Authors: Eric Frattini
La siguiente habitación del pasillo, la número 7, estaba ocupada por el doctor Hörst Schumann. El médico, también miembro de la sección científica, estaba especializado en el estudio de los rayos equis y su efecto sobre la esterilidad. Durante su larga estancia en el campo de Auschwitz, había realizado un gran número de experimentos sobre hombres y mujeres, aplicándoles grandes dosis de radiaciones en los ovarios y los testículos a los prisioneros. Los órganos sexuales dañados se extirpaban y los enviaba al Instituto Histopatológico de Breslau para su estudio.
El siguiente refugiado en San Girolamo era el doctor Janku Veckler. Había sido pediatra antes de la guerra y se había alistado en las SS en septiembre de 1936. Desde enero del siguiente año, pertenecía a la sección científica. En Birkenau, había comenzado a estudiar el color de ojos de los niños. En tan sólo unos meses consiguió reunir hasta un centenar de globos oculares con iris de diferentes colores: amarillo pálido, azul claro, verde o violeta. Poco después, su interés se desvió hacia los gemelos. Los que llegaban a los andenes de Auschwitz-Birkenau, además de los mellizos y trillizos, acababan en un edificio bajo su mando. Allí, trasplantaban órganos y miembros de uno a otro gemelo para analizar el rechazo al nuevo miembro injertado. Otros eran castrados sin anestesia o se les conectaba el tracto urinario al colon, operaciones siempre dirigidas y supervisadas por Veckler.
Pero sería bajo las órdenes del doctor Josef Mengele, el
Ángel de la Muerte
, al que Odessa también intentaba localizar, cuando Veckler llevó a cabo las mayores atrocidades sobre estos niños. Por ejemplo, infectaba de fiebre tifoidea a uno de los gemelos, para posteriormente infectar al segundo. Estudiaba cómo iban muriéndose o resistiendo al bacilo. Cuando fallecían, pasaban a la unidad de disección para comparar los órganos de ambos. Muchos de estos niños y niñas, antes de ser intervenidos o asesinados en la mesa de operaciones, eran reconfortados por el doctor Veckler con un dulce y una pregunta: «¿A quién quieres más? ¿A papá o a mamá?».
—¿No quiere conocer a alguno más de nuestros protegidos? —preguntó Draganovic.
—No. Es suficiente —respondió Lienart.
—Ahora que es usted el jefe, dígame, ¿qué quiere que hagamos con ellos?
—Yo no soy el jefe de Odessa. Tan sólo un emisario. Por lo pronto, envíe a Pavelic a otro lugar. Es el más importante de todos.
Lienart no comentó nada a Draganovic sobre sus sospechas de haber sido seguido hasta San Girolamo.
—De acuerdo, no hay problema. Podemos enviarlo al monasterio de Santa Sabina, en la Via Giuseppe Gioacchino Belli. Allí estará a salvo. ¿Qué hacemos con los doctores Veckler, Derig y Schumann? —preguntó Draganovic.
—Que se queden en San Girolamo hasta que les consigamos nuevas identidades, pasaportes falsos y un lugar donde establecerse lejos de los investigadores aliados. Tenemos que contactar con nuestro centro de documentación, que está en Fulda, y saber cuánto tiempo necesitan para crear los documentos falsos que necesitan estos hombres para salir de Europa.
—¿También para el Poglavnik?
—También para él. Aunque estoy seguro de que Pavelic será una mayor amenaza para Odessa que esos tres médicos de las SS —afirmó Lienart.
—¿Cree usted que podría poner en peligro a nuestra organización?
—No lo creo, padre. Está usted bajo jurisdicción papal No creo que ni a los americanos ni a los británicos se les ocurra entrar en San Girolamo o en cualquier otra institución religiosa al asalto en busca de criminales de guerra y menos aún en la mismísima Roma. No creo que a monseñor Montini y a monseñor Tardini les hiciera eso mucha gracia —respondió Lienart.
—¿Cuánto tiempo tendrán que permanecer con nosotros? —preguntó interesado el religioso croata.
—¿Tienen prisa por ir a alguna parte?
—No, pero estamos esperando nuevos refugiados y necesitamos que Odessa les encuentre un lugar seguro.
—Antes debemos localizar a Eichmann, Brunner, Stangl y Mengele —afirmó Lienart—. Una vez que los localicemos, comenzaremos a situarlos en lugares seguros en el norte de Europa, en América Latina, en Estados Unidos e incluso en Oriente Próximo. Pero hasta que eso sea posible deberemos tener paciencia.
—Es usted muy joven, pero recuerde que nada resulta más atractivo en un hombre que su cortesía, su paciencia y su tolerancia, señor Lienart. No lo olvide nunca —dijo el padre Draganovic.
—Así es, padre Draganovic, la paciencia y el tiempo hacen más que la fuerza y la violencia. Sea paciente y aguarde con sus protegidos. Odessa les protegerá —respondió Lienart mientra se dirigía a la salida.
Ya en la calle, el seminarista miró a ambos lados de la calle para intentar divisar a alguna figura que pudiera estar vigilándolo. «Nada», se dijo Lienart a sí mismo.
