Authors: Eric Frattini
Veckler miró fijamente a Lienart sin pronunciar palabra y cerró la puerta. Poco después, entró Draganovic en la habitación.
—Bien, señor Lienart, y ahora, ¿qué debemos hacer?
—Tan sólo queda entregar la documentación a Pavelic —dijo August.
—Puedo hacerlo yo si usted quiere. Esta misma tarde me han invitado a asistir a una misa en Santa Sabina.
—Está bien, pero debe tener cuidado. Ni los ingleses ni los americanos le pueden detener con esos papéis. Es muy peligroso ir por Roma con ellos —advirtió Lienart.
—No se preocupe. Nadie notará la presencia de un humilde sacerdote caminando por las calles de la ciudad.
—Pues aquí están. Dígale a Pavelic que esperamos poder evacuarlo cuanto antes de Roma rumbo a algún puerto de Argentina, vía Génova o Madrid.
—Así se lo haré saber —aseguró el religioso—. Y me gustaría estar al tanto de qué sucederá con los otros protegidos de la lista de Odessa.
—Alois Brunner, Josef Mengele y Franz Stangl están a buen recaudo en la Comunidad de San Rafael, en Baviera. Serán evacuados hasta aquí, a refugios del Pasillo. A Adolf Eichmann aún no hemos podido localizarle. Un agente del Círculo Salzburgo aseguró haberle visto en un refugio de montaña en Altaussee, pero no hemos podido comprobarlo.
—Estaremos preparados en el Pasillo Vaticano para darles cobertura. Dígaselo a su padre.
—Así lo haré, padre Draganovic. Y ahora, si me permite, debo regresar a la residencia. Espero una llamada desde la Secretaría de Estado.
Antes de que Lienart, acompañado siempre por su fiel Müller, abandonase el despacho de San Girolamo, Draganovic lo sujetó por el brazo para llamar su atención.
—¿Espera una llamada de su amigo Bibbiena?
—Exacto. Parece ser que el Santo Padre en persona desea agradecernos las generosas donaciones que ha realizado nuestra organización a la Iglesia.
—Nuestro Santo Padre siempre tan generoso hacia los demás… —dijo el religioso entre dientes.
—¿A qué se refiere? —preguntó Lienart.
—El Santo Padre sabe cerrar los ojos ante lo que hace Odessa siempre y cuando sigan llegando hasta el Vaticano sus generosas donaciones. La boca del Vaticano permanecerá cerrada también mientras siga Huyendo oro hasta sus arcas.
—Denoto cierto malestar en su tono de voz, padre Draganovic dijo Lienart—. ¿Quién es la boca del Vaticano, según usted?
—¿Es qué aún no se ha dado cuenta? Monseñor Montini y monseñor Tardini, los subsecretarios de listado.
—Y según su teoría, ¿quién sería entonces los oídos del Vaticano? —preguntó Lienart.
Draganovic no pudo evitar soltar una carcajada.
—Bendita inocencia la suya. Alguien dijo, mi querido Lienart, que son los inocentes y no los sabios los que resuelven las cuestiones difíciles y, en su caso, tenían razón. Los oídos del Vaticano, los oídos de Montini y Tardini, es su amigo Hugo Bibbiena.
—¿Hugo Bibbiena? Pero trabaja en la Secretaría de Estado…
—¿Y quién ha dicho que Bibbiena pertenezca a la Secretaría de Estado? Bibbiena es uno de los máximos responsables de la Entidad, el servicio de inteligencia papal. Se dice incluso que vive en pecado en su propia casa con una de sus principales agentes, pero gracias a su poder y a la cercanía que mantiene con los subsecretarios de Estado y con el mismísimo pontífice, nadie en el Vaticano dice nada al respecto.
—¿Bibbiena vive con una mujer? —preguntó August inocentemente mientras el rostro de Elisabetta aparecía en su mente.
—Sí, con una belleza de ojos negros de la que se rumorea que es una antigua partisana comunista. —aseguró Draganovic mientras bajaba el tono de su voz para convertir esa afirmación en un rumor.
—No conozco a esa joven —mintió August—, pero ¿cómo entró al servicio de Bibbiena?
—Usted es joven y apuesto, y estoy seguro de que le gustaría esa joven —apuntó el religioso sin darle demasiada importancia—. Dicen que ella era agente de la Entidad en el sur de Italia, pero no estoy seguro de eso. Tal vez sean sólo rumores. Lo cierto es que vive bajo el mismo techo que Bibbiena.
—Eso no quiere decir nada. Puede que la trate como a su propia hermana.
—Es usted bastante inocente, amigo Lienart. Se ve que no conoce a esa joven… —afirmó Draganovic.
Tal vez porque no quería saber nada más de Elisabetta o porque no quería creer lo que estaba escuchando, Lienart soltó la mano de Draganovic y se apartó de él.
—Debo irme ya, padre. Volveremos a vernos cuando localicemos al resto de nuestra lista. Buenos días.
—Buenos días, Herr Lienart.
Lienart sintió un especie de mareo cuando salió de allí.
