Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
Las luces del todoterreno llenaron el interior del Lancia. Sam entrecerró los ojos y de un manotazo desvió el espejo retrovisor. Miró por encima del hombro y vio una mano que sujetaba un arma y que asomaba por el hueco del parabrisas.
—¡Abajo, abajo! —gritó, y Remi se deslizó al suelo.
El arma disparó, el fogonazo iluminó el interior oscuro. Umberto asomó la cabeza por encima del asiento.
—Yo los retrasaré —dijo, y se asomó por la ventanilla lateral con la Luger.
—¡No!
Dos disparos más. Umberto soltó un grito y se dejó caer en el asiento.
—¡Me han dado!
—¿Dónde?
—¡En el antebrazo! Estoy bien —jadeó.
—¡Al infierno con esto! —murmuró Sam—. —¡Sujetaos!.
Pisó el freno durante dos segundos y luego el acelerador otra vez. El todoterreno patinó, se desvió y chocó contra el parachoques del Lancia. Sam lo había calculado bien, acelerando un momento antes del impacto. Se adelantaron al todoterreno: seis metros... diez: cuatro largos de coche.
—¡Hala!
De pronto, los árboles desaparecieron a ambos lados. Remi levantó la cabeza.
—¡Oh, no!
Las ruedas del Lancia chocaron con el arcén, y por un momento se encontraron volando. El espacio abierto apareció en el parabrisas. El Lancia aterrizó y rebotó, las ruedas levantaron una lluvia de grava.
—¡El arcén!
—Lo veo —dijo Sam y giró el volante a la izquierda.
El Lancia derrapó. Movió el volante a la derecha para compensarlo y después enderezó. Al otro lado de la ventanilla de Remi se veía una pendiente sembrada de peñascos que bajaba varios centenares de metros hasta una garganta.
Con el motor a tope, el todoterreno de Jolkov voló por encima del obstáculo y golpeó en la carretera.
—No lo conseguirá —dijo Remi.
—Esperemos que así sea.
El todoterreno derrapó, y Jolkov compensó demasiado. La rueda trasera del lado del pasajero aplastó las piedras que había junto al arcén y se deslizó por el borde. Llevado por la inercia, casi una tercera parte del vehículo pasó por encima del arcén y se fue acercando centímetro a centímetro al precipicio, hasta que se detuvo con la parte trasera sobresaliendo en el vacío.
Sam quitó el pie del acelerador y dejó que el Lancia se detuviese poco a poco. Quince metros detrás de ellos, el todoterreno se balanceaba en el borde de la carretera. Aparte del débil y rítmico crujir del metal, reinaba el silencio.
Remi se sentó y miró a un lado y al otro.
—Con cuidado —susurró Sam.
—¿Vamos a ayudarlos? —preguntó Remi.
Una mano apareció del interior oscuro del todoterreno y se sujetó a uno de los limpiaparabrisas. Se vio el fogonazo dentro de la cabina.
Una bala rebotó en el parachoques del Lancia.
—¡Que se vayan al infierno! —dijo Sam, y pisó el acelerador.
—Para que veas lo agradecida que es la gente —comentó Remi—. Podríamos haberles dado un empujón para hacerlos caer a la garganta.
—Algo me dice que lamentaremos no haberlo hecho.
Grand Hotel Beauvau Vieux Port, Marsella, Francia
Sam acababa de darle la propina al botones y de cerrar la puerta cuando Remi ya marcaba en el iPhone. Selma respondió a la primera llamada.
—¿Sanos y salvos, señora Fargo?
—Sanos y salvos —contestó Remi al tiempo que se sentaba en la cama y se quitaba los zapatos—. ¿Ahora me dirás por qué estamos en Marsella?
Después de dejar a Jolkov y a su compañero del bigote en el borde del precipicio, habían ido en el Lancia a toda velocidad hasta Nisporto. Umberto, con el antebrazo vendado con su camisa, utilizó el móvil para avisar de su llegada a su primo.
