El oro del rey (24 page)

Read El oro del rey Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El oro del rey
13.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Debo reunirme con ellos —se despidió Guadalmedina—. Hasta luego, Alatriste. Y si es posible, intenta sonreír un poco cuando te vea el privado… Aunque pensándolo bien, mejor quédate serio… ¡Una sonrisa tuya hace temer una estocada!

Se alejó y quedamos donde nos había dispuesto, en la orilla misma del camino de albero que cruzaba por la mitad del jardín, mientras la gente abría plaza a uno y otro lado, todos pendientes de la comitiva que avanzaba despacio por la avenida. Iban delante dos oficiales y cuatro arqueros de la guardia, y detrás una elegante muestra del séquito real: gentiles hombres y azafatas de los reyes, ellas con sombreros y mantellinas con plumas, joyeles, puntillas y ricas telas; y ellos vestidos de buenos paños con diamantes, cadenas de oro y espadas de corte con empuñaduras doradas.

—Ahí la tienes, chico —susurró Quevedo.

No hacía falta que lo dijera, porque yo estaba atento, mudo e inmóvil. Entre las meninas de la reina venía Angélica de Alquézar, por supuesto, con una mantilla blanca finísima, casi transparente, sobre los hombros que rozaban sus tirabuzones rubios. Lucía tan bella como de costumbre, con el detalle de un gracioso pistolete de plata y piedras preciosas sujeto a la cintura, que parecía de veras capaz de disparar una bala, y que portaba en forma de joya o adorno sobre la amplia falda de raso de aguas rojo. Un abanico de Nápoles pendía de su muñeca, pero el cabello iba sin tocado ninguno, excepto una delicada peineta de nácar.

Me vio, al fin. Sus ojos azules, que mantenía indiferentes ante sí, volviéronse de pronto cual si adivinaran mi presencia o como si, por alguna extraña brujería, esperasen encontrarme precisamente allí. De ese modo Angélica me observó con mucho espacio y mucha fijeza, sin volver la cara ni descomponer su continente. Y de pronto, cuando ya estaba a punto de rebasarme y no podía seguir mirando sin volver el rostro, sonrió. Y la suya fue una sonrisa espléndida, luminosa como el sol que doraba las almenas de los Alcázares. Después pasó de largo, alejándose por la avenida, y quedé boquiabierto como un perfecto menguado; sometidas sin cuartel, a su amor, mis tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad. Pensando que, sólo por verla mirarme así de nuevo, habría regresado a la Alameda de Hércules o a bordo del
Niklaasbergen
, una y mil veces, dispuesto a hacerme matar en el acto. Y fue tan intenso el latido de mi corazón y de mis venas, que noté una suave punzada y una humedad tibia en el costado, bajo el vendaje, donde acababa de abrirse otra vez la herida.

—Ah, chico —murmuró Don Francisco de Quevedo, poniéndome una mano afectuosa en un hombro—… Así es y será siempre: mil veces morirás, y nunca acabarán con la vida tus congojas.

Suspiré, pues era incapaz de articular palabra. Y oí recitar muy quedamente al poeta:

Aquella hermosa fiera

en una reja dice que me espera…

Llegaban ya a nuestra altura sus majestades los reyes con mucha pausa y protocolo: Felipe Cuarto, joven, rubio, de buen talle, muy erguido y mirando hacia arriba como solía, vestido de terciopelo azul con guarnición de negro y plata, el Toisón con una cinta negra y una cadena de oro sobre el pecho. La reina doña Isabel de Borbón vestía en argentina con vueltas de tafetán anaranjado, y un tocado de plumas y joyas que acentuaba la expresión juvenil, simpática, de su rostro. Ella sí sonreía con donaire a todo el mundo, a diferencia de su marido; y era grato espectáculo el paso de aquella hermosa reina española de nación francesa, hija, hermana y esposa de reyes, cuya alegre naturaleza alegró la sobria Corte durante dos décadas, despertó suspiros y pasiones que contaré en otro episodio a vuestras mercedes, y se negó siempre a vivir en El Escorial: el impresionante, oscuro y austero palacio construido por el abuelo de su esposo, hasta que —paradojas de la vida, que a nadie excluyen— la pobrecilla terminó morando en él a perpetuidad, enterrada allí a su muerte con el resto de las reinas de España.

