El Oro de Mefisto (37 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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Claire intentó resistirse, sin resultado, al observar cómo su captor se tumbaba sobre ella. De repente, sintió un dolor extremo al notar que la penetraba analmente, pero el peso del hombre y la mordaza le impedían gritar. Después de varias embestidas, el desconocido dejó de moverse. La agente de la OSS podía notar el desagradable olor a sudor mezclado con alcohol de su violador mientras éste respiraba cerca de su cuello.

Tras retirarse de su presa, el hombre se dirigió a la mesa y bebió un trago de la botella de vino. La joven aún sentía un fuerte dolor en las nalgas provocado por la violenta penetración, y en los tobillos y las muñecas, al haber intentado resistirse.

El desconocido se acercó a ella todavía sin pantalones y de un tirón le retiró la media de la boca.

—Bien, preciosa, ¿vas a decirme ahora quién eres o tendré que seguir experimentando contigo?

—Soy estudiante. No sé qué quiere que le responda —llegó a decir Claire con la boca dolorida por la mordaza.

—Sólo quiero que me digas quién eres. Si me lo dices, te soltaré y desapareceré de aquí. Así, nuestro asunto quedará entre tu culo y yo —aseguró el hombre.

—No se qué quieres que responda. ¡Soy estudiante! ¡Soy inglesa y estudio en Roma! —respondió Claire entre sollozos.

—De acuerdo. Pues si es así, así será —dijo el desconocido colocando nuevamente la mordaza en la boca de Claire.

A continuación, se dirigió a la cocina y cogió una larga cuchara de madera. El primer golpe hizo a Claire intentar lanzar un grito ahogado. El segundo, mucho más fuerte, le dio en los riñones, y así hasta veinte golpes, en la espalda, el cuello y las nalgas, que dejaban escapar pequeños hilos de sangre de la carne enrojecida.

—Vamos, vamos, preciosa. No quiero que te desmayes ahora que estás dispuesta a decirme quién eres.

Claire permanecía casi desmayada por el dolor. En sus tobillos y muñecas podían apreciarse ya las marcas moradas de las ataduras.

—Te lo pregunto por última vez: ¿quién eres?

—Mi nombre… mi nombre… es… Claire Ashford. Soy agente estadounidense de la OSS y si no me sueltas ahora, mis compañeros darán contigo y te pondrán los huevos en la boca —dijo entre susurros.

—Así me gusta, que seas buena. Y ahora, antes de soltarte, quiero que me digas cuál es tu misión en Roma.

—Exterminar a tipos de mierda como tú —espetó Claire mientras escupía a un lado de la cama.

—Con eso es suficiente, preciosa. Y ahora, ha llegado la hora de dormir… —dijo el desconocido mientras extraía una daga del bolsillo interior de su chaqueta.

El desconocido mostró a Claire la brillante hoja de una daga en cuyo anverso podía leerse en escritura gótica grabada al ácido una frase: «
Meine Ehre Heisst Treue
», mi honor es lealtad, el lema de las SS. La agente tan sólo pudo ver durante unos segundos la empuñadura de ébano con un águila y las dos runas incrustadas en un pequeño botón circular.

—Adiós, preciosa. Ha llegado el momento de que te despidas de este mundo —dijo el desconocido.

El hombre volvió a sentarse sobre la espalda de Claire, y sujetó su frente con la mano derecha mientras con la izquierda degollaba a la ¡oven. La sangre comenzó a brotar por el cuello de la agente, dando paso a un sonoro gorgojeo que no se detuvo mientras la sangre fluía de la tráquea. Claire podía darse cuenta de cómo la vida iba abandonándola. Sus piernas comenzaron a temblar y su cuerpo a convulsionarse. Segundos después, estaba muerta. El desconocido soltó la cabeza de la joven, limpió la daga en la sábana y la enfundó nuevamente. Aquella sensación de poder y muerte le había excitado, así que, antes de vestirse, volvió a violar el cuerpo ya sin vida de Claire.

 

 

 

Ginebra

 

Una bella joven presionaba una y otra vez los músculos de la espalda del magnate. A pesar de su edad, sentía cómo atraía aún a las mujeres. Aquel momento de relajación fue interrumpido por una voz.

—Herr Lienart, tiene usted visita —anunció el recepcionista—. Le espera en el bar del hotel.

Una hora después, Lienart, vestido con un impecable traje de algodón y un pañuelo de color burdeos en el bolsillo, entraba en el bar inglés del hotel, desde cuyos ventanales se divisaba el lago Leman. Al fondo, sentado en una pequeña mesa redonda, se encontraba el eficiente doctor Helmut von Hummel, antiguo asistente especial de Martin Bormann en la Cancillería y ahora contable de Odessa. Aquel hombre demostraba cuán rápida y brillantemente las ideas nacionalsocialistas vivían bajo las alas protectoras de Odessa. Alto, delgado, con un traje mal cortado que le hacía aún más desgarbado, se mostraba siempre excesivamente atento con aquellos que detentaban el poder.

—Buenos días, Herr Lienart —saludó el contable.

—Herr Hummel, ¿qué le ha traído hasta aquí?