Nisporto, un pueblo de unos pocos centenares de habitantes, estaba al fondo de una bahía con forma de V, a dieciséis kilómetros de Portoferraio. Cuando llegaron, Teresa, la esposa de Umberto, y sus primos, que eran cinco, los esperaban en la puerta de atrás. Mientras Teresa se ocupaba de la herida de Umberto, que por suerte no había afectado a ningún hueso ni arteria, los primos encerraron al ya despierto Bianco en el garaje. La señora de la casa, Brúñela, la tía de Umberto, invitó a Sam y Remi a entrar y los acompañó hasta la mesa de la cocina, donde se disponía a alimentarlos con tallarines caseros en salsa de tomate, cebollas, alcaparras y aceitunas. Media hora más tarde apareció Umberto, con el brazo vendado.
—Lo hemos puesto en peligro —dijo Sam.
—Tonterías. Me han ayudado a salvar el honor. Creo que mi padre estaría orgulloso.
—Yo creo lo mismo —afirmó Remi, y le dio un beso en la mejilla—. Gracias.
—¿Nos gustaría saber qué hará con Bianco? —preguntó Sam.
—Aquí y en Córcega, es intocable. Pero en tierra firme... —Umberto se encogió de hombros—. Haré algunas llamadas. Creo que con las pruebas adecuadas, reales o no, los Carabinieri estarán muy contentos de llevárselo. En cuanto al otro, su compañero..., es un cobarde. Estaremos bien, amigos míos. Ahora, acaben de comer y nos ocuparemos de que salgan de la isla.
Sabiendo la influencia de Bondaruk y lo concienzudo que era Jolkov, el aeropuerto de Marina di Campo era muy peligroso, así que habían apelado a Ermete, uno de los primos de Umberto, para que los llevase en su barco de pesca a Piombino, en la costa italiana. De allí habían vuelto a Florencia, donde se habían alojado en el Palazzo Magnani Feroni, y habían llamado a Selma, quien les pidió que le enviasen por correo electrónico los símbolos del libro de claves de Laurent, y después fuesen sin demora a Marsella. A la mañana siguiente metieron el libro en un sobre para mandarlo a San Diego, y después fueron al aeropuerto.
—¿A qué viene tanto misterio? —le preguntó Remi a Selma. Sam se sentó en la cama y Remi puso el teléfono en manos libres.
—No es ningún misterio —contestó Selma—. Estaba puliendo algunos detalles, pero supe que en cualquier caso querrían estar en Marsella. Por cierto, Pete y Wendy están trabajando con los símbolos ahora mismo. Es algo fascinante, pero la gran incógnita es el estado de conservación del libro...
—Selma —dijo Sam.
—Oh, perdón. ¿Recuerdan a Wolfgang Müller, capitán del UM-77? Lo encontré.
—¿A él? ¿Te refieres a...?
—Sí, todavía vive. Hubo que investigar mucho, pero resultó ser que estaba a bordo del Lothringen cuando fue capturado. Después de la guerra lo repatriaron a Alemania vía Marsella. Desembarcó, pero no tomó el tren de vuelta a casa. Vive con su nieta. Tengo la dirección...
A la mañana siguiente se levantaron y fueron hasta un café, Le Capri, unas pocas manzanas más arriba de la rué Bailli de Suffren que daba al puerto Viejo, donde había multitud de veleros de todas las formas y tamaños, con las velas aleteando en la brisa marina. El brillante sol de la mañana se reflejaba en el agua. En la bocana del puerto, en la costa norte y sur, estaban las fortalezas de San Juan y San Nicolás. Más arriba se alzaban la abadía de San Víctor y las iglesias de San Vicente y Santa Catalina. Más allá, en lo que era la bahía de Marsella, estaban las cuatro islas que formaban el archipiélago de Frioul.
