El oscuro pasajero (10 page)

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Authors: Jeff Lindsay

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El oscuro pasajero
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Me lavé la cara con vigor y me aplasté el cabello. Esto no respondía a la pregunta, por supuesto, pero me hizo sentir un poco mejor. ¿Cómo podían ir mal las cosas con el pelo debidamente peinado?

Lo cierto era que no lo sabía. Las cosas podían ir muy mal. Podía estar perdiendo el juicio. ¿Y si llevaba años hundiéndome en la locura, y este asesino había sido sólo el último empujón hacia la demencia total? ¿Cómo podía medirse la cordura en alguien como yo?

Las imágenes habían sido tan desagradables y tan reales… Pero no podían ser ciertas: no me había movido de la cama. Y, sin embargo, casi había sido capaz de oler la sal del agua, el cansancio y aquel perfume barato que flotaba sobre el boulevard Biscayne. Completamente real… ¿y no era acaso uno de los síntomas de la locura que las alucinaciones no pudieran distinguirse de la realidad? No tenía respuesta, ni forma de encontrarla. Hablar con un psiquiatra quedaba descartado, claro. El pobre tío se llevaría un susto mortal y podía sentirse obligado a encerrarme en algún sitio. No es que dudara de lo acertado de la idea, pero si estaba perdiendo el control sobre mi cordura tal como yo la había construido, era un problema mío y de nadie más, y el problema comenzaba en que no había forma de tener la certeza de ello.

Aunque, puestos a pensar, sí había un modo.

Diez minutos después me dirigía en coche a Dinner Key. Conducía despacio, ya que en realidad no sabía qué estaba buscando. Esta parte de la ciudad estaba dormida, más dormida que nunca. Algunas pocas personas aún se movían en el paisaje de Miami: turistas que habían tomado demasiado café cubano y no podían conciliar el sueño. Gente de Iowa en busca de una gasolinera. Forasteros buscando South Beach. Y los depredadores, claro: chulos, ladrones, traficantes de crack; vampiros, espectros y monstruos variados de mi calaña, Pero en esta área, a estas horas, tampoco había muchos. Esto era Miami desierto, más desierto imposible, un lugar que tenía aspecto solitario debido al fantasma de la multitud que lo ocupaba durante el día. Era una ciudad reducida a un simple terreno de caza, sin los llamativos disfraces en forma de camisetas brillantes y luz solar.

Así que me dediqué a cazar. Los demás ojos nocturnos advirtieron mi presencia y me descartaron cuando pasé sin aminorar la marcha. Me dirigí hacia el norte, por el antiguo puente levadizo, hasta llegar al centro de Miami, sin estar muy seguro de lo que iba buscando y sin verlo todavía; pero a la vez, por alguna razón incómoda, absolutamente seguro de que acabaría encontrándolo, de que iba en la dirección correcta, de que me esperaba en algún lugar.

Justo después del Omni empezaba la vida nocturna. Más actividad, más cosas que ver. Gente gritando por la acera, música que salía de los coches que iban y venían. Las chicas de la noche en la calle, apiñándose en las esquinas, riéndose o contemplando estúpidamente los coches que pasaban. Y éstos se detenían a devolverles la mirada, escudriñando su atuendo y las partes que éste dejaba al aire. Dos manzanas por delante un flamante Rolls Royce Corniche se paró y una bandada de chicas surgió de las sombras, bajando de la acera y rodeando al vehículo en la calzada. El tráfico se quedó parcialmente detenido, sonaron las bocinas. La mayor parte de los conductores esperó un minuto, contentos con el espectáculo, pero un camión impaciente adelantó a la fila de coches, invadiendo el carril contrario.

Un camión refrigerado.

No era nada, me dije. Reparto nocturno de yogures; ristras de salchichas para el desayuno, frescura garantizada. Un cargamento de mero en dirección norte o hacia el aeropuerto. Por Miami circulaban camiones refrigerados a todas horas, incluso ahora, incluso de noche… Nada más.