El contable cogió un pequeño maletín de cuero gastado que tenía a su lado, lo abrió y sacó unos papeles.

—Alguien está robando a nuestra organización —musitó en voz baja.

Al oír aquella revelación, Lienart hizo callar al contable y le pidió que le siguiera hasta su suite. Allí no podrían ser escuchados por ningún oído indiscreto.

Los dos hombres se levantaron de la mesa y sin pronunciar palabra se dirigieron hacia el ascensor. Poco después entraban en la elegante suite que Lienart ocupaba en el hotel y desde la cual dirigía la gigantesca estructura do Odessa.

—¿Y bien? ¿Quién está robando a nuestra organización?

—Aún no lo sé con certeza, pero son fondos del Hiag, y a esos fondos sólo pueden acceder los abogados de Odessa: Korl Hoscher y Radulf Koenig. Uno de ellos, o incluso los dos, está desviando fondos hacia varias cuentas numeradas en bancos de Berna. Los fondos Hiag forman parte de los beneficios obtenidos por las operaciones de venta de excedentes americanos de la guerra en forma de vehículos y chatarra a través de empresas importadoras-exportadoras en Oriente Próximo y La Habana.

El Hiag era el acrónimo del Comité de Mutua Ayuda de los Soldados de las antiguas Waffen SS. Esta organización había sido instituida por el general Kurt Meyer, el jefe de las SS responsable de la ejecución de prisioneros de guerra canadienses. Al igual que el Pasillo Vaticano, había sido absorbido por Odessa y se ocupaba de sondear a la opinión pública sobre si se aceptaba que todos aquellos nazis regresasen a sus hogares. También, mediante una gran cantidad de filiales bien establecidas, se encargaban de registrar a todos aquellos políticos alemanes en puestos influyentes en la Alemania de posguerra que pudiesen proteger a los nazis fugitivos.

—¿Cómo sabe que es uno de nuestros abogados el que está robando? —preguntó Lienart.

—Cada semana se hace un estudio contable de las entradas y salidas de dinero procedente de las cuentas Hiag depositadas en el Banco Nacional de Suiza. Según sus órdenes, esas cuentas debían permanecer dormidas hasta que se estableciese el destino del dinero. Hace dos semanas, detecté un movimiento extraño en una de ellas. Se habían retirado de la cuenta cerca de tres millones de dólares, en quince extracciones. Pedí una entrevista en Zúrich con los abogados Hoscher y Koenig, con el fin de que se sometiesen a una auditoría. Ellos eran los únicos que sabían que esa auditoría iba a llevarse a cabo.

—Entonces, el dinero se ha recuperado…

—No del todo, pero estoy seguro de que Hoscher o Koenig, o ambos a la vez, están realizando operaciones de alto riesgo con ese dinero. Utilizan los fondos dormidos de la organización para enriquecerse. Creen que como ese dinero procede de cuentas dormidas, en Odessa nadie se daría la menor cuenta —afirmó el contable.

—Todo el mundo en Suiza se dedica a enriquecerse. No importa el daño que provoquen o a quien maten para hacerlo. Lo importante para los gnomos es ganar dinero —precisó Lienart en referencia a los banqueros suizos.

—El problema es que alguno puede estar realizando inversiones de alto riesgo. Si tienen un tropiezo, nuestra organización será la única perjudicada.

—¿Quién cree que puede ser de los dos? —preguntó Lienart.

—Hoscher es tal vez más decidido y Koenig, más estúpido, pero no podría poner la mano en el fuego por ninguno de los dos. Tal vez, incluso, sean los dos. A veces, lo humano es errar, pero sólo los estúpidos perseveran en el error. Yo recomendaría que fueran eliminados los dos —propuso el contable.

Al oír al doctor Von Hummel, Lienart soltó una carcajada de sorpresa ante la afirmación de aquel apocado contable.

—Lo que se hace con precipitación, nunca se hace bien, querido amigo. Debemos obrar siempre con tranquilidad y calma —respondió Lienart—. Ya sabe, mi fiel Von Hummel, que la precipitación y la superficialidad son las enfermedades crónicas de nuestro siglo. Debemos antes saber quién de los dos es el culpable con el fin de castigarlo. Eso servirá de escarmiento al no culpable y, si los dos son culpables, pues pagarán los dos.

—¿Y qué tiene pensado hacer?

—Creo que les enviaremos a ambos a nuestros amigos de la Hermandad. Ellos se ocuparán.

—¿Qué hará con el culpable? —preguntó el contable.

—Si se aborda cada situación como un asunto de vida o muerte, uno muere muchas veces. Dejaremos que sean ellos quienes decidan. Son profesionales en hacer hablar a la gente. Su pasado en las SS les hace tener esa habilidad innata —respondió Lienart con una sonrisa gélida en el rostro—. Lo importante es recuperar nuestro dinero.

—¿Y qué pasa si el culpable no devuelve el dinero?

—Cuando la situación es adversa y la esperanza poca, las determinaciones drásticas son las más seguras. Dejaremos que decidan nuestros hermanos. Ellos sabrán qué deben hacer para recuperar el dinero. Y ahora, si me permite, tengo muchos asuntos que tratar —dijo Lienart mientras acompañaba al doctor Helmut von Hummel hasta la puerta.