Sam y Remi habían estado en Marsella en tres ocasiones, la última unos pocos años antes camino a la Camarga. Cada mes de mayo, unos veinte mil gitanos de toda Europa se reunían allí para celebrar su herencia romaní.
Acabaron de desayunar y tomaron un taxi. Le dieron al conductor una dirección en el Panier, un barrio medieval de casas pintadas color pastel, entre el edificio del ayuntamiento y el Vieille Charité. Wolfgang Müller vivía en un apartamento en el segundo piso de un edificio color amarillo claro y con persianas blancas, en la rué de Cordelles. Una joven rubia de unos veintitantos años les abrió la puerta.
—Bonjour —dijo Sam.
—Bonjour.
—Parlez-vous anglais?
—Sí, hablo inglés.
Sam hizo las presentaciones.
—Buscamos al señor Müller. ¿Está en casa?
—Sí, por supuesto. ¿Puedo preguntarles el motivo de su visita?
El matrimonio ya había hablado sobre eso y habían decidido que la verdad era el mejor camino.
—Nos gustaría hablar con él del UM-77 y el Lothringen —contestó Remi.
La joven ladeó la cabeza un poco y entrecerró los ojos. Era obvio que su abuelo le había hablado de su servicio en la guerra.
—Un momento, por favor. —Dejó la puerta abierta, se alejó por el pasillo y desapareció en una esquina. Oyeron voces ahogadas durante un minuto, y luego ella reapareció—. Por favor, pasen. Me llamo Monique. Por aquí, por favor.
Los llevó hasta la sala, donde encontraron a Müller sentado en una mecedora, delante de un televisor sin sonido, sintonizado en el canal meteorológico. Vestía una chaqueta gris abotonada hasta el cuello y se cubría las piernas con una manta azul y amarilla. Calvo, con el rostro surcado de arrugas, Müller los miró con sus tranquilos ojos azules.
—Buenos días —dijo con una voz vigorosa. Señaló con una mano temblorosa un sofá tapizado con un estampado de flores que estaba delante de él—. Por favor. ¿Puedo invitarlos a un café?
—No, gracias —contestó Remi.
—Monique me dice que han encontrado a Ilsa.
—¿Ilsa? —preguntó Sam.
—Es el nombre que le di al 77. El nombre de mi esposa; ella murió en los bombardeos de Dresden pocos meses después de nuestra partida de Bremerhaven. ¿La encontraron en la cueva, en Rum Cay?
—Estábamos haciendo unas exploraciones y nos encontramos con la entrada —explicó Remi—. Estaba hundida y casi en perfecto estado.
—¿Todavía está allí?
Sam sonrió.
—Bueno, no del todo. Hubo un... problema. Tuvimos que utilizarla, digamos, como una balsa de salvamento.
—No lo entiendo.
—La entrada principal se derrumbó. Nos montamos en el 77...
—Ilsa.
—Navegamos montados en Ilsa por el río subterráneo y salimos por otra cueva.
Müller abrió los ojos de par en par y sonrió.
—Eso es asombroso. Me alegro de que haya sido útil.
—Lo tenemos todo arreglado para que la lleven a Estados Unidos. Si usted lo quiere, podemos enviarla...
Müller sacudió la cabeza.
—Es muy amable de su parte, pero no. Quédensela; cuídenla bien. —Sonrió y movió un dedo apuntando hacia ellos—. Algo me dice que no han venido hasta aquí solo para contarme esto.
—También encontramos el UM-34.
Al oírlo, Müller se inclinó hacia delante.
—¿Y Manfred?
—El capitán Boehm aún estaba a bordo. —Sam le narró el descubrimiento del submarino sin hacer ninguna mención de Bondaruk o Jolkov—. Las autoridades se están ocupando ahora del rescate.
—Mein Gott... Siempre nos preocupaba el tiempo. Aquellas embarcaciones no estaban pensadas para mar abierto. —Por un momento apareció una mirada distante en los ojos de Müller, después parpadeó y los miró de nuevo—. Manfred era un buen amigo mío. Siempre me dolió no saber qué había pasado. Gracias.