—Luigi, no me hace falta el coche. Puedes irte si lo deseas. Tengo que ir al Vaticano. Hace buen día e iré paseando.
—De acuerdo, señor Lienart. ¿Quiere que le recoja mañana? —preguntó el chófer.
—Te llamaré si te necesito. Muchas gracias, Luigi —dijo para despedirse.
inmediatamente después, se dirigió caminando en dirección al puente Cavour y, desde allí, a lo largo del Lungotevere, alcanzó el castillo de Sant'Angelo. En ese punto, uno podía ya admirar la majestuosidad de la gran cúpula de San Pedro iluminando la cristiandad. Mientras caminaba por la Via della Conciliazione, Lienart intentaba olvidar por qué y para qué estaba allí, cuál era su misión y cuál sería su castigo en caso de ser descubierto. Sabía que aquellos hombres que se escondían en San Girolamo eran monstruos en sí mismos, pero él formaba parte de su mundo, de ese mundo que les iba a permitir permanecer en libertad sin castigo.
Cuando llegó a la plaza, rodeada por la columnata de Bernini, recordó unas palabras que le había dicho Eichmann en su encuentro en Feldkirchen in Kärnten: «La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo para ser practicada, apenas oportunidad». Tal vez fueron palabras lapidarias sobre lo que aquellos hombres que se encontraban en San Girolamo y que un día portaron el uniforme de las SS hicieron en nombre de una ideología basada en la superioridad de la raza aria sobre otros pueblos que ellos calificaron de «indeseables» e «inferiores».
En la plaza de San Pedro, divisó junto al Obelisco a Elisabetta. Llevaba el pelo suelto, un vestido rojo y los hombros cubiertos por un mantón negro. Solía usarlo para cubrirse la cabeza al entrar en la iglesia o en la basílica de San Pedro. Elisabetta reaccionó al ver a August entrar en la plaza. El seminarista observó a la joven agitar su brazo.
—Hola, padre Lienart —saludó Elisabetta sonriendo.
—Ya sabe que no soy padre…
—Sí, ya lo sé, pero es para molestarle un poco —alegó la joven mientras le cogía de la mano para dar un paseo.
A él le gustó esa sensación de seguridad que le daba llevar a Elisabetta de la mano. Jamás había experimentado una sensación igual.
—Si prometes no volver a llamarme padre, te dejaré que me llames August.
—Si prometes no volver a llamarme Elisabetta, te dejaré que me llames Eli.
—De acuerdo, trato hecho. Ni padre ni Elisabetta —respondió Lienart mientras continuaban su paseo por la Via della Conciliazione.
Llegaron al Tíber y cruzaron el puente de Sant' Angelo. Allí permanecieron un rato observando a las jóvenes parejas que se abrazaban y besaban bajo el atardecer romano, mientras el cielo iba tornándose de colores rojo y violeta sobre la silueta de San Pedro.
—Ven —le dijo Elisabetta tirando de él—, te enseñaré una heladería que me gusta mucho.
La pareja se sumergió en las estrechas calles por el Vicolo della Campanella hasta llegar a un pequeño negocio situado en la esquina con Via di Panico. Cuando se disponían a cruzar, estuvieron a punto de ser arrollados por una motocicleta conducida por un policía militar estadounidense.
—Estúpidos americanos —espetó August.
—¿No te gustan?
—Son infantiles, incultos y soberbios, y creen que pueden llegar a Europa e invadirla con su cultura.
—Pero gracias a ellos y a los ingleses hemos conseguido librarnos de los nazis —alegó Elisabetta.
—La cuestión ahora es saber cuánto tiempo será Europa una colonia americana —respondió August sin dejar de mirar cómo se alejaba el motorista.
—¡Oh, August! Dejemos de hablar de política y pidamos un buen helado.
El paseo de ambos jóvenes continuó hasta la Via di Monte Giordano.
—Ven conmigo. Conozco un parque escondido en un callejón cerca de esta calle —propuso Elisabetta mientras daba pequeños saltos y luchaba con su helado de pistacho para no mancharse el vestido.
Al final de una pequeña y estrecha calle se abría como un pequeño edén en mitad de la gran ciudad, un oasis de paz en forma de un pequeño y recogido parque, cubierto por varios árboles cuya frondosidad no permitía la llegada de los rayos de sol al suelo.
—Me gusta esconderme aquí para leer.
—Es un buen lugar, la verdad —afirmó August mientras intentaba divisar los altos tejados entre las ramas de los árboles.
—Ven, siéntate a mi lado —le invitó Elisabetta golpeando con la palma de su mano el banco de madera en donde estaba sentada.
—Estando aquí contigo parece que el tiempo no avanza, parece que no sigue su ritmo.
—¿Es eso un cumplido o es que te aburres conmigo?
August lanzó una sonrisa a Elisabetta, que aún seguía luchando con su helado.
—Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. Conocerte ha sido una entrada de aire fresco en mi vida.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Elisabetta.
—Sí. Las que quieras.
—¿Por qué quieres tomar los hábitos sacerdotales?
