Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
—Nos encantará —dijo Remi, con una sonrisa.
—¡Perfecto! Cuando lleguen a Elba, estarán en Rio Marina. A partir de allí deben ir al oeste por la SP26 hacia las montañas...
Elba, Italia
Dejó que la cigarra subiese por su dedo y el dorso de la mano antes de empujarla con el otro dedo a la palma. Sam se incorporó junto a la carretera de tierra y se volvió hacia Remi, que tomaba fotos del mar a lo lejos.
—La historia es curiosa —comentó Sam.
—¿Por qué?
—Esta cigarra. Bien podría estar relacionada con alguna de las que el propio Napoleón utilizó para hacer la tinta.
—¿Suelta espuma?
—No que yo sepa.
—Selma dijo que la tinta provenía de una cigarra espumadora.
—No ves adonde quiero ir a parar. ¿Y tu sentido del humor?
Remi bajó la cámara y lo miró.
—Lo siento —añadió Sam con una sonrisa—, me he olvidado de con quién estaba hablando.
—Te he entendido. —Remi consultó su reloj—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Son casi las tres. Cada vez quedan menos horas de luz.
La cena de la noche anterior con Yvette Fournier-Desmarais se había prolongado hasta muy tarde, y después de tres botellas de vino, ella los había convencido de que cancelaran la reserva en el hotel y se quedaran a pasar la noche. Se levantaron a la mañana siguiente y compartieron en la galería un desayuno de café, cruasanes, piña fresca y huevos revueltos con puerros, pimienta y menta antes de ir al aeropuerto.
Por razones que Sam y Remi pudieron entender, los vuelos de ida y vuelta a Elba estaban restringidos a una sola línea aérea, Inter-Sky. Las otras dos compañías, SkyWork y Elbafly, ofrecían más puntos de salida, pero solo volaban tres días a la semana, así que en Niza tomaron un avión de Air France a Florencia, luego un tren a Piombino y, por fin, un transbordador que los llevó a Rio Marina, en la costa este de Elba, a diez millas de distancia.
El coche de alquiler —un Lancia Delta de 1991— no era nada comparado con el Porsche Cayenne, pero el aire acondicionado funcionaba y el motor, aunque pequeño, cumplía su función.
De acuerdo con las instrucciones de Yvette, habían viajado tierra adentro desde Rio Marina, pasando un pintoresco pueblo toscano tras otro —Togliatti, Sivera, San Lorenzo—, por una sinuosa carretera entre preciosas colinas y viñedos que subía cada vez más por las montañas, hasta que se detuvieron en un promontorio que daba a la costa oriental de la isla.
De no haber sido por el exilio de Napoleón, Elba nunca habría sido tan conocida, algo que, desde el punto de vista de Sam y Remi, era una pena porque tenía su propia y exclusiva historia.
A lo largo de su existencia, Elba había recibido a invasores y ocupantes, desde los etruscos hasta los romanos y los sarracenos, hasta el siglo XI, cuando la isla cayó bajo la dominación de la República de Pisa. A partir de entonces había cambiado de manos media docena de veces a través de la venta o la anexión, comenzando con el vizconde de Milán y acabando en 1860, cuando se convirtió en un protectorado del Reino de Italia.
Remi tomó unas cuantas fotos más antes de volver al coche y reanudar la marcha.
—¿Dónde exactamente pasó su exilio Napoleón?
Remi buscó en las páginas que se había marcado de la guía Frommer's.
—En Portoferraio, en la costa norte. En realidad tenía dos casas: la villa San Martino y la villa Dei Mulini. Tenía a su servicio entre seiscientas y mil personas, y adoptó el título de emperador de Elba.
—¿Adoptó el título o se lo otorgaron para humillarlo? —preguntó Sam—. Después de haber gobernado sobre una buena parte de Europa, el título de emperador de Elba tuvo que ser una desilusión.
—Es verdad. Otro hecho curioso: antes de marchar a Elba, Napoleón intentó envenenarse.
—No me digas.
—Al parecer, llevaba colgado alrededor del cuello un pequeño frasco con una mezcla de opio y belladona. Se lo había hecho preparar antes de partir para la campaña rusa.
—Con toda lógica no quería caer vivo en manos de los cosacos.
—Bien, no puedo decir que lo culpe. Creo que lo detestaban con toda el alma. En cualquier caso, se lo bebió, pero para entonces habían pasado dos años y el veneno había perdido gran parte de su fuerza. Pasó la noche retorciéndose de dolor en el suelo, pero sobrevivió.
—Remi, eres una fuente de conocimientos.
Ella no le hizo caso y continuó leyendo.
—En lo que ninguno de los historiadores parece coincidir es en cómo consiguió escapar. Había guardias franceses y prusianos por toda la isla, y un navío de guerra inglés patrullaba frente a la costa.
—Era un tipo muy astuto.
—Nos sigue un coche —comentó Sam unos minutos más tarde.
Remi volvió la cabeza para mirar por la ventanilla trasera.
Casi un kilómetro montaña abajo, un Peugeot color crema pasaba por una curva. Desapareció de la vista un momento detrás de la ladera y luego reapareció.
