Rita estaba casi tan hecha polvo como yo. Casada desde muy joven, había luchado para que su matrimonio durara a lo largo de diez años y dos hijos. Su encantador cónyuge tuvo unos cuantos problemas menores. Primero el alcohol, luego la heroína, lo crean o no, y finalmente el «crack». El muy bestia le pegaba. Rompía muebles, gritaba, arrojaba objetos y profería amenazas. Después la violaba. Le contagió una de esas espantosas enfermedades que acompañan a los adictos al crack. Todo esto de forma regular, y Rita lo soportó, trabajó, consiguió internarle dos veces en sendos programas de rabilitación. Pero una noche el tío se ensañó con los niños y ahí Rita dijo basta.
Las heridas de la cara ya se le habían curado, por supuesto. Y los brazos y las costillas rotas son asunto rutinario para los médicos de Miami. Rita estaba ya bastante presentable, justo lo que pedía el monstruo.
El divorcio llegó por fin, el bestia fue encerrado, ¿y luego? Ah, misterios de la mente humana. En algún momento y por alguna razón, Rita había decidido volver a salir con hombres. Estaba bastante segura de que era Lo Que Debía Hacer; pero fruto de las regulares palizas recibidas a manos del Hombre de su Vida, había perdido por completo el interés por el sexo. Lo único que quería era, digamos, un poco de compañía masculina durante un rato.
Había buscado al chico adecuado: sensible, amable y dispuesto a esperar. Una búsqueda larga e infructuosa, por supuesto centrada en un hombre imaginario más interesado en tener a alguien con quien charlar y ver películas que a alguien con quien acostarse, porque ella todavía no estaba Preparada Para Eso.
¿Dije imaginario? Bueno, sí. Los hombres humanos no son así. La mayoría de mujeres tienen esto muy claro después de haber parido dos hijos y haber pasado por el primer divorcio. Pero la pobre Rita se había casado demasiado joven y demasiado mal para aprender esta valiosa lección. Y para recuperarse de un matrimonio desastroso, en lugar de comprender que todos los tíos son unos animales, había compuesto el retrato romántico y encantador del perfecto caballero que esperaría indefinidamente a que ella fuera abriéndose poco a poco, como una florecilla.
Bueno. Sí. Quizás ese hombre existiera en la Inglaterra victoriana, cuando había burdeles en todas las esquinas donde el caballero podía desfogarse entre protestas floridas de amor platónico. Pero, hasta donde yo sé, no en el Miami del siglo veintiuno.
Y, sin embargo, yo era capaz de imitar esas cosas a la perfección. Y además quería hacerlo. No sentía el menor interés por una relación sexual. Quería un disfraz, y Rita era exactamente lo que andaba buscando.
Como ya he dicho, era una mujer muy presentable. Menuda, coqueta y valiente, de complexión delgada y atlética, el pelo corto y rubio, y los ojos azules. Era una fanática del ejercicio físico y pasaba todas sus horas libres corriendo, montando en bici, etc. De hecho, sudar era una de nuestras actividades favoritas. Habíamos recorrido en bicicleta los Everglades, corrido tramos de cinco kilómetros, e incluso levantado pesas juntos.
Y lo mejor de todo eran sus dos hijos. Astor tenía ocho años y Cody cinco, y eran demasiado tranquilos. Tenían que serlo, claro. Los niños cuyos padres a menudo intentan matarse con los muebles tienden a ser ligeramente tímidos. Cualquier crío que crece en un ambiente de terror lo es. Pero al final puede superarlo: mírenme si no. De niño soporté horrores inimaginables, y sin embargo aquí estoy: un ciudadano de provecho, un pilar de la comunidad.
Quizás eso explicaba parte de mi extraño aprecio por Astor y Cody. Porque me caían bien, y eso para mí no tenía sentido. Sé lo que soy y comprendo muchas cosas de mí mismo. Pero uno de los pocos rasgos de mi carácter que me intriga de verdad es mi actitud hacia los niños.
Me gustan.
Son importantes para mí. Me preocupan.
La verdad es que no lo entiendo. Os juro que no me importaría nada que todos los seres humanos del universo expiraran de repente, con la posible excepción de mí mismo y, tal vez, de Deborah. El resto de la gente tiene menos importancia para mí que los muebles de jardín. Como dicen los psiquiatras con su elocuencia característica, no tengo ningún sentido de la realidad ajena. Y es algo que no me incomoda lo más mínimo.
Pero los niños… Los niños son distintos.
Llevaba un año y medio «saliendo» con Rita, y en ese tiempo, lenta y deliberadamente, había conseguido ganarme a Astor y a Cody. Yo era un buen tipo. No les hacía daño. Recordaba sus cumpleaños, los días que traían las notas, las vacaciones. Que yo entrara en casa no suponía peligro alguno. Podían confiar en mí.
