Authors: Eric Frattini
—Adiós, padre Lienart… Hasta la vista —dijo antes de desaparecer en el oscuro portal.
—Adiós, Eli —alcanzó a decir Lienart.
Aquella noche no pudo dormir pensando en Elisabetta. Al día siguiente debía establecer contacto con su padre para informarle sobre los avances con respecto a la primera lista que le había entregado Odessa. Sin duda, necesitaría contactar con el centro de Odessa en Fulda, donde la organización había establecido su base de operaciones como centro de falsificaciones de documentos para sus poderosos protegidos.
Lüneburger
El 21 de mayo de 1945, dos días antes de la detención de todo el gabinete del almirante Dönitz, un hombre de aspecto extraño, con un parche en el ojo, intentaba salir de la ciudad. Caminaba entre dos hombres de la Waffen SS. Los tres vestían uniformes ordinarios de la policía y portaban documentaciones falsas. Los tres falsos policías intentaban evitar los controles aliados para llegar hasta la fortaleza alpina del Führer, a ochocientos kilómetros al sur. La procesión se hacía cada vez mayor, arrastrando a soldados alemanes que, sin rumbo, se unían a una columna que marchaba a ninguna parte.
Por fin, la columna se detuvo ante un control militar.
—Su documentación —pidió el soldado británico.
—Sí, señor —respondió nerviosamente mientras rebuscaba en sus bolsillos y sacaba unos documentos arrugados y manoseados.
—¿Es usted Heinrich Hitzinger? —preguntó el oficial mientras miraba la fotografía del documento.
—Sí, señor. Soy yo.
—Un momento —indicó el militar británico.
El soldado se alejó del grupo y se dirigió hacia un sargento de la unidad de contraespionaje que observaba desde lejos los rostros de aquellos tres tipos. El sargento obligó a los tres hombres a situarse a un lado de la carretera mientras ordenaba a la larga columna de soldados alemanes que continuasen su marcha.
Los tres hombres vestían una mezcla de prendas militares y policiales y aquello llamó la atención del suboficial de inteligencia. Aquellos hombres ahora retenidos llevaban guerreras de color gris de la Ceheime Feldpolizei del Reich, que, junto con la Gestapo, se hallaba en la lista de organizaciones perseguidas ahora por los Aliados.
Los tres hombres fueron acomodados en un camión y escoltados hasta el Centro de Interrogatorio 031, en la localidad de Lüneburger, en donde estaba instalado el cuartel general del mariscal Bernard Montgomery.
—Esperen aquí hasta que llegue el capitán —ordenó el sargento que los había detenido.
Al entrar en la sala, al capitán John Silvester, de la unidad de seguridad del 8° Ejército Británico, le llamó la atención aquel hombrecillo de aspecto miserable. No obstante, le hizo vacilar el parche que tapaba uno de sus ojos.
—Sargento, llame, por favor, al coronel Murphy —ordenó Silvester.
Michael Murphy era el jefe del servicio de inteligencia de Montgomery. Al entrar, el coronel Murphy miró atentamente el rostro de aquel hombre.
—Usted es Himmler.
En ese momento, el hombre se quitó el parche del ojo, se colocó sus características gafas de montura metálica, se puso en posición de firmes y realizó el saludo militar. Ninguno de los presentes se lo devolvió. Los otros dos hombres que acompañaban a Himmler eran el coronel Werner Grothmann y el comandante Bleinz Macher.
—Llame inmediatamente al capitán Wells. Que acuda a la sala de interrogatorios —ordenó Murphy.
Unos minutos después aparecía en la sala el capitán Wells, responsable del cuerpo médico del ejército.
—¿Qué sucede? —preguntó al entrar.
—Hemos detenido a Heinrich Himmler.
El médico se quedó mudo al escuchar el nombre del hasta entonces poderoso señor de la vida y la muerte de millones de seres humanos.
—¿Y qué vais a hacer con él? ¿Pegarle un tiro? —preguntó el médico.
—Necesitamos que esté vivo. Debemos evitar que se suicide hasta que el alto mando sepa qué hacer con él —respondió Murphy.
Himmler pensaba que si conseguía reunirse con Eisenhower, éste entendería la necesidad de ponerle en libertad dentro de la campaña que se iniciaría en una Europa devastada en la lucha contra los bolcheviques y el papel que iban a jugar en esa lucha los máximos líderes del partido nacionalsocialista. Él, como jefe de las SS, tenía entre sus manos información importante para combatir a los soviéticos.
Murphy ordenó al capitán Silvester que registrase los bolsillos del detenido. En uno de ellos halló una cápsula de cianuro potásico y se la requisaron.
—Es mejor que esté desnudo —recomendó Murphy a Silvester y al doctor Wells.
Ayudado por dos soldados, Himmler comenzó a desnudarse. Hasta hacía pocos meses atrás, aquel hombre enclenque y de piel blancuzca era el jefe de la todopoderosa SS, el comandante en jefe de un poderoso ejército de combate y de una fuerza policial con un funcionamiento tan complicado que sus captores no habían conseguido aún desvelar las piezas clave de su estructura. Allí desnudo, era ahora el hijo de un maestro bávaro que chillaba a voz en grito para llamar la atención.
