Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
Se abrió y se cerró la puerta. Las pisadas crujieron en la nieve y se perdieron. Sam fue a gatas hasta la barandilla y echó un vistazo. Se volvió hacia Remi y levantó el pulgar.
—Me late el corazón como un martillo neumático —dijo Remi.
—Bienvenida al club.
—Hemos de tener mucho cuidado con nuestras huellas de pisadas.
—Ellos también. Es más, vamos a aprovecharlas mientras podamos.
Salieron del altillo, bajaron la escalera y siguieron las pisadas de Jolkov fuera del claro, con la precaución de detenerse cada tres metros para mirar y escuchar. Sabían que se estaban mostrando demasiado precavidos, pero el ruso era un profesional. Quedaba la probabilidad de que el hombre hubiese dado media vuelta para tenderles una emboscada. Su mejor probabilidad era encontrar a Jolkov y a su socio y tenerlos a la vista mientras ellos permanecían ocultos.
El tiempo no iba a ayudarlos. La nieve caía con más fuerza, y la visibilidad se había reducido a treinta metros. Las huellas de Jolkov ya comenzaban a desaparecer. Después de quince minutos de marchas y paradas llegaron a un cruce de senderos. A izquierda y derecha conducían a otro par de cabañas de madera y ladrillo, y delante había un edificio que parecía un granero. Más allá, apenas visible entre la nieve, vieron el techo oscuro de la capilla.
A la izquierda, un golpe sordo: una puerta que se había cerrado.
Sam y Remi se apartaron del sendero y se echaron cuerpo a tierra en la maleza. Diez segundos más tarde un par de figuras difusas por la nieve aparecieron por el sendero a la izquierda, cruzaron la intersección y desaparecieron entre los árboles en su camino hacia la otra cabaña. Pasado un minuto oyeron el chirrido de las bisagras.
Sam volvió al sendero, fue hasta el cruce y miró a la derecha. Se volvió para hacerle una señal a Remi. Juntos marcharon deprisa por el camino opuesto hacia la cabaña que Jolkov acababa de abandonar. Entraron y cerraron la puerta. Sam fue a la ventana y se arrodilló para montar guardia. Remi se acomodó a su lado.
Pasados diez minutos, Jolkov y su compañero aparecieron entre la nieve, y esa vez fueron a la derecha para dirigirse a la cabaña de la capilla. En cuestión de segundos, la nieve los había ocultado.
—¿Cuánto más debemos esperar? —preguntó Remi.
Sam sacó el folleto del bolsillo y miró el mapa turístico.
—Hay un edificio más entre este y la capilla. Si ya lo han visitado o no, hay que adivinarlo.
—Por lo tanto, seguimos marchando, y confiemos en verlos antes de que nos vean.
—Quizá sí —dijo Sam, con una mirada distante—. Quizá no. —Buscó en la mochila y sacó la cámara. Recuperó las fotos en la pantalla y las fue observando una a una—. Aquí. —Le pasó la cámara a Remi—. Esta la hice cuando dábamos la vuelta al muelle.
Era la foto del cobertizo. A través de las puertas entreabiertas se veía el morro blanco de una planeadora.
—Debe de ser para emergencias —comentó Remi—. Veo otras dos detrás de esta.
En respuesta, Sam sonrió con una expresión picara y asintió.
—Conozco esa mirada —dijo Remi—. Funcionan los engranajes mentales. A ver, cuéntame.
—Una persecución como las que montaría MacGyver.
—Yo diría que es un truco un tanto evidente —señaló Remi.
—Estoy de acuerdo, pero volverán a enfrentarse al mismo dilema: seguirnos, separarse o esperar. No pueden permitirse no seguirnos, ante la posibilidad de que sea real. En cualquier caso, nuestras probabilidades mejoran.
Salieron, siguieron las huellas de Jolkov hasta el sendero y fueron a la izquierda. Delante de ellos, el camino se bifurcaba alrededor del último edificio antes de la capilla. La nieve blanda se había apilado deprisa; diez centímetros se amontonaban sobre la hierba, y los árboles estaban cargados de nieve en polvo. La primavera alpina se había convertido en una maravillosa tierra invernal.
Las pisadas de Jolkov iban hacia la derecha, así que ellos fueron a la izquierda. Luego se arrimaron a la pared del edificio y la siguieron hasta el final, agachados cuando pasaban por debajo de las ventanas, y deteniéndose cada pocos pasos para oír y mirar. Llegaron a la esquina delantera y se detuvieron. Enfrente tenían la capilla. A la derecha estaba la cerca, el prado y el sendero que llevaba hacia los muelles. A la izquierda apenas alcanzaban a ver el monumento del sextante; más allá el fiordo aparecía envuelto en la nieve y la bruma.
Remi se detuvo de pronto y tiró de la manga de Sam para llamar su atención. Señaló con la barbilla la pared que tenían detrás. Con una palma apoyada en la madera, movió los labios para decir sin voz: «Vibración». Sam apoyó la oreja en la pared. Desde el interior llegaron las pisadas en la madera. A la vuelta de la esquina oyeron el crujir de una puerta que se abría.
