El oro de Esparta (37 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
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Volvió junto a Remi.

—¿Crees que funcionará? —preguntó Remi.

—Funcionará. No podrán hacer otra cosa que seguirlo. La pregunta es: ¿cómo lo resolverá Jolkov?

Detrás de la multitud, la mitad de la cual participaba de una visita guiada y la otra mitad iba por libre, Sam y Remi fueron por el ancho sendero de piedra blanca hacia la capilla. En el muelle, Jolkov y sus tres compañeros acababan de desembarcar.

—¿Crees que van armados? —preguntó Remi.

—Yo diría que sí.

—Podríamos encontrar a alguien, ver si hay guardias de seguridad.

—No quiero poner a nadie en el camino de Jolkov. Quién sabe lo que es capaz de hacer. Además, ahora mismo vamos un paso por delante. No hay por qué desperdiciar la ventaja.

Sigamos, acabemos el trabajo, encontremos lo que hemos venido a buscar y larguémonos.

—Vale. Vayamos al acertijo. La primera mitad está resuelta —dijo Remi—. Eso nos deja dos frases: «El genio de Ionia, sus zancadas una batalla de rivales» y «Un trío de quoins, el cuarto perdido, señalarán el camino a Frigisinga». Algo en la primera línea no deja de molestarme.

—¿Qué es?

—Algo de la historia. Una vinculación que se me pasa por alto.

Detrás de ellos se oyó una voz:

—Perdón, por favor... Permiso...

Se volvieron y vieron a una mujer con muletas que intentaba adelantarlos. Se hicieron a un lado, y la mujer les dio las gracias con una sonrisa al pasar. Remi entrecerró los ojos mientras la miraba alejarse.

—Conozco esa mirada —dijo Sam—. ¿Se te ha encendido la bombilla?

Remi asintió, su mirada todavía puesta en la mujer.

—Las muletas. La derecha está una medida más baja.

—¿Y?

—Dilo de otra manera: su paso no es una batalla de rivales —respondió, con el rostro iluminado—. Eso es, ven. —Fue a paso rápido por el sendero hasta donde se ensanchaba delante de la capilla y se detuvo junto a la cerca, para asegurarse de que no había nadie que pudiese oírlos. Se apresuró a escribir en la pantalla del iPhone—. ¡Ya está! ¡Lo tengo! ¿Has oído hablar de la Liga Jónica: la antigua Grecia, una confederación de Estados formados después de las guerras Médicas?

—Sí.

—Uno de los miembros de la Liga Jónica era la isla de Samos: el lugar del nacimiento del genio de Samos, también conocido como Pitágoras. Ya sabes, el padre del triángulo.

—No te sigo.

—Las muletas de la mujer... Una es más corta que la otra.

Si le das rienda suelta a la imaginación, forman un triángulo escaleno: dos lados desiguales.

Sam sonrió, complacido al entenderlo.

—Pitágoras era el padre del triangulo isósceles. Dos lados iguales...

—Sus zancadas una batalla de rivales —citó Remi de nuevo.

—Así que estamos buscando un triángulo isósceles.

—Así es. Con toda probabilidad señalado con el sello de la cigarra de Laurent. Eso nos deja una frase: «Un trío de quoins, el cuarto perdido, indicará el camino a Frigisinga».

Sam miró por encima del hombro y observó a la multitud hasta que vio a Jolkov, que caminaba por la zona de desembarque. Sus hombres no estarían muy lejos. Sam ya estaba a punto de volverse cuando vio a Jolkov sacar una Blackberry del bolsillo y mirar la pantalla. Levantó la cabeza, miró alrededor y luego le hizo un gesto a alguien de entre la multitud. Diez segundos más tarde, sus tres compañeros lo rodeaban. Después de una breve conversación, dos de ellos volvieron a toda prisa al muelle. Jolkov y el otro fueron hacia el sendero de la capilla.

—Mordió el cebo —dijo Remi.

—Pero no está enganchado del todo. Es lo que me temía. La pregunta es: ¿cuándo se dará cuenta de lo obvio?

—¿Qué es?

—Que nos tiene atrapados. No tienen más que quedarse en el muelle y esperar nuestro regreso.

47

—Quoin —murmuró Remi, que pensaba en voz alta mientras caminaba—. Hay tres opciones: una cuña que se utiliza para asegurar las letras de imprenta; cuñas utilizadas para levantar el cañón de una pieza de artillería, o piedras angulares en arquitectura. Tiene que ser lo último. No veo ningún cañón ni prensas.

Sam asintió, distraído, con la mitad de su atención dedicada a mantener a Jolkov y a su compañero a la vista; habían recorrido la mitad del camino hacia la capilla. Sus cabezas se movían a un lado y al otro en busca de la presa.

Remi continuó con su análisis.

—Por aquí abundan los ángulos, pero debemos suponer que no se refiere a uno de los edificios de madera.

La cerca de la izquierda daba paso a la terraza de una cervecería con mesas y sombrillas. Una banda bávara interpretaba una canción folclórica mientras el público aplaudía y cantaba. Sam y Remi dejaron atrás la cervecería y dieron la vuelta por la parte de la capilla que daba al extremo norte.