Pero en cualquier caso apreté el acelerador. Me moví, adelantando entre los coches. Me quedé a tres vehículos del Corniche y su asediado conductor, sin perder de vista al camión.

El tráfico se detuvo. El camión se dirigía hacia Biscayne, avanzando por una avenida sembrada de semáforos. Si me quedaba demasiado atrás lo perdería. Y de repente sentía la urgencia de no perderlo.

Aguardé a que se produjera un hueco en el tráfico y metí el morro en el carril contrario. Adelanté al Corniche y aceleré, acercándome al camión. Intentando no correr demasiado, no acosar, pero a la vez reduciendo poco a poco la distancia que nos separaba. Iba tres semáforos por delante, luego dos.

Entonces tuvo que detenerse en un semáforo, y antes de poder acelerar y saltarme el mío, éste también cambió. Me paré. Con cierta sorpresa me di cuenta de que estaba tenso: yo, Dexter, el bloque de hielo. Estaba sintiendo emociones humanas como ansiedad, desesperación, angustia real. Quería alcanzar este camión y verlo con mis propios ojos; ah, cómo deseaba apoyar la mano en el camión, abrir la puerta de la cabina y mirar en el interior…

¿Y luego qué? ¿Lo arrestaba yo solo? ¿Lo llevaba de la mano a ver a la inspectora LaGuerta? ¿Mira lo que he pillado? ¿Puedo quedármelo? Era igual de probable que lo dejaran quedarse conmigo. Ese individuo estaba en plena caza, yo me limitaba a seguirlo como un pesado hermano pequeño. ¿Y por qué lo seguía? ¿Acaso quería probarme a mí mismo que era él, ese él, el que estaba al acecho y yo no estaba loco? Y si no estaba loco, ¿cómo lo sabía? ¿Qué sucedía en mi cerebro? Quizás estar chiflado sería una solución más conveniente al fin y al cabo.

Un viejo pasó por delante de mi coche, cruzando la calle con pasos increíblemente lentos y trabajosos. Le observé por un instante, preguntándome cómo debe de ser la vida cuando te mueves tan despacio, y después posé los ojos en el camión.

Su semáforo se había puesto verde. El mío no.

El camión aceleró con rapidez, avanzando hacia el norte al máximo de velocidad, las luces traseras haciéndose cada vez más pequeñas mientras lo observaba, esperando a que cambiara el semáforo.

Algo que éste se negaba a hacer. Y así, apretando los dientes —¡tranquilo, Dex!—, me salté el semáforo, esquivando al viejo por muy poco. Ni se inmutó.

En esta zona del boulevard Biscayne el límite de velocidad es de sesenta kilómetros por hora. En Miami eso significa que si vas a menos de ochenta, te echan de la calzada. Aceleré hasta ciento cinco, sorteando el escaso tráfico, desesperado por acortar distancias. Las luces del camión parpadearon cuando dobló una curva, ¿o se había devuelto? Aumenté la velocidad hasta ciento veinte, y atravesé a todo gas la calle 79, seguí la curva hasta el Publix Market y me mantuve en la misma avenida, buscando desesperadamente algún rastro del camión.

Y lo vi. Allí delante.

Avanzando
hacia
mí.

El muy cabrón había vuelto sobre sus pasos. ¿Había notado que lo seguía? ¿Había olido mi desesperada persecución? No importa: era él, el mismo camión, no cabía duda y, después de cruzarnos, giró hacia la carretera elevada.

Pisé el pedal del freno hasta el fondo, me metí en un aparcamiento cercano, di media vuelta y acelerando me incorporé al boulevard Biscayne, ahora en dirección sur. Pocos metros más adelante giré para tomar la carretera que discurre a poca altura sobre el mar. Delante, a lo lejos, casi en el primer puente, vi las pequeñas luces rojas, parpadeantes, burlándose de mí. Pisé con fuerza el pedal del gas y seguí adelante.