Irónico, la verdad. Pero cierto.
Yo, el único hombre en quien podían confiar. Rita creía que esto formaba parte de mi paciente estrategia de cortejo. Demostrándole que los niños me importaban, ¿quién sabe lo que podía llegar a pasar? Pero lo cierto es que ellos significaban para mí más que ella. Quizá fuera demasiado tarde, pero no quería que se convirtieran en alguien como yo.
Ese viernes por la noche fue la niña, Astor, la que abrió la puerta. Llevaba una camiseta enorme con la inscripción
RUGRATS,
tan larga que le llegaba a las rodillas, y el pelo pelirrojo sujeto en dos coletas. No se inmutó.
—Hola, Dexter —dijo ella con la tranquilidad de siempre. Para ella dos palabras ya eran toda una conversación.
—Buenas noches, preciosa damisela —dije en mi mejor imitación de lord Mountbatten—. ¿Me permite señalar que esta noche está usted más encantadora que nunca?
—Bien —dijo ella, sosteniendo la puerta. Y, por encima del hombro, dirigiéndose al sofá envuelto en penumbra, añadió—: Ya está aquí.
Entré en la casa. Cody estaba apostado a su espalda, en silencio, como si estuviera protegiéndola de quién sabe qué.
—Cody —dije, dándole una tira entera de gofres Neceo que él aceptó sin apartar los ojos de mí. Después se limitó a bajar el brazo sin echar ni un vistazo a los dulces. No los abriría hasta que me fuera, y entonces los compartiría con su hermana.
—¿Dexter? —gritó Rita desde la habitación de al lado.
—El mismo —dije—. ¿Es que no puedes enseñar modales a estos niños?
—No —dijo Cody en voz baja.
Una broma. Lo miré. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Llegaría a cantar algún día? ¿Bailaría claque por la calle? ¿Dirigiría la convención demócrata nacional?
Rita apareció, cerrándose un pendiente de aro. En realidad, se había vestido de forma bastante provocativa. Llevaba un ligerísimo vestido de seda azul que le llegaba a media pierna, y por supuesto las mejores zapatillas de deporte New Balance. Nunca había conocido, ni siquiera de oídas, a ninguna mujer que se pusiera zapatos cómodos para salir por la noche. Era un encanto.
—Hola, guapo —dijo Rita—. Hablo un momento con la canguro y nos vamos. —Entró en la cocina donde dio instrucciones a la vecina adolescente que cuidaba a los niños. Hora de acostarse. Deberes. Lo que se debía y no debía ver por la tele. Número de móvil. Número de emergencia. Qué hacer en caso de envenenamiento accidental o decapitación fortuita.
Cody y Astor seguían mirándome fijamente.
—¿Vais al cine? —me preguntó Astor.
Asentí.
—Si podemos encontrar una peli que no nos haga vomitar.
—Achs —dijo ella, haciendo una mueca de asco. Sentí el orgullo de haber logrado algo.
—¿Vomitas en el cine? —preguntó Cody.
—¡Cody! —reconvino Astor.
—¿Lo haces? —insistió el niño.
—No —dije—. Pero no porque no tenga ganas.
—Vamos —dijo Rita, deteniéndose a dar un beso a cada uno de los niños—. Haced caso a Alice. Y a las nueve a la cama.
—¿Vas a volver? —preguntó Cody.
—¡Cody! Claro que voy a volver —dijo Rita.
—Me refiero a Dexter —dijo Cody.
—Estarás durmiendo —dije—. Pero entraré a saludarte, ¿de acuerdo?
—No estaré dormido —protestó él.
—Pues entonces echaremos una partida de cartas —dije.
—¿De verdad?
—Prometido. Un póquer con apuestas. El que gane se queda con los caballos.
—¡Dexter! —exclamó Rita sin dejar de sonreír—. A esas horas estarás dormido, Cody. Buenas noches, niños. Sed buenos. —Y, cogiéndome del brazo, me llevó hasta la puerta—. La verdad —murmuró— es que te has ganado completamente a esos dos.
La película no fue nada especial. No me dio ganas de vomitar, pero había olvidado ya gran parte del argumento cuando nos detuvimos en un pequeño bar de South Beach para tomar una copa. Idea de Rita. A pesar de llevar viviendo en Miami la mayor parte de su vida, seguía pensando que South Beach tenía glamour. Quizá fuera por los patinadores. O quizá creía que cualquier sitio abarrotado de gente maleducada tenía que poseer glamour.
En cualquier caso esperamos veinte minutos a que nos dieran mesa, y después otros veinte hasta que nos tomaron nota. A mí me daba igual. Me divertía ver cómo unos idiotas se miran a otros. Es todo un espectáculo.