—Cañón —dijo Sam, que se detuvo—. Más o menos.

Remi miró hacia donde señalaba. A treinta metros en medio del prado había un pedestal de piedra de un metro de altura con la réplica de un sextante de bronce, un aparato anterior a la navegación moderna que se utilizaba para calcular la altura del sol sobre el horizonte. Si bien la mayoría de los sextantes tenían más o menos el tamaño de las tapas abiertas de un libro, ese medía cuatro o cinco veces más, casi un metro veinte de lado. El largo anteojo parecía el cañón de un trabuco.

Sam y Remi se acercaron. Allí había menos personas; la mayoría de los visitantes no se apartaban de los senderos de piedra, con su atención puesta en la capilla, las montañas o el fiordo.

—Aquí hay una placa —dijo Remi—. Está en alemán.

Sam se agachó para echar una mirada más de cerca y tradujo:

—Regalado en agosto de 1806 al elector Maximiliano José I, casa de Wittelsbach, miembro de la Confederación del Ring y rey de Baviera designado por Napoleón I, emperador de los franceses.

—Si esto no es una pista, ya me dirán qué es —comentó Remi—. Sam, mira aquí.

Se movió hacia donde ella estaba arrodillada. La parte inferior del sextante consistía en un brazo móvil que se deslizaba sobre un arco marcado con rayas, cada una indicando una sexagésima parte de un grado. Un agujero en el brazo mostraba la lectura del arco. Señalaba setenta.

—No es un trío —dijo Remi—. Habría estado muy bien que señalase el tres.

Sam la cogió de pronto del brazo y se ocultaron tras el pedestal para no ser vistos desde la zona de la capilla. Entre los brazos del sextante vieron a Jolkov y a su compañero caminar por el sendero hacia los edificios más próximos a los árboles.

—Puede que sea esto —dijo Sam—. Vamos a pensar diferente: si el sextante es nuestro cañón y las marcas en el arco son quoins, las cuñas, esta parte del acertijo de Laurent es metafórica.

—Continúa.

—Recuerdas la frase: «Un trío de quoins, el cuarto perdido, señalarán el camino a Frigisinga». Sugiere que un cuarto quoin completaría el grupo. Si tienes un grupo completo, ¿cuál es el porcentaje?

—Cien.

—O sea, que cada quoin representa un cuarto del total. ¿Cuántas marcas hay en el arco?

Remi las contó.

—Ciento cuarenta y dos.

Sam hizo el cálculo mental:

142/4 quoins = 35,5

35,5 x 3 quoins = 106,5

—Vale —dijo Sam—, o sea, que si levantamos el anteojo hasta los ciento seis grados...

Se arrodillaron detrás del sextante e imaginaron el anteojo apuntando hacia la nueva posición. Señalaba directamente a la torre más adelantada de las cúpulas acebolladas rojas.

—Yo diría que lo que tú llamas una X marca el lugar —dijo Remi—. Metafóricamente, por supuesto.

—El triángulo marca el punto —le corrigió Sam—. Con un poco de suerte.

No habían dado ni diez pasos de vuelta hacia la capilla cuando una voz sonó por el sistema de megafonía, para hacer un anuncio, primero en alemán y después en inglés.

—Atención, visitantes. Pedimos perdón por las molestias, pero acabamos de recibir un aviso de tormenta. Como se esperan fuertes vientos, cerraremos el parque antes. Por favor, vayan de inmediato y en orden a la zona de embarque y sigan las instrucciones del personal. Gracias.

Alrededor de Sam y Remi se oyeron las voces desilusionadas y las de los padres que llamaban a sus hijos. Los rostros se volvieron para mirar el cielo azul.

—No veo nada... —comenzó Sam.

—Allí —dijo Remi.

Por el sudoeste una estrecha franja de nubes negras pasaba por encima de los picos de las montañas. Mientras Sam y Remi miraban, el frente pareció bajar como una ola en cámara lenta por las laderas hacia el fiordo. Los visitantes se dirigieron a los muelles, algunos a paso rápido, otros paseando. El personal vestido con camisa azul claro actuaba como pastores, animando cortésmente a los rezagados y ayudando a los padres a reunir a los niños.

—No sé tú —dijo Sam—, pero a mí no me entusiasma...

—A mí tampoco. Nos quedamos. Tenemos que encontrar un lugar donde refugiarnos.

—Vamos.

Con Remi pegada a sus talones, Sam fue hacia la playa, a unos cincuenta metros, donde un sendero se bifurcaba: a la izquierda, en dirección al bosque, y a la derecha, hacia los muelles. Tomaron el de la izquierda y comenzaron a correr, pasando junto a una docena o más de visitantes que iban en dirección opuesta. Uno de ellos, un hombre, que llevaba a dos niños pequeños con trajes alpinos, les gritó en alemán.

—¡Van en la dirección errónea! Los muelles están por aquí.

—He perdido las llaves del coche —respondió Sam—. Ahora mismo volvemos.