Ahora subía por la pendiente de acceso al puente, ganando velocidad, manteniendo fija la distancia que nos separaba. Lo que quería decir que debía saber, debía haber advertido que alguien lo seguía. Aceleré un poco más y fui aproximándome, poco a poco, cada vez más cerca.

Y entonces desapareció: estaba en el punto más alto del puente y bajó a toda velocidad en dirección de North Bay Village, una zona constantemente patrullada por la policía. Si iba demasiado rápido, lo verían y lo obligarían a parar. Y entonces…

Había llegado a ese mismo punto del puente y miré hacia abajo… Nada.

Una calle vacía.

Frené, miré hacia todas direcciones aprovechando la ventaja de hallarme en un punto elevado. Un coche venía hacia mí. No era el camión, sino un Mercury Marquis con un guardabarros abollado. Descendí por el carril izquierdo.

Al final del puente, la carretera sobre el mar dividía North Bay Village en dos áreas residenciales: a la izquierda, por detrás de la gasolinera, una hilera de casas pareadas y bloques de apartamentos en forma de círculo; a la derecha estaban las casas independientes, pequeñas pero caras. Nada se movía por ningún sitio. No se veía ninguna luz, ninguna señal de nada, ni de tráfico ni de vida.

Avancé por la zona muy despacio. Nada. Había desaparecido. Lo había perdido en un área residencial con una sola calle principal. ¿Pero, cómo?

Di media vuelta, me detuve en el arcén y cerré los ojos. No sé por qué: quizá esperaba ver algo de nuevo. Pero no sucedió. Sólo oscuridad y lucecitas brillantes bailando dentro de mis párpados. Estaba cansado. Me sentía como un imbécil. Sí, yo, Dexter el robot intentando jugar a ser el Chico Maravillas y usando mis poderes psíquicos para atrapar al genio malvado. Persiguiéndole en mi supervehículo anticrimen. Y, para colmo, seguro que se había tratado sólo de un chico de reparto colocado jugando a hacerse el machito con el otro único conductor que había esa noche en la carretera. Algo que en Miami sucedía todos los días a cualquier conductor de esta bella ciudad. A ver si puedes atraparme. Después te mandaban a la mierda mostrándote el dedo y enseñando la pistola, cuatro tacos y vuelta al trabajo.

Sólo un camión refrigerado, nada más, que ahora debía de estar surcando Miami Beach a toda velocidad con la radio emitiendo atronadoras notas de heavy metal. Y no mi asesino, no un enlace misterioso que me había sacado de la cama y enviado de patrulla por toda la ciudad a medianoche. Porque eso era demasiado estúpido para expresarlo con palabras, y desde luego demasiado estúpido para el desapasionado y calculador Dexter.

Apoyé la cabeza en el volante. Qué fantástico había sido vivir esta experiencia tan humana. Ahora sabía qué se siente cuando haces el imbécil de forma absoluta. No muy lejos el timbre que anunciaba la subida del puente levadizo empezó a sonar. Ding ding ding. La alarma de mi intelecto difunto. Bostecé. Hora de volver a casa, de acostarse.

A mi espalda oí el ruido de un motor al arrancar. Volví la cabeza.

Salió de la gasolinera que había al final del puente como una exhalación, dibujando un círculo. Pasó junto a mí, coleando, y sin dejar de acelerar; pese a la velocidad distinguí una silueta que se giraba hacia mí desde la ventanilla del asiento del conductor, con un gesto duro y violento. Agaché la cabeza. Algo chocó contra el lateral de mi coche, produciendo el sonido de un buen golpe. Esperé un momento, sólo para asegurarme de que no corría peligro. Después levanté la cabeza y miré. El camión se alejaba a toda velocidad, llevándose consigo la barrera de madera que impedía el paso al puente y, con un último acelerón, saltó con facilidad al otro lado justo cuando éste empezaba a subir, entre los gritos de desesperación del vigilante. Después desapareció, tomando el camino de regreso a Miami, alejándose al otro lado del foso infranqueable dejado por el puente levadizo. Se había esfumado totalmente, se había esfumado como si nunca hubiera existido. Y ahora nunca sabría si el conductor era mi asesino, o sólo otro capullo de los muchos que poblaban Miami.