—Tiene prisa.
Desde que habían dejado las Bahamas, Sam y Remi habían estado muy atentos a cualquier señal de persecución, pero hasta entonces no habían visto nada. El problema con una isla pequeña como Elba era que tenía unos pocos puntos de entrada, y en ese sentido la riqueza de Bondaruk podía conseguir mucho.
Sam agarró con fuerza el volante, y su mirada pasaba una y otra vez del espejo retrovisor a la carretera.
Un par de minutos más tarde, el Peugeot apareció detrás de ellos y acortó la distancia hasta ponerse a pocos metros del parachoques trasero. El resplandor del sol hacía que solo se viese la silueta de los ocupantes, pero Sam pudo distinguir que se trataba de dos hombres.
Sam sacó el brazo por la ventanilla y les hizo señales para que lo adelantaran.
El Peugeot no se movió, pegado al guardabarros del Lancia, y entonces se apartó bruscamente y aceleró. Sam se preparó para pisar el freno. Remi miró por la ventanilla del pasajero; apenas si había un arcén, seguido por una gran caída. Ciento cincuenta metros más abajo se veía a las cabras pastando en un campo. Parecían hormigas. La rueda de su lado se movió unos centímetros a la derecha. La gravilla golpeó contra el lateral del coche. Sam movió el Lancia un poco a la izquierda, de nuevo al asfalto.
—¿Tienes el cinturón puesto? —preguntó casi sin mover los labios.
—Sí.
—¿Dónde están?
—Ahora se están poniendo a nuestro lado.
El Peugeot se situó en paralelo, junto a la puerta de Sam. Un hombre moreno con bigote, que iba en el asiento del pasajero, lo miró. El hombre asintió una vez con la cabeza, luego el conductor pisó el acelerador y los adelantó para desaparecer en la siguiente curva.
—Unos tipos muy amables —comentó Remi con un sonoro suspiro.
Sam relajó las manos en el volante y flexionó los dedos para permitir que la sangre circulase de nuevo.
—¿Cuánto nos queda?
Remi desplegó el mapa y con el dedo recorrió la carretera.
—Ocho o nueve kilómetros.
Llegaron a su destino a última hora de la tarde. Colgada en las laderas del monte Capanello y rodeada por bosques de pinos de Alepo y enebros, la localidad de Rio nell'Elba, con una población de novecientas personas, estaba a la sombra de un castillo del siglo XI, Volterraio, y a los ojos de Sam y Remi era el epítome del pueblo toscano medieval, con angostos callejones adoquinados, plazas umbrías y balcones de piedras repletos de orquídeas y lavandas.
—Aquí dice que Rio nell'Elba es la capital de los buscadores de piedra en la Toscana —dijo Remi—. Aún hallan minas que se remontan a los etruscos.
Encontraron un aparcamiento al otro lado de la ermita de Santa Caterina y bajaron del coche. Según Yvette, su contacto, un hombre llamado Umberto Cipriani, era el ayudante del conservador del Museo del Minerali. Remi se orientó en el mapa y llegaron al museo diez minutos más tarde. Al cruzar la plaza, Sam dijo:
—Deja que te haga una foto. Ponte delante de la fuente.
Ella lo hizo, sonrió para varias instantáneas y luego se reunió con Sam, que miró las imágenes en la pantalla de la cámara.
—Tendríamos que hacer otra, Sam, estoy un poco desenfocada.
—Lo sé. Mira lo que sí está enfocado. Sonríe, muéstrate complacida.
Remi miró con atención la imagen. Quince metros detrás de su silueta borrosa vio el capó de un coche color crema que asomaba por la entrada de un callejón en sombras. Detrás del volante, un hombre los miraba con prismáticos.
Remi, en su papel de turista despreocupada, sonrió y apoyó su rostro en el de Sam mientras miraban la pantalla de la cámara.
—Nuestros amables perseguidores —susurró sin dejar de sonreír—. ¿Una coincidencia?
—Me gustaría creerlo, pero los prismáticos me inquietan. A menos que sea un observador de pájaros urbanos...
—O que esté persiguiendo a una antigua novia...
—Creo que debemos suponer lo peor.
—¿Ves por algún lado al tipo del bigote?
—No. Sigamos y vayamos adentro. Actúa con naturalidad. No mires alrededor.
Entraron en el museo, se detuvieron en la recepción y preguntaron por Cipriani. El recepcionista descolgó un teléfono y dijo unas cuantas palabras en italiano. Unos momentos más tarde, un hombre corpulento y con el pelo canoso apareció en el umbral a su derecha.
—Buon giorno —saludó el hombre—. Posso aiutarvi?
—Te toca a ti, Remi —dijo Sam. Si bien ambos hablaban varios idiomas, el italiano, por alguna razón, siempre se le había resistido. A Remi le pasaba lo mismo con el alemán, que Sam hablaba con toda fluidez.
—Buon giorno. —respondió Remi—. Signor Cipriani?
—Si.
—Parla inglese?