Un minuto más tarde estaban entre los árboles. El sendero giraba a la izquierda hacia los edificios auxiliares, pero ellos continuaron en línea recta, pasaron por debajo de la barandilla y entraron en el sotobosque. Treinta metros más allá se detuvieron para agacharse debajo de las ramas de un pino. En lo alto, las nubes negras comenzaron a extenderse sobre la península y taparon el sol.

Durante los siguientes veinte minutos observaron entre los árboles cómo los visitantes iban a paso rápido por los senderos y a través del prado en dirección a los muelles. Poco después vieron que una de las embarcaciones eléctricas entraba en el fiordo, seguida por otras dos que llegaban desde el norte; las tres se abrían camino entre las crestas blancas de las olas.

Poco a poco se apagó el rumor de voces, y solo quedó el silbido del viento entre los árboles y los gritos de «¡Todos a bordo!» ahogados por la nieve que caía, procedentes del muelle. Los altavoces, que habían estado repitiendo el aviso de evacuación cada treinta segundos, dejaron de transmitir.

—Comienza a hacer frío —dijo Remi, que se rodeó el pecho con los brazos.

Sam, que había hecho caso de la recomendación de la guía, sacó las sudaderas y los gorros de la mochila. Remi se puso las prendas y metió las manos en las mangas de la sudadera.

—¿Crees que se ha marchado con los demás? —preguntó Remi.

—Depende de lo que Jolkov crea que hicimos. Lo mejor sería esperar a la última embarcación y ver si nos marchamos con los que quedan.

—Así y todo, algo me dice que es mejor suponer lo peor.

—Estoy de acuerdo.

Esperaron una hora entera después de que la última embarcación abandonase el fiordo. Cargado con gordos copos de nieve, el viento soplaba muy fuerte y sacudía los árboles. Las pinas y las hojas caían al suelo y se mezclaban con la maleza. La nieve comenzó a amontonarse detrás de los troncos y la hierba, pero se fundía de inmediato cuando tocaba los senderos de piedras calientes por el sol, y se creaban tentáculos de vapor que eran arrastrados por el viento.

—Echemos una mirada —dijo Sam—. Busquemos algún lugar donde estar abrigados.

Volvieron al sendero y lo siguieron tierra adentro hasta un claro donde encontraron una cabaña de troncos con el tejado abuhardillado y ventanas alpinas. Era una estructura muy larga, de casi treinta metros de longitud, con una escalera que subía por la pared trasera hasta una puerta. Sam y Remi subieron los escalones y probaron la puerta. No estaba cerrada. La abrieron y se encontraron en un altillo con una barandilla desde donde se veía el nivel inferior. El interior estaba a oscuras excepto por una tenue luz gris que se filtraba por los vidrios esmerilados de las ventanas.

—No es el Four Seasons, pero al menos estamos protegidos del viento —dijo Sam.

—La comodidad es relativa —afirmó Remi con una sonrisa, y se quitó la nieve de la sudadera.

Encontraron un rincón cálido y se sentaron.

Esperaron otra media hora, tiempo suficiente, confiaron, para que cualquier miembro del personal que hubiera quedado atrás hubiese embarcado de regreso a Schónau. Sam y Remi no tenían manera de saber si se había quedado algún guardia, pero salvarían ese escollo cuando lo encontrasen. Fuera el viento había disminuido un poco y había dado paso a una fuerte nevada. Las ramas de los pinos rascaban las paredes de la cabaña como los dedos de un esqueleto.

Remi movió la cabeza; creía haber oído algo.

—¿Qué? —preguntó Sam solo con el movimiento de los labios.

Remi se llevó los dedos a la boca y señaló hacia la ventana. Unos segundos más tarde Sam las oyó: unas pisadas que aplastaban la nieve. Silencio, luego el golpe de una bota en la madera. Alguien subía la escalera. Sam se levantó, fue hasta la puerta, la cerró y volvió junto a Remi. Poco después se movió la manija. Silencio de nuevo. Las pisadas bajaron la escalera y volvieron a cruzar la nieve.

Se abrió una puerta en la planta baja.

Remi se acurrucó junto a Sam, quien le pasó un brazo sobre los hombros.

De nuevo pisadas, esa vez de dos personas. Fueron hasta la cabaña y se detuvieron. El haz de luz de una linterna pasó por el tejado, rozó la barandilla del altillo y se apagó.

—¿Hola? —llamó una voz en alemán—. Personal del parque. ¿Hay alguien aquí?

Remi miró a Sam y sus labios formaron una pregunta. El negó con la cabeza y con el movimiento de los labios dijo: «Jolkov».

Más pisadas. La puerta se cerró.

Sam mantuvo la palma levantada junto a Remi, luego apoyó los dedos en sus labios.

Pasó un minuto. Dos. Cinco.

Desde abajo se oyó el débil rascar de un zapato en la madera.

—No están aquí —dijo Jolkov en inglés.

—¿Qué te hace pensar que todavía están aquí? —preguntó una segunda voz.

—Es lo que yo haría. Sé cómo piensan; son demasiado testarudos para permitir que un poco de mal tiempo los haga retroceder. Vamos.

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