—La razón por la que estamos aquí es el vino —dijo Remi.
—¿El vino? Ah, las botellas... Sí, íbamos a beberías después de la misión. ¿Me están diciendo que se conservan?
—Una a bordo del 34, y otra a bordo de Ilsa.
—¿Y la tercera? ¿También la encontraron? Como Manfred tenía la más arriesgada de las dos misiones, a él le di dos botellas.
—Encontramos un trozo cerca de donde estaba el submarino. No estamos seguros de cómo salió de la nave.
Müller agitó una mano.
—Los caprichos de la guerra.
—Solo por curiosidad, ¿puede decirnos cuál era la misión? —preguntó Sam—. ¿Qué pretendían conseguir Boehm y usted?
Müller frunció el entrecejo mientras pensaba. Al cabo de unos momentos respondió:
—Supongo que ya no tiene importancia... Fue una misión absurda, inventada por el propio Hitler. Manfred tenía que entrar en la bahía de Chesapeake y atacar la base naval de Norfolk. Al mismo tiempo, yo tenía que atacar el depósito de municiones de Charleston, pero Ilsa tuvo una avería en la hélice y nos demoramos. Antes de que pudiésemos repararla, nos llamaron para que volviésemos a Bremerhaven. Ya conocen el resto, eso del Lothringen y demás.
—¿Se detuvieron en Rum Cay para hacer unas reparaciones? ¿De qué tipo?
—Baterías más grandes para aumentar el radio de alcance de los submarinos. Otro plan idiota. Manfred y yo sabíamos que las misiones eran un suicidio.
—Entonces ¿por qué se presentaron voluntarios?
Müller se encogió de hombros.
—El deber. Las tonterías de la juventud. Ninguno de los dos éramos partidarios de Hitler ni del partido, pero seguía siendo nuestro país. Queríamos hacer lo que pudiésemos.
—Esperábamos que quizá usted nos dijera algo más de las botellas —intervino Remi—. ¿De dónde procedían?
—¿Por qué?
—Somos coleccionistas. Resulta que son muy antiguas y muy raras.
Müller se rió.
—Nunca lo supe. Quizá debería haber pensado que tenían alguna importancia. Me las dio mi hermano Karl antes de que saliésemos de Bremerhaven. Me dijo que las había encontrado aquí, cuando estaba en el ejército y formaba parte de las fuerzas de ocupación.
—¿Dónde las encontró?
—Déjeme que haga memoria... —Müller se rascó la cabeza—. Mi memoria ya no es tan buena. Fue en un castillo... no, no un castillo. Una fortaleza. —Suspiró, irritado, y entonces se le iluminaron los ojos—. Fue en una de las islas de la bahía... ¿Recuerdan aquel libro de Dumas, El conde de Montecristo?
Sam y Remi lo habían leído. En un instante supieron de qué hablaba Müller.
—¿La isla de If?
—¡Sí! Esa. Las encontró en el castillo de If.
Castillo de If, Francia
A pesar de su amor por Marsella, los Fargo nunca habían conseguido incluir en su itinerario el archipiélago Frioul y el castillo de If, una omisión que pensaban corregir aquella noche con su propia visita privada. Dudaban que el personal del cháteau les permitiera explorar todos los rincones de la isla. Ninguno de los dos sabía con exactitud qué buscaban o si lo reconocerían si aparecía, pero la expedición parecía el siguiente paso lógico del viaje.
Desde el apartamento de Müller tomaron un taxi hasta el Malmousque, un barrio a orillas del mar y orientado hacia las islas, y buscaron un café tranquilo. Se sentaron a una de las mesas de la terraza bajo una sombrilla y pidieron dos expresos dobles.
A poco menos de dos kilómetros de la costa se veía el castillo de If, un trozo de roca de color ocre desvaído con grandes acantilados, arcos de piedra y murallas verticales.