Cipriani sonrió de oreja a oreja.
—Hablo inglés, por supuesto, pero su italiano es muy bueno. ¿En qué puedo ayudarles?
—Me llamo Remi Fargo. Él es mi esposo, Sam. —Se estrecharon las manos.
—Les estaba esperando —dijo Cipriani.
—¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado?
—Desde luego. Mi despacho está por aquí.
Los llevó por un pasillo hasta un despacho con una ventana que daba a la plaza. Tomaron asiento. Sam sacó la carta de Yvette y se la dio a Cipriani, quien la leyó con atención y luego se la devolvió.
—Perdón, ¿podrían mostrarme alguna identificación?
Sam y Remi les dieron sus pasaportes, y los recogieron cuando Cipriani acabó.
—¿Cómo está Yvette? —preguntó Cipriani—. Espero que bien.
—Está muy bien —respondió Sam—. Le envía sus saludos.
—¿Y su gata, Moira, está bien?
—En realidad es un perro, y se llama Henri.
Cipriani separó las manos y sonrió como si se disculpase.
—Soy un hombre cauto, quizá demasiado. Yvette me ha confiado este asunto. Quiero estar seguro de comportarme a la altura.
—Lo comprendemos —dijo Remi—. ¿Desde cuándo la conoce?
—Oh, hace veinte años o más. Tiene una casa aquí, delante del castillo. Hubo unos temas legales relacionados con la tierra. Pude ayudarla.
—¿Es usted abogado?
—Oh, no. Solo conozco a gente que conoce a gente.
—Comprendo. ¿Podrá ayudarnos?
—Por supuesto. ¿Únicamente quieren visitar la cripta? ¿Tienen intención de llevarse alguna cosa?
—No.
—Entonces será muy sencillo. No obstante, solo para estar seguros, tendríamos que esperar hasta el anochecer. Los lugareños somos personas muy entrometidas. ¿Tienen algún lugar donde alojarse?
—Todavía no.
—Entonces se quedarán con nosotros, mi esposa y yo.
—No queremos... —comenzó Sam.
—No es ninguna molestia. Serán nuestros huéspedes. Cenaremos, y después los llevaré al cementerio.
—Gracias. ¿Podemos utilizar su despacho durante unos minutos?
—Por supuesto. Tómense todo el tiempo que quieran.
Cipriani se marchó y cerró la puerta al salir. Sam sacó el móvil y marcó el número de Selma, y después de una espera de veinte segundos oyó la voz de la mujer.
—Señor Fargo... ¿Todo en orden?
—Hasta el momento. ¿Algún problema por allí?
—Ninguno en absoluto.
—Necesito que busques un número de matrícula para mí. Podría ser complicado; estamos en Elba. Si tienes algún problema, llama a Rube Haywood. —Le dio el número del despacho de Cipriani.
—Vale. Veré qué puedo hacer. No tardaré en llamar.
Llamó veinte minutos más tarde.
—Me ha costado un poco, pero la base de datos de la Dirección General de Tráfico italiana no es precisamente a prueba de hackers.
—Bueno es saberlo —dijo Sam.
—La matrícula pertenece a un Peugeot crema, ¿correcto?
—Así es.
—Entonces tengo malas noticias. Está registrado a nombre de un agente de la policía provincial. Ahora mismo envío los detalles.
Sam esperó tres minutos hasta que llegó el mensaje, leyó el contenido, le dio las gracias a Selma y colgó. Se lo dijo a Remi.
—Me he excedido en la velocidad sin darme cuenta, o alguien está interesado en nosotros.
—De haber sido algo oficial, nos habrían detenido en el transbordador, en Rio Marina —opinó Remi.
—Estoy de acuerdo.
—Bien, al menos hemos tenido un aviso.
—Y sabemos qué cara tiene nuestro otro perseguidor.
A sugerencia de Cipriani, dedicaron una hora a visitar Rio nell'Elba, pero lo hicieron con mucho cuidado, procurando mantenerse dentro de los límites del pueblo y a la vista de los transeúntes. No vieron ninguna señal del Peugeot o de sus ocupantes. Mientras paseaban cogidos del brazo, San comentó:
—He estado pensando en lo que dijo Yvette: que sospechaba que Jolkov ya había estado aquí buscando la cripta de Laurent. Bondaruk sabía que en algún momento acabaríamos apareciendo por aquí. Era el paso lógico.
—Así que se sienta y espera a que nosotros hagamos el trabajo más duro.
—Es la jugada astuta —asintió Sam.
A las cinco y media volvieron al museo, donde encontraron a Cipriani cerrando las puertas y aceptaron acompañarlo hasta su casa.
Su casa estaba a menos de un kilómetro y medio, detrás de un olivar. Al llegar, la señora Cipriani, corpulenta como su marido y con unos vivarachos ojos castaños, los saludó sonriente y les dio dos besos en las mejillas. Cruzó cuatro palabras en italiano con Umberto, y este los llevó a la galería y los invitó a sentarse. La cortina de clemátides blancas que colgaba de los aleros trasformaba la galería en una cómoda estancia.