—Quiero hablar con el coronel Murphy a solas —pidió Himmler.
—Lo siento —dijo uno de los soldados—. Antes tenemos que registrarle.
El doctor Wells obligó a Himmler a abrir la boca ante la luz de una potente lámpara. El médico le introdujo el dedo en la boca y comenzó a deslizar lo por los dientes podridos.
—Está limpio —dijo el médico.
—Perfecto. Ahora vendrá un alto mando para hablar con usted. ¿Me ha entendido? —preguntó el coronel Murphy.
Himmler, aún desnudo, afirmó con la cabeza.
Dos horas después, apareció el coronel John Kevner, miembro del Estado Mayor de Montgomery y responsable de la inteligencia británica en el teatro de operaciones en Europa.
—Soy el coronel Kevner y soy el responsable de su interrogatorio —se presentó.
Himmler, vestido ya con un pantalón y con una camisa del ejército británico, se levantó y alargó su mano para estrechársela. El militar británico, sin mirarle siquiera a la cara, le ordenó que se sentase. Himmler esperaba un apretón de manos como actitud de un militar a otro, como si los dos hombres allí presentes perteneciesen a la misma casta militar. Pensaba que el coronel Kevner le comprendería mejor, considerando el destacado soldado que había sido siempre, pero su interrogador no estaba por la labor de darle ese gusto. Para Kevner, aquel hombrecillo de gafas redondas de montura metálica que se sentaba frente a él era tan sólo un asesino, un criminal de guerra, y como tal, sería tratado.
—Quiero negociar —dijo Himmler.
—¿Negociar qué?
—Necesito hablar con el general Eisenhower. Sé que lo que tengo que decirle le interesará.
—No creo que Eisenhower desee hablar con un tipo como usted y más después de haber visitado sus campos de concentración.
Himmler se sintió molesto al notar el desprecio que le mostraba Kevner. No tenía respeto hacia lo que él había significado en la cúpula 4^1 Tercer Reich.
—¿Y si le dijese que sé cómo van a escapar muchos de mis antiguos camaradas? —dijo Himmler.
—¿Quiere negociar? —preguntó Kevner.
—Sí. Tengo algo que ustedes desearán cuando los bolcheviques ocupen su trozo de Europa. Muchos líderes del Reich han preparado rutas de evasión y yo sé cómo escaparán y por dónde lo harán, así como el lugar donde se encuentra el dinero para mantener esas rutas abiertas y el nombre de los líderes de esas rutas. Lo sé todo, y ustedes no saben nada. Si quieren saberlo todo, negociemos. La clave está en Odessa.
—¿El puerto de Ucrania?
—No. Odessa es el acrónimo de Organisation der Ehemaligen SS-Angehörigen, la Organización de Antiguos Miembros de la SS.
—Lo siento, pero yo no estoy autorizado para negociar con usted. Si quiere, puede darme la información, y si no, guárdesela.
—Pues traiga aquí a alguien que esté autorizado para ello. Me mantendré en silencio hasta que eso ocurra.
Kevner se levantó de la silla, recogió los informes que había desperdigado sobre la mesa y abandonó la sala.
—Que lo vigilen día y noche hasta que el SHAEF, el Cuartel General Supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada, decida qué debemos hacer con este tipo. Tenemos que mantenerlo vivo hasta que consigamos sacarle toda la información disponible sobre Odessa. Si alguien sabe la estructura de esa organización, seguro que es Himmler —ordenó Kevner.
—De acuerdo, señor, así se hará —respondió el capitán Silvester.
Poco después, desde el cuartel general británico, alguien marcaba un número de teléfono de Roma.
—Hola —dijo una voz—¿Quién eres? —respondió otra.
—Deseo hablar con Belerofonte.
—¿De qué desea informar?
—La situación puede volverse complicada si el jefe de la calavera llega a declarar todo lo que sabe.
—¿Qué propone? —preguntó Belerofonte.
—Tal vez el envío de algún miembro de la Kameradschaftsshilfe. Deben mandar a alguien a Lüneburger. Me ocuparé de que pueda llegar hasta nosotros. En estos momentos, el jefe de la calavera está muy protegido, pero espero que esa vigilancia se reduzca en los próximos días. No queda mucho tiempo, Belerofonte, y si alguien no consigue cerrarle la boca, la situación puede volverse peligrosa para muchos.
—No se preocupe. Tomaremos medidas —dijo Belerofonte antes de cortar la comunicación.
A continuación, volvió a levantar el aparato y pidió hablar con un número en Ginebra.
—Buenos días, hotel Beau Rivage, ¿dígame?
—Deseo hablar con la suite de Herr Edmund Lienart. Es muy importante.
Tras unos segundos, la voz que había respondido al teléfono volvió a aparecer al otro lado de la línea.
—Un momento. Le paso la llamada —dijo. —¿Sí?
El espía reconoció la voz de Lienart.
—Soy Belerofonte.