—Dile a Luigi que prepare el coche —ordenó a Müller—. Déjame un momento. Deseo tomar un poco de aire antes de regresar a la residencia.
Por la mente del joven seminarista comenzaron a pasar imágenes de Elisabetta. «Una espía del Vaticano. Elisabetta, una espía del Vaticano», se repetía una y otra vez mientra sus manos se aferraban fuertemente a la barandilla del puente Cavour y cruzaba el Tíber.
—¿Herr Lienart? ¿Herr Lienart…?
La voz de Müller le sacó del trance en el que se encontraba.
—¿Herr Lienart? ¿Está usted bien? —repitió Müller.
—Sí, estoy bien. Volvamos a la residencia —ordenó.
Los dos hombres se dirigieron hasta el coche. Luigi les estaba esperando. Pocos minutos más tarde divisaban la cúpula del siglo XVII de la iglesia de Sant'Ivo alia Sapienza, diseñada por Borromini.
A Lienart le llamó la atención el gran número de vehículos policiales que se encontraban aparcados en la entrada de la residencia. Dos agentes del cuerpo de Carabinieri permanecían de pie ante la entrada principal del edificio.
—¿Seguimos? —preguntó Luigi al divisar los vehículos policiales.
—No. No tenemos nada que temer. Detente un poco más adelante. Usted, Müller, permanezca en el coche. Es mejor que no sepan quién es —ordenó Lienart.
—Herr Lienart, a sus órdenes.
Lienart se apeó del coche y se dirigió a paso lento hacia la entrada de la Sapienza. Uno de los policías que estaban en la puerta se dirigió hacia él.
—¿Es usted August Lienart?
—Sí, soy yo. ¿Qué desea?
—El comisario Di Cario le espera dentro —le indicó el agente mientras se situaba justo a su espalda.
—¿Ha sucedido algo?
—El comisario le informará —respondió secamente el agente.
Al entrar, comenzó a sentir que algo iba mal cuando observó al padre conserje mirándole fijamente.
—Por aquí, por favor —indicó el agente de policía mientras abría la puerta de la biblioteca.
Nada más entrar, August divisó a varios hombres sentados alrededor de una de las grandes mesas. Otro de ellos, al fondo, observaba sin mucha atención los volúmenes colocados en una de las estanterías.
—Buenos días, buenos días… —saludó afablemente el hombre que estaba sentado más cerca de la puerta—. Déjeme presentarme. Soy el comisario Angelo di Cario, de la Criminal de Roma.
—Mucho gusto, comisario. Soy August Lienart.
—¿Francés?
—Sí.
—Siento no hablar bien el francés —se disculpó el comisario.
—No importa, puede usted hablar italiano. Lo entiendo perfectamente.
—Muy bien. Le presento al capitán Raimundo Mancinelli, del cuerpo de Carabinieri.
A August le llamó la atención que no le presentaran al hombre de traje gris que estaba mirando los títulos de los libros.
—¿Y bien? ¿Qué desean de mí? —preguntó Lienart.
—Queremos hacerle varias preguntas —dijo Di Cario mientras sacaba una pluma del bolsillo de la chaqueta y colocaba unos folios sobre la mesa.
—¿Qué tipo de preguntas?
El comisario Di Cario había sacado varias fotografías en blanco y negro de un maletín y las desplegó sobre la mesa.
—Queremos saber si conocía usted a la señorita Claire Ashford.
—¿Claire Ashford? No, no la conozco. No sé quién es —respondió Lienart.
—Mmmm… Pues tenemos constancia al menos de dos visitas que hizo usted al piso de la víctima —aseguró Di Cario.
—¿Víctima? ¿Quién ha muerto? —preguntó August.
—La señorita Ashford. Mire las fotografías —le invitó el comisario.
August cogió la primera fotografía. En ella podía verse la imagen de un cuerpo, posiblemente de una mujer, tumbada boca abajo con la cabeza medio cubierta por una sábana.
—Lo siento, pero no sé quién es.
—Tenemos una declaración de la señora Doglio, la portera del edificio, que ha afirmado en una declaración escrita haberle visto entrar en el edificio al menos en dos ocasiones —afirmó Di Cario mientras sacaba la declaración de la mujer.
—Discúlpeme, inspector… —pidió August.
—Comisario… Comisario Di Cario.
—Perdone, comisario Di Cario, pero no conozco a ninguna mujer llamada Claire Ashford —aseguró.
—¿No conoce usted a esta mujer? —preguntó el comisario dejando sobre la mesa una fotografía de carné de Claire.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—Dios mío… es Laurette —musitó.
—¿Quién es Laurette? —preguntó el oficial de policía.
—Laurette, Laurette Perkins… ¡Dios mío! ¿Está muerta?
—Sí. Alguien la apuñaló hasta la muerte después de abusar sexualmente de ella —respondió Di Cario.
—Pero es imposible… —balbuceó Lienart—. Cuando yo la dejé, estaba viva.
