin volverse. —La embarcación que espera entrar en el muelle. En la banda de estribor, cuarta ventanilla de popa.
Sam se volvió para enfocar la cámara a través del fiordo, y situó la embarcación que entraba, a un lado del marco. Puso en marcha el teleobjetivo, sacó unas cuantas fotos y bajó la cámara.
—Sí, es Jolkov. Conté otros tres. Espera aquí.
Con el sombrero calado hasta los ojos, Sam fue hasta el muelle.
—Eh, un momento —le dijo al tripulante que estaba a punto de soltar las amarras—. Me olvidé el dinero de la bebida. —Sam le mostró un billete de diez euros.
—Por supuesto, señor, adelante —dijo el tripulante.
Sam subió a bordo, dejó el dinero y el chip en la jarra, y bajó de nuevo al muelle. Mientras había estado en el baño, había utilizado las pegatinas del precio de las sudaderas para conectar una batería de reloj al chip. Calculaba que la batería no alimentaria al transpondedor durante más de treinta minutos, pero bastaría para sus propósitos.