El agente de Odessa se había puesto el nombre clave de Belerofonte en honor al héroe de la mitología griega que mató a Quimera y domó a Pegaso.
—¿Qué sucede?
—Los británicos han detenido a Himmler.
Durante unos segundos Edmund Lienart permaneció en silencio.
—¿Y bien?
—Sé por mi contacto que durante el interrogatorio con los de inteligencia ha ofrecido toda la información sobre Odessa a cambio de libertad, protección y traslado a un lugar seguro en Gran Bretaña o Estados Unidos. ¿Qué vamos a hacer?
—Déjeme pensar. Ese maldito traidor. Jamás me he fiado de él —dijo Lienart.
—Debemos ser rápidos en nuestras decisiones. Y debemos actuar rápidamente.
—¿En qué situación se encuentra en estos momentos?
—Está detenido en el cuartel general británico en Lüneburger, bajo vigilancia de la Unidad de Seguridad del 8ºEjército.
—¿Sería posible infiltrar a uno de los nuestros? —preguntó Lienart.
—¿Con qué fin?
—Cerrarle la boca para siempre.
—Sí, creo que sí. Mi contacto podría introducirlo en el cuartel y darle acceso a Himmler.
—Si es así, enviaré a alguien.
—Hay una cervecería en Bispingen, al sur de Lüneburger. Ése será el punto de encuentro.
—¿Cómo se reconocerán? —preguntó Lienart.
—Que su hombre lleve un sombrero bávaro con una pluma roja. Así será fácil identificarle. Mi contacto lo introducirá en el recinto militar. Tenemos tan sólo cuarenta y ocho horas como máximo antes de que Himmler comience a cantar. El resto depende de lo efectivo que sea su hombre —precisó Belerofonte.
—Lo será, se lo aseguro. Lo será —dijo Lienart antes de cortar la comunicación.
En una casa de la localidad suiza de Chambésy comenzó a sonar el timbre del teléfono hasta que alguien contestó al otro lado.
—Soy Edmund Lienart, señora Müller.
—Buenas noches, Herr Lienart —respondió Henrietta, la esposa de Ulrich Müller.
—Necesito hablar con el señor Hubert Böhme. Dígale que se ponga al aparato. Es muy urgente.
La señora Müller, antiguo miembro del cuerpo femenino de las SS, se había hecho cargo gracias a la protección de Edmund Lienart de la casa que daba cobijo a los miembros de la Kameradschaftsshilfe, a orillas del lado Leman. Una voz brusca sonó al otro lado del auricular. Era Hubert Böhme, antiguo jefe del Sonderkommando 1005. Había sido el principal responsable, a las órdenes de Otto Rasch, de la masacre de Babi Yar, donde habían sido ejecutados 33.771 civiles, la mayoría de ellos judíos.
—Soy Böhme, ¿qué desea?
—Debo informarle que Himmler ha sido detenido por los británicos —dijo Lienart.
En ese momento, el jefe de Odessa escuchó el golpe seco de los tacones de Böhme, poniéndose firme al escuchar el nombre de Himmler.
—¿El Reichsführer?
—Así es. La cuestión es que amenaza con revelar toda nuestra organización a cambio de inmunidad. Si alguien no le cierra la boca a tiempo a ese cobarde, terminaremos todos en la horca.
—¿Y qué pretende que haga? ¿Cuáles son sus órdenes? —preguntó Böhme.
—Usted forma parte de la Kameradschaftsshilfe, el servicio de seguridad de Odessa. Haga lo que deba hacer para evitarlo. Himmler se encuentra detenido en la sede del cuartel general de los británicos, al oeste de Lüneburger. No hay que permitirle que hable y negocie con nuestras vidas. Tiene en su cabeza nombres, incluidos el suyo y el mío, números de cuenta en Suiza, rutas de evasión, nombres de amigos poderosos, todo, absolutamente todo. Si decide hablar, estamos perdidos.
—No se preocupe. Yo me ocuparé de él. Pero ¿cómo entraré en el cuartel británico? Estará muy vigilado.
—Un contacto de la organización le estará esperando en una cervecería, justo frente a una iglesia en Bispingen, al sur de Lüneburger.
—¿Cómo reconoceré al contacto?
—Él lo hará por usted. Lleve un sombrero bávaro con una pluma roja. Se acercará a usted.
—No se preocupe, Herr Lienart. Viajaré por la noche para llegar hasta Bispingen, aunque espero que su contacto consiga meterme dentro de la base británica.
—No se retrase, Böhme. Nuestro cuello está en sus manos.
Tras pronunciar esta frase, Edmund Lienart cortó la comunicación.
Un día y medio después, el asesino de Odessa llegaba al pueblo de Bispingen. Hubert Böhme se dirigió a la cervecería que se encontraba junto a la iglesia, en la Hauptstrasse. Al entrar en el local, el antiguo miembro de las SS divisó en un rincón a tres miembros de la policía militar británica. Mientras dos de ellos jugaban una partida de dardos, el que estaba apoyado en la barra se fijó en el recién llegado, que iba tocado con un sombrero bávaro. Tras acercarse a Böhme, el policía tocó el hombro del asesino.