—Pues alguien disfrutó con ella, después la apuñaló hasta en cuarenta ocasiones y, finalmente, la degolló con un arma muy afilada. Lo peor de todo fueron las puñaladas que el asesinó le asestó en los órganos sexuales…
La habitación comenzó a girar alrededor de August.
—Por favor, necesito ir al baño… —dijo, pero antes de que pudiera levantarse, alcanzó una papelera y vomitó en ella.
—¿Necesita una pausa para reponerse, padre? —preguntó Di Cario.
—No… sólo unos segundos, por favor… —pidió August.
—Traigan un vaso de agua al padre Lienart —ordenó Di Cario a uno de los agentes uniformados.
Mientras sucedía la escena, el hombre del traje gris permanecía impávido observando atentamente las reacciones de Lienart.
—¿Está usted mejor?
—Sí, comisario. Me han impresionado las fotografías —confesó Lienart.
—¡Ah, querido padre Lienart! La muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida. El asesinato, en cambio, arrebata ese valor a la fuerza y, en este caso, alguien arrebató brutalmente la vida a esta joven. Mi interés es saber quién fue el monstruo que llevó a cabo este acto tan execrable.
—Perdone, pero no puedo decirle nada al respecto —dijo Lienart—. Reconozco que estuve con ella, pero cuando me fui, estaba viva.
—Perdone que les interrumpa —intervino el capitán Mancinelli—, pero usted la ha llamado con otro nombre.
—Laurette es el nombre con el que la conocí. Me dijo que era una estudiante inglesa.
—¿Dónde la conoció? —preguntó Di Cario.
—Una noche en una calle de Roma.
—¿Quiere decir que era prostituta?
—No. Estaba siendo asaltada por dos hombres… —respondió Lienart intentándose reponer del golpe recibido.
—¿Quiénes eran esos hombres?
—No Jo sé. No pude verles la cara. Lo cierto es que nos dieron una buena paliza a ambos, pero al menos evité que siguieran pegándole —afirmó Lienart.
—Muy caballeroso. ¿Y después?
—Nada. No pasó nada más.
—¿Por qué estaba la otra noche con la señorita Ashford? —preguntó Di Cario mientras limpiaba la punta de la pluma con un pañuelo.
—Me invitó a cenar para agradecerme la ayuda que le había prestado cuando esos hombres la atacaron.
—Déjeme ver mis notas… Hum… Vaya, veo que salió de la casa a la mañana siguiente —afirmó el comisario—. En la declaración de la buena y siempre atenta señora Doglio, la portera, afirma que usted salió al día siguiente muy temprano.
—Bueno, sí… pasé la noche con ella, pero no la maté —respondió August.
—Vaya, vaya, yo siempre pensé que los sacerdotes debían cumplir celibato.
—Y así es, pero yo no soy sacerdote todavía. Aún no he sido ordenado. Todavía estoy estudiando en el seminario.
—¿Y qué hace aquí en Roma? —preguntó interesado el policía.
—Completo mis estudios en la Biblioteca del Vaticano.
—Tengo ciertos informes que le sitúan en diferentes lugares de Roma, como el colegio Teutónico de Santa María dell'Anima, el colegio de San Girolamo…
Lienart se percató de que tal vez habían sido agentes de la policía italiana los que le habían estado siguiendo. Si no, era imposible que tuvieran toda aquella información sobre él.
—Mis estudios y mi vida en Roma hacen que deba visitar diferentes lugares e instituciones y a distintas autoridades eclesiásticas.
—¿Como el arzobispo Hudal o el padre Draganovic? —preguntó de repente el comisario Di Cario.
—Sí. Ambos tienen muy buenas relaciones con mi familia desde hace muchos años, así que, cuando llegué a Roma, los visité como signo de cortesía. Ya sabe, comisario, que quien no sabe mostrarse cortés, va al encuentro de los castigos de la soberbia.
—Sí, estoy de acuerdo, pero también sabe que los temores, las sospechas, la frialdad, la reserva, el odio o la traición se esconden frecuentemente bajo ese velo uniforme y pérfido que es la cortesía —precisó Di Cario, lanzando una sonrisa al seminarista.
A Lienart le sorprendió aquella afirmación del policía.
—¿Podría preguntarle algo, comisario?
—Dígame.
—Me gustaría saber quién era esa mujer realmente. ¿Se llamaba Claire Ashford?
El hombre que no había dejado de observar los títulos de los libros y que había permanecido en silencio hasta entonces miró a Lienart.
—¿Por qué quiere saberlo? —le preguntó.
—Me gustaba Laurette… o Claire, o como se llamase. Era encantadora, y siento mucho su muerte. Tal vez si me hubiese quedado con ella, no estaría muerta ahora.
—Asesinada, asesinada, señor Lienart, asesinada —espetó—. A Claire la violaron y la torturaron hasta matarla y cuando ya habían acabado con ella, la degollaron en su propia cama.
—Lo siento, lo siento de verdad… —masculló Lienart bajando la cabeza.
El hombre se acercó a la mesa en donde estaba sentado el seminarista, apoyó las palmas de las manos sobre ella y miró a Lienart fijamente a los ojos.
—Esa mujer era una agente estadounidense.