Sam dio un vistazo y después echó la cabeza hacia atrás. Se apretó contra la pared. Remi hizo lo mismo.
Un momento más tarde, Jolkov y su compañero aparecieron en el sendero de camino hacia la cabaña de la capilla. Sam y Remi esperaron hasta verlos desaparecer por la puerta trasera para luego correr, agacharse y caminar en cuclillas hasta la leñera que había junto a la puerta.
—Vamos a darles un minuto —susurró Sam—. Si ya han buscado en la capilla, no tardarán en salir. Si no es así, iré hasta el cobertizo.
—Mientras tanto, ¿yo qué hago? ¿Sentarme aquí?
—Más o menos.
—Olvídalo.
Sam le sujetó la mano.
—En cuanto me vaya, te ocultas en la leñera y permaneces quieta. Los dos en movimiento doblamos las probabilidades de que nos vean.
—Entonces será mejor que camines rápido —dijo Remi, y se levantó—. ¿Vienes?
Sam suspiró.
—Voy.
Agachados, echaron a correr, rodearon la capilla por la izquierda con la precaución de caminar por la hierba y fuera del sendero. Al cabo de un minuto llegaron donde la pared de madera de la cabaña daba paso a los ladrillos de las cúpulas. Siguieron la pared curva hasta donde se unía al sendero de la costa. Se detuvieron. A no más de quince metros, se alzaba el cobertizo.
La puerta estaba abierta.
En la penumbra interior vieron movimientos. Salió Jolkov seguido por su compañero. Echaron una mirada a un lado y a otro, y cada uno señaló mientras hablaba. Por fin Jolkov señaló hacia el embarcadero y fueron en aquella dirección. Sam y Remi esperaron hasta verlos alejarse, y luego corrieron para entrar en el cobertizo.
Era del tamaño de un garaje para dos coches y estaba subdividido en tercios con planchas de madera colgadas de las vigas. En el recinto había una embarcación Hans Barro naranja y blanca de cinco metros de eslora. Las puertas se cerraban con una tranca horizontal.
Sam caminó por la pasarela central, levantó la tranca a la posición vertical y abrió las puertas un par de centímetros. Una ráfaga de aire helado se coló por la brecha.
—Busca las llaves —susurró Sam.
Miraron en cada embarcación; no había ninguna llave en los arranques.
—Supongo que explica qué hacía Jolkov aquí dentro —comentó Remi—. Impedir nuestra salida. Si no es así, es que el personal guarda las llaves en otro lugar.
—En cualquier caso, algo me dice que no habría confiado solo en las llaves para mantenernos aquí.
Sam levantó la tapa de cada uno de los motores y miró el sistema con su linterna. En todos habían quitado un cable del distribuidor.
—No lo han cortado —dijo Remi, que miró por encima de su hombro—. Lo han quitado.
Era obvio que Jolkov había planeado su eventual estrategia de retirada.
—Inteligente, pero no lo bastante —murmuró Sam.
Desde que había tenido edad para manejar un destornillador, había estado trasteando con aparatos, comenzando cuando tenía cinco años por la tostadora de su madre, y sus estudios y su entrenamiento en la DARPA habían afinado sus habilidades para el bricolaje.
—Vigila —dijo Sam, y Remi fue hasta la puerta y se puso de rodillas para mirar por la grieta entre las bisagras.
Sam se montó en la embarcación del medio, encendió la linterna, la sujetó con los dientes y se metió por debajo del salpicadero del timón.
El sistema eléctrico del tablero era sencillo. Un puñado de cables ocultos detrás de un panel de plástico en la parte inferior del volante. Muy pronto encontró los cables del sistema de encendido, la bocina, el foco y los limpiaparabrisas. Con cuatro cortes de las tijeras de su navaja del ejército suizo se hizo con dos trozos de veinte centímetros de cable, les quitó la funda de plástico en los extremos y los ató. Conectó uno al distribuidor y se guardó el otro.
—¿Qué más? —susurró Sam con aire ausente—. Algo sencillo, pero no demasiado obvio.
Remi miró a su alrededor y se encogió de hombros.
—Estás preguntando a la chica equivocada. ¿No hay manera de que puedas preparar algo desagradable para esos tipos?
—¿Una bomba? Ya quisiera. No hay suficiente material aquí.
Continuó buscando. Tardó dos minutos, pero acabó por encontrarlo: un brazo torcido dentro del alternador. Devolvió el brazo a la posición original.
Seguro de que había encontrado todos los desperfectos hechos por Jolkov, volvió a meterse debajo del tablero, buscó los cables del arranque, quitó el aislante y los dejó colgando. Volvió a salir y bajó al muelle. Solo tardó un minuto en encontrar lo que necesitaba colgado en una pared: un cordón de sesenta centímetros de largo con un gancho en cada extremo. Aseguró uno de los ganchos al volante, y luego al acelerador, que movió hasta la posición máxima. Por último desató los cabos de proa y popa de la embarcación y los dejó caer al agua.
Ahora venía la parte difícil: el momento oportuno.