—Desde que era niño, supe que ésa sería mi carrera. Leía las biografías de los grandes hombres de la cristiandad… San Agustín, San Ireneo de Lyon, San Basilio de Cesarea, San Gregorio Magno… Poco a poco comencé a sentir la llamada de Cristo, hasta que finalmente decidí entrar en el seminario de María Auxiliadora, en Passau. Allí pasé algunos años, pero la guerra me obligó a continuar mis estudios en la abadía de Fontfrode, muy cerca de nuestra residencia familiar en Sabarthès.
—¿Eres el primer miembro de tu familia en entrar en la Iglesia?
—Procedo de una noble familia en la que muchos de sus miembros han entregado su vida a la Iglesia y al Sumo Pontífice. Un antepasado mío, el cardenal François Lienart, fue consejero de los Sumos Pontífices Gregorio XV y Urbano VIII. Gracias a él, mi familia tiene una casa en Frascati.
—Eso está muy cerca de Roma.
—Sí. Hace ya muchos años que no vamos. Se llama Villa Mondragone —dijo August.
—Vaya, y yo que pensaba que eras un pobre seminarista y ahora resulta que eres uno de esos millonarios —afirmó Elisabetta riendo.
—Los millonarios son mi familia. Yo no tengo un céntimo.
—¿Y por qué no vives en esa villa?
—¿En Villa Mondragone…? Tal vez por miedo.
—¿Miedo, tú? —dijo Elisabetta lanzando una amplia sonrisa.
—Sí. Te sorprendería. Cuando era niño, pasar la noche en aquella gran casa me daba miedo. Recuerdo que mis padres solían salir a cenar fuera y después dormían en la ciudad. Yo me quedaba solo en aquella gran casa al cuidado de un ama de llaves. Me daba miedo hasta aquella horrible mujer. Recuerdo que tenía bajo la barbilla un gran lunar del que le salían pelos. Parecía una bruja de esos cuentos…
August y Elisabetta soltaron una carcajada cuando el seminarista contó aquel particular recuerdo.
—Me gustaría conocerla.
—¿Al ama de llaves? No, por favor…
—No seas tonto. Me gustaría conocer Villa Mondragone. Tiene un nombre muy misterioso. Da hasta cierto miedo —dijo Elisabetta levantando las dos manos como si fuera un monstruo a punto de saltar sobre August.
—Se llama Villa Mondragone, o villa de la Montaña del Dragón, en honor al escudo de nuestra familia, un dragón alado. La construyó en 1567 el cardenal Marco Sittico Altemps, sobrino y protegido del papa Pío IV. En aquella época fue bautizada con el nombre de Villa Angelina, en homenaje al título cardenalicio de los Farnese. En 1613 pasó a manos del cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa Pablo V, y en 1621, pasó a manos de nuestra familia.
—Y con el tiempo acabará en manos del cardenal August Lienart —dijo Elisabetta.
—Uf… todavía queda mucho para eso —respondió August.
—¿Para heredar la casa o para ser cardenal?
—Para ambas cosas —respondió sonriendo a Elisabetta.
—Pues nuestra segunda cita será cuando me invites a visitar tu Villa Mondragone.
—¿Es que esto ha sido una cita? —preguntó August, sorprendido.
—Entonces, ¿qué crees que ha sido?
—Un inocente paseo…
—¿De la mano y luchando con un helado? —le interrumpió la joven sonriendo—. Eso, en Montescaglioso, es una cita. Si mis padres vivieran, mi madre estaría aquí ahora vigilándonos.
—Sí, me imagino a tu padre sentado aquí con una escopeta, vigilándome para que no me acerque a ti.
—¿Es que quieres acercarte a mí? —preguntó Elisabetta a un sorprendido Lienart.
Tras unos segundos ciertamente incómodos para el joven, Lienart se levantó repentinamente del banco de madera en el que se encontraba sentado junto a la joven.
—Será mejor que nos vayamos. Ya es muy tarde —dijo mientras miraba su reloj—. ¿Quieres que te acompañe?
—No te preocupes. Estás muy cerca de la residencia y mi casa está algo más lejos.
—No hay ningún problema. Tengo todo el tiempo del mundo. Alguien dijo que el tiempo no es sino el espacio entre nuestros recuerdos —dijo August.
—Pero alguien también dijo que el tiempo es como un río que arrastra rápidamente todo lo que nace. Por eso, debemos apreciar cualquier momento, y éste es especial para mí —dijo la joven mientras cogía a Lienart de la mano para regresar hacia al Vaticano.
Cuando llegaron a casa de Elisabetta, Lienart le soltó la mano.
—¿Tienes miedo de que nos vean juntos? —dijo ella.
—¿Por qué debería tener miedo? —respondió August.
—Por la forma en que has soltado mi mano. No te preocupes. No diré nada al padre Bibbiena.
—¿Nada sobre qué?
—Sobre lo nuestro —aclaró ella.
—¿Es que hay algo entre nosotros?
—Sólo el tiempo puede decirlo.
Antes de cerrar la puerta, Elisabetta se puso de puntillas y acercó sus labios a los de August. Le dio un beso largo y cálido.