Pero todo eso estaba muy lejos, en aquella festiva tarde sevillana. Los reyes eran jóvenes y apuestos, y a su paso se destocaban las cabezas inclinándose ante la majestad de la realeza. Venía con ellos el conde duque de Olivares, corpulento e imponente, viva estampa del poder en traje de tafetán negro, con aquella recia espalda que, a modo de Atlante, sostenía el arduo peso de la monarquía inmensa de las Españas; tarea imposible que el talento de Don Francisco de Quevedo pudo, años más tarde, resumir en sólo tres versos:

Y es más fácil, ¡oh España!, en muchos modos,

que lo que a todos les quitaste sola,

te puedan a ti sola quitar todos.

Llevaba Don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares y ministro del Rey nuestro señor, rica valona de Bruselas y la cruz de Calatrava bordada en el pecho; y sobre el enorme mostacho que le subía fiero hasta casi los ojos, éstos, penetrantes y avisados, iban de un lado a otro, identificando, estableciendo, conociendo siempre, sin tregua. Muy pocas veces se detenían sus majestades, siempre a indicación del conde duque; y en tal caso el Rey, la reina o ambos a la vez, miraban a algún afortunado que por razones, servicios o influencias era acreedor de tal honor. En tales casos, las mujeres hacían reverencias hasta el suelo, y los hombres se doblaban por la cintura, bien descubiertos como es natural desde el principio; y luego, tras concederles el privilegio de esa contemplación y un instante de silencio, los reyes proseguían su solemne marcha. Iban detrás nobles escogidos y grandes de España, entre los que se contaba el conde de Guadalmedina; y al llegar cerca de nosotros, mientras Alatriste y Quevedo se quitaban los sombreros como el resto de la gente, Álvaro de la Marca dijo unas palabras al oído de Olivares y éste dirigió a nuestro grupo una de sus ojeadas feroces, implacables como sentencias. Vimos entonces que el privado deslizaba a su vez unas palabras al oído del Rey, y cómo Felipe Cuarto, bajando la vista de las alturas, la fijaba en nosotros, deteniéndose. El conde duque seguía hablándole al oído, y mientras el Austria, adelantado el labio prognático, escuchaba impasible, sus ojos de un azul desvaído se posaron en el capitán Alatriste.

—Hablan de vuestra merced —susurró Quevedo.

Observé al capitán. Permanecía erguido, el sombrero en una mano y la otra en el puño de la espada, con su recio perfil mostachudo y la cabeza serena de soldado, mirando a la cara de su Rey; al monarca cuyo nombre había voceado en los campos de batalla, y por cuyo oro había reñido tres noches atrás, a vida o muerte. Observé que el capitán no parecía impresionado, ni tímido. Toda su incomodidad ante el protocolo había desaparecido, y sólo quedaba allí su mirada digna y franca que sostenía la de Felipe Cuarto con la equidad de quien nada debe y nada espera. Recordé en ese momento el motín del tercio viejo de Cartagena frente a Breda, cuando yo estuve a punto de unirme a los revoltosos, y las banderas salían de las filas para no verse deshonradas por la revuelta, y Alatriste me dio un pescozón para obligarme a ir tras ellas, con las palabras: «Tu Rey es tu Rey». Y era allí, en el patio de los Reales Alcázares de Sevilla, donde yo empezaba a penetrar por fin la enjundia de aquel singular dogma que no supe entender en su momento: la lealtad que el capitán Alatriste profesaba, no al joven rubio que ahora estaba ante él, ni a su majestad católica, ni a la verdadera religión, ni a la idea que uno y otras representaban sobre la tierra; sino a la simple norma personal, libremente elegida a falta de otra mejor, resto del naufragio de ideas más generales y entusiastas, desvanecidas con la inocencia y con la juventud. La regla que, fuera cual fuese, cierta o errada, lógica o no, justa o injusta, con razón o sin ella, los hombres como Diego Alatriste necesitaron siempre para ordenar —y soportar — el aparente caos de la vida. Y de ese modo, paradójicamente, mi amo se descubría con escrupuloso respeto ante su Rey, no por resignación ni por disciplina, sino por desesperanza. A fin de cuentas, a falta de viejos dioses en los que confiar, y de grandes palabras que vocear en el combate, siempre era bueno para la honra de cada cual, o al menos mejor que nada, tener a mano un Rey por quien luchar y ante el que descubrirse, incluso aunque no se creyera en él. De manera que el capitán Alatriste se atenía escrupulosamente a ese principio; de igual modo que tal vez, de haber profesado una lealtad distinta, habría sido capaz de abrirse paso entre la multitud y acuchillar a ese mismo Rey, sin dársele un ardite las consecuencias.

En ese momento ocurrió algo insólito que interrumpió mis reflexiones. El conde duque de Olivares concluyó su breve relación, y los ojos por lo común impasibles del monarca, que ahora adoptaban una expresión de curiosidad, se mantuvieron fijos en el capitán mientras aquel hacía un levísimo gesto de aprobación con la cabeza.

Y entonces, llevando muy pausadamente la mano a su augusto pecho, el cuarto Felipe descolgó la cadena de oro que en él lucía, y se la pasó al conde duque. Sopesóla en la mano el privado, con una sonrisa pensativa; y luego, para asombro general, vino hasta nosotros.

—A su majestad le place tengáis esta cadena —dijo.

Había hablado con aquel tono recio y arrogante que era tan suyo, asaeteándolo con las puntas negras y duras de sus ojos, la sonrisa todavía visible bajo el fiero mostacho.

—Oro de las Indias —añadió el privado con manifiesta ironía.

Alatriste había palidecido. Estaba inmóvil como una estatua de piedra, y atendía al conde duque cual si no alcanzase sus palabras. Olivares seguía mostrando la cadena en la palma de la mano.

—No me tendréis así toda la tarde —se impacientó.

El capitán pareció despertar por fin. Y al cabo, rehechos la serenidad y el gesto, tomó la joya, y murmurando unas confusas palabras de agradecimiento miró de nuevo al Rey. El monarca seguía observándolo con la misma curiosidad mientras Olivares regresaba a su lado, Guadalmedina sonreía entre los asombrados cortesanos, y la comitiva se dispuso a continuar camino. Entonces el capitán Alatriste inclinó la cabeza con respeto, el Rey asintió de nuevo, casi imperceptiblemente, y todos reanudaron la marcha.

Paseé la vista alrededor, desafiante, orgulloso de mi amo, por los rostros curiosos que contemplaban con asombro al capitán, preguntándose quién diablos era ese afortunado a quien el conde duque en persona entregaba un presente del Rey. Don Francisco de Quevedo reía en voz baja, encantado con aquello, haciendo castañetas con los dedos, y hablaba de ir a remojar en el acto el gaznate y la palabra a la hostería de Becerra, donde urgía poner en un papel ciertos versos que se le acababan de ocurrir, voto a Dios, allí mismo:

Si no temo perder lo que poseo,

ni deseo tener lo que no gozo,

poco de la Fortuna en mí el destrozo

valdrá, cuando me elija actor o reo.

… Recitó en nuestro obsequio, feliz como siempre que daba con una buena rima, una buena riña o una buena jarra de vino:

Vive Alatriste solo, si pudieres,

pues sólo para ti, si mueres, mueres.

En cuanto al capitán, permanecía inmóvil en el sitio, entre la gente, todavía con el sombrero en la mano, mirando alejarse la comitiva por los jardines del Alcázar. Y para mi sorpresa vi ensombrecido su rostro, como si cuanto acababa de ocurrir lo atase de pronto, simbólicamente, más de lo que él mismo deseaba. El hombre es libre cuanto menos debe; y en la naturaleza de mi amo, capaz de matar por un doblón o una palabra, había cosas nunca escritas, nunca dichas, que vinculaban igual que una amistad, una disciplina o un juramento. Y mientras a mi lado Don Francisco de Quevedo seguía improvisando los versos de su nuevo soneto, yo supe, o intuí, que al capitán Alatriste aquella cadena del Rey le pesaba como si fuera de hierro.

Madrid, octubre 2000

EXTRACTOS DE LAS
FLORES DE POESÍA DE VARIOS INGENIOS DE ESTA CORTE

* * *

Impreso del siglo XVII sin pie de imprenta conservado en la Sección «Condado de Guadalmedina» del Archivo y Biblioteca de los Duques del Nuevo Extremo (Sevilla).

ATRIBUIDO A DON FRANCISCO DE QUEVEDO,

VELATORIO Y POSTRIMERÍAS DEL RVFO NICASIO GANZVA, MVERTO EN SEVILLA DE VNA ESQVINENCIA DE SOGA.

Jácara primera

En la trena de Sevilla

Se ha dado cita la carda,

Jayanes de calidad

Lo mejor de cada casa.

Tal junta de valentones

Ha venido a echar tajada,

Porque a Nicasio Ganzúa

Le dan pasaporte al alba

Y en cas de Su Majestad

Se hace solemne velada,

Que no hay como ir por la posta

Cuando es el Rey quien lo manda.

Los cofrades de la heria,

Los de a tanto la estocada

(Engrasado el sotalcaide

Con sendos de a ocho de plata).

Bien embozados de luto

Y herrados hasta en el alma,

Al de córpore insepulto

Laudes dan, mas no sagradas.

Asentábase a una mesa

La flor de la jacaranda,

Que a un velorio de tal lustre

Ningún jaque honrado falta.

Alli vierais fieros godos

(Que a las godas no hay entrada),

Con los sombreros calados

Como los grandes de España,

Dándole paz a los jarros,

A San Trago haciendo salvas,

Pues no hay mejor devoción

Para gente acuchillada.

Todos hacen la razon

Por la honra del camarada,

Y bien se ve cuánta tiene,

A tenor de lo que embalsan.

Acá está Ginés el Lindo,

Diestro y zurdo por la espalda,

Ahigadado, fondo en puto,

Templador de la guitarra.

Saramago el Portugués

Filosofa alla en voz alta,

Pues es doctor in utriusque

Ora en pluma, ora en espada.

Acullá un fino bellaco,

De Chipiona, y tinto en lana,

El Bravo de los Galeones

Por sobrenombre lo llaman.

De esotra parte echa mano

De la desencuadernada

Guzmán Ramírez, un bravo

De los de pocas palabras.

Al lado el Rojo Carmona

En el juego le acompaña,

Que en los garitos de flores

Ramos variados alza.

Otra gente de la briva

Y de pendón verde estaba,

Aventureros de tronga,

Amigos de ajenas capas.

Tambien allí a la sazón

Diego Alatriste se hallaba,

Que entre los finibusterre

A ido a levantar mesnada.

Llevando a Íñigo Balboa

Consigo, mozo de agallas,

Que ya de Breda en el sitio

Mostró que no se acobarda.

Cantando por seguidillas,

Jugando de la baraja,

Trasegando de lo caro,

Al buen Ganzúa velaban,

Que es de gente bien nacida

Acudir cuando hace flata,

Y quien a otro da consuelo,

Lo encontrará en su desgracia.

Other books

Heat Rises by Castle, Richard
Gypsy Jewel by McAllister, Patricia
Counternarratives by John Keene
The Mercenary by Garbera, Katherine
Stoner & Spaz by Ron Koertge