—¿Cómo lo tenemos? —le preguntó a Remi.
—Míralo tú mismo. Ni rastro de ellos.
Sam fue hasta la puerta y echó un vistazo. El embarcadero estaba oculto por la nevada. Apartó a Remi de la puerta.
—En cuanto oigas el arranque, regresa aquí. Vuelve sobre nuestros pasos y nos reuniremos en la leñera.
—Bien. —Remi se puso en posición junto a la puerta.
Sam volvió a la embarcación reparada y se metió de nuevo debajo de la consola.
—Cruza los dedos —murmuró, y luego cogió las puntas peladas de los cables y los unió. Hubo un chispazo seguido de una explosión.
Sam se arrastró hacia atrás, saltó a la cubierta y corrió a la puerta.
—Ve —le dijo a Remi.
Ella asomó la cabeza y corrió hacia la penumbra.
El motor de la embarcación se puso en marcha. Un humo gris salió de los colectores y llenó el cobertizo. El agua debajo de la popa comenzó a borbollar, y la embarcación salió disparada pasando entre las puertas abiertas y desapareciendo en la nieve que caía.
—Navega con certeza —dijo Sam, y luego dio media vuelta y echó a correr.
Había dado tres pasos tras salir por la puerta cuando oyó una voz ahogada por la nieve que gritaba a su izquierda: «¡Allí!». Sin saber si el grito era por la planeadora que huía o por él, Sam se desvió a la derecha para seguir la curva del edificio, y luego corrió a través del prado hacia del monumento del sextante. Si Jolkov y su compañero lo perseguían, no quería conducirlos hasta Remi.
Cuando vio el monumento delante, se lanzó de cabeza por una pendiente que lo llevó detrás del pedestal. Se giró para mirar por dónde había llegado. Pasaron diez segundos. Oyó el ruido de las pisadas en la gravilla. Entre la nieve arrastrada por el viento vio a dos figuras aparecer por la esquina del edificio y entrar en el cobertizo. La pregunta era: ¿cuánto tiempo le llevaría a Jolkov reparar su propio sabotaje? El cable del distribuidor le llevaría menos de un minuto, pero devolver el volante a la posición correcta le sería más difícil. Cuanto más tardasen, más difícil le resultaría alcanzar a la planeadora.
Pasó un minuto. Dos. Un motor se puso en marcha y aceleró. Tras unos pocos segundos se alejó en dirección al lago. Sam se puso de pie, rodeó la parte de atrás de la capilla y encontró a Remi acurrucada en la penumbra de la leñera.
—Lo he oído —dijo Remi—. La pregunta es: ¿cuánto tiempo hemos ganado?
—Diez o quince minutos como mínimo. Con la que está cayendo es lo que tardarán en descubrir nuestro señuelo. Vamos.
La ayudó a levantarse. Subieron los escalones hasta la puerta de atrás y la abrieron.
Después del viento y la nieve, el relativo calor de la capilla les pareció celestial. Comparada con su gran exterior, la capilla era muy sencilla, con mosaicos marrones, bancos agrietados y paredes blancas de donde colgaban iconos religiosos. Por encima de sus cabezas, un balcón recorría toda la pared trasera, y las bóvedas estaban adornadas con filigranas rosas y grises. Los grandes rosetones de las paredes laterales permitían la entrada de una luz blanca opaca.
Caminaron por el pasillo central hasta el fondo de la capilla, donde había una puerta. La cruzaron y se encontraron en el ábside, en el que vieron una escalera de caracol. Subieron treinta o cuarenta escalones hasta una trampilla cerrada con cerrojo y un candado. El candado no estaba puesto.
—Al parecer, alguien se olvidó de controlar un punto del protocolo de evacuación —comentó Remi con una sonrisa.
—Mejor para nosotros. No me haría ninguna gracia estropear un monumento nacional bávaro.
Sam quitó el candado y descorrió el cerrojo. Con mucho cuidado levantó la trampilla, subió, ayudó a Remi y la cerró de nuevo. Aparte de la poca luz que entraba por las persianas, el espacio octogonal estaba a oscuras. Encendieron las linternas y echaron un vistazo.
—Aquí —dijo Remi, y se arrodilló—. He encontrado algo.
—Aquí también —dijo Sam desde la pared opuesta.
Se acercó a Remi y miró lo que ella alumbraba. Grabado en la moldura de madera debajo de la ventana, casi borrada por capas y capas de pintura, estaba el símbolo de la cigarra.
—¿El tuyo es idéntico? —preguntó Remi.
Sam asintió y fueron a la pared opuesta. Allí también había otro símbolo de la cigarra.
—¿Por qué dos? —preguntó en voz alta.
—La frase «Un trío de quoins»... tuvieron que aplicarla no solo al sextante.
Les llevó menos de treinta segundos encontrar el tercero. Los primeros dos símbolos de la cigarra estaban situados cerca de la fachada de la torre; el tercero, en la parte posterior.
—Formemos el triángulo —dijo Sam.
Se agachó junto a uno de los sellos y Remi hizo lo mismo. Después extendieron los brazos, cada uno señalando al otro y al tercer sello.