Salí del coche a inspeccionar la abolladura. Era considerable. Miré alrededor para ver qué había lanzado.

Había rodado unos dos o tres metros hasta detenerse en mitad de la calle. Incluso a esta distancia no cabía duda, pero sólo para asegurarme de que no había error posible, los faros de un coche que se acercaba la alumbraron. El coche derrapó y chocó contra un seto, y por encima del sonido ininterrumpido de la bocina pude oír los gritos del conductor. Me acerqué a esa cosa para confirmar mis sospechas.

Sí. Era eso.

Una cabeza de mujer.

Me agaché para verla de cerca. Se trataba de un corte muy limpio, un trabajo excelente. Casi no había sangre en el borde de la herida.

—Gracias a Dios —dije en voz alta, consciente de que estaba sonriendo. ¿Y por qué no?

¿No era una buena noticia? Al fin y al cabo no estaba loco.

10

Poco después de las ocho de la mañana LaGuerta se acercó al lugar donde estaba yo sentado, sobre el capó del coche. Apoyó el impecable traje sastre en la carrocería y se deslizó hasta que nuestros muslos se rozaron. Esperé que dijera algo, pero por una vez no parecía tener nada que decir. Tampoco yo. De modo que permanecí unos minutos sentado, mirando el puente, sintiendo el calor de su muslo contra el mío y preguntándome adonde se habría ido mi tímido amigo del camión. Pero una presión en el muslo me sacó de mi ensimismamiento.

Bajé la vista hacia el pantalón. LaGuerta me amasaba el muslo como si fuera una barra de arcilla. La miré a los ojos y me sostuvo la mirada.

—Han encontrado el cuerpo —dijo ella—. Ya me entiendes, el que acompañaba a la cabeza.

Me incorporé.

—¿Dónde?

Me miró del modo en que los policías miran a la gente que encuentra cabezas decapitadas por la calle. Pero respondió.

—En el Office Depot Center.

—¿Donde juegan los Panthers? —pregunté, y sentí un escalofrío, como si un dedo helado me atravesara el cuerpo—. ¿En el hielo?

LaGuerta asintió sin dejar de observarme.

—Los Panthers son un equipo de hockey —dijo ella—, ¿verdad?

—Creo que sí —dije, sin poder contenerme.

Se mordió los labios.

—Lo encontraron envuelto en la red de la portería.

—¿La del equipo de casa o la de los visitantes? —pregunté.

—¿Eso importa algo? —dijo ella, parpadeando.

Sacudí la cabeza.

—Era sólo una broma, inspectora.

—No tengo ni idea de qué diferencia hay. Debería encontrar a alguien que entienda de hockey —dijo ella, apartando por fin la mirada de mí y dirigiéndola hacia la multitud, en busca de alguien que llevara un disco para jugar al hockey—. Me alegra que estés de humor para bromas —añadió—. ¿Y qué es una… —frunció el ceño, en un esfuerzo por recordar— sam-boli?

—¿Qué?

—Es una especie de máquina —explicó con un encogimiento de hombros—. Creo que se usa para el hielo…

—¿Una Zamboni?

—Como se llame. El individuo que la conduce la saca para preparar el hielo para el entrenamiento matutino. Hay un par de jugadores a los que les gusta practicar a primera hora. Y les gusta que el hielo esté en condiciones, así que el tío este, el conductor de la… —vaciló por un instante— ¿zamboli?, llega muy temprano los días de entreno. La mete en la pista y ve las bolsas apiladas. Junto a la red de la portería. De manera que se acerca a echar un vistazo. —Volvió a encogerse de hombros—. Doakes está allí ahora. Dice que no consiguen calmarle lo suficiente como para sacarle ni una palabra más.

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