Antes de salir, el contable se dio la vuelta y le estrechó la mano.

—Espero que se tengan en cuenta mis servicios, Herr Lienart.

—Sin duda, querido amigo, sin duda… Odessa protege siempre a sus amigos y usted es uno de ellos. Odessa le protegerá siempre a usted y a su familia. No se preocupe, amigo mío.

—Muchas gracias, Herr Lienart… Muchas gracias… —dijo el contable mientras seguía sujetando la mano de Lienart entre las suyas, algo que disgustó al magnate.

Cuando se encontró a solas en la amplia suite, Lienart descolgó el teléfono y marcó el número de la casa de Chambésy.

—Señora Müller, soy Edmund Lienart.

—Sí, señor. ¿Con quién desea hablar?

—Con la señora Oberhaser.

Minutos después, se oyó una voz femenina al otro lado de la línea.

—¿Herr Lienart? Soy Bertha Oberhaser.

—Necesito que venga esta misma noche a Ginebra. Tengo una misión para usted.

—Muchas gracias, Herr Lienart, muchas gracias… Yo siempre pensé que por ser mujer no…

La antigua médico de las SS en el campo de Ranvensbrück fue interrumpida bruscamente por Lienart.

—Señora Oberhaser, no es necesario su agradecimiento. Cumpla con su deber hacia Odessa y con eso será suficiente. La espero esta noche —dijo Lienart mientras cortaba la comunicación.

La siguiente llamada de Lienart fue a una casa de Roma.

—¿Quién llama? —preguntó una voz al otro lado.

—Misteriosa en pleno día, la naturaleza no se deja quitar el velo, y lo que ella no muestra a tu espíritu… —se interrumpió.

—… no lo puedes forzar tú con palancas y tornillos —respondió la voz.

—Buenas tardes, Herr Hausmann.

—Buenas tardes, Herr Lienart. ¿Qué desea de mí?

—Odessa necesita que vaya usted hasta Zúrich cuanto antes.

—¿Cuál será mi misión? —preguntó el antiguo capitán de las SS.

—Se encontrará allí con la señora Oberhaser. Ella le informará de su misión, ¿me ha entendido?

—Sí, señor. Saldré esta misma tarde. ¿Dónde me reuniré con la señora Oberhaser?

—En el hotel Schweizerhof, en la Bahnhofplatz. Hay una habitación reservada para ambos. Estarán ustedes registrados bajo el nombre de señor y señora Holbein. La señora Oberhaser le dará las instrucciones.

—De acuerdo, Herr Lienart. Allí estaré —aseguró el antiguo capitán de las SS antes de colgar.

La mujer que estaba sentada en el pequeño sofá de terciopelo de la recepción, tocada con un sombrerito de color negro, se mostraba inquieta en aquel elegante ambiente del hotel Beau Rivage. La antigua miembro del cuerpo médico de las SS se sentía como un patito feo.

Había estado destinada en el campo de concentración de Ravensbrück y allí había llevado a cabo sus experimentos médicos, que se basaban principalmente en infligir heridas a los prisioneros e infectarlas para simular las que los soldados alemanes sufrían en el frente. A finales de 1944, sus experimentos la habían llevado a tratar a niños inyectándoles aceite de motor y Evipán para extirparles los miembros y los órganos vitales. De la inyección a la muerte, apenas transcurrían entre tres y cinco minutos, y los niños eran conscientes de sus efectos hasta el último momento. En esas mismas fechas, Bormann la había reclutado para entrar en la Hermandad, el servicio de seguridad de Odessa.

—¿Señora Oberhaser? Sígame… —ordenó Lienart.

—Señorita…

—¿Cómo dice?

—Señorita, señorita Oberhaser. No estoy casada, Herr Lienart.

—Suba conmigo a mi suite.

La antigua doctora de las SS siguió al jefe de Odessa hasta uno de los lujosos elevadores, manipulado por un ascensorista vestido con un ridículo uniforme verde con lustrosos botones dorados con el escudo del establecimiento.

—Aquí es —dijo Lienart mientras abría la puerta—. ¿Quiere beber algo?

—No, gracias. No bebo nunca —respondió la mujer, todavía de pie y con el abrigo y el sombrero puestos.

—Acérquese a la luz —ordenó Lienart.

La mujer se acercó hasta el magnate y se mantuvo firme ante él.

—Dese la vuelta.

Bertha Oberhaser comenzó a girar sobre sí misma.

—Déjeme verle las piernas. Levántese la falda.

Como si de una autómata se tratase, ni siquiera protestó ante aquella orden. Estaba acostumbrada. Se cogió la falda con ambas manos y comenzó a subírsela hasta más arriba de las rodillas. Lienart no dejaba de observarla mientras mantenía su falda en alto, sin inmutarse, sin cambiar la expresión de su rostro.

—Bien, ya puede bajarse la falda —ordenó.

La mujer, algo extrañada, intentó hablar, pero fue interrumpida por el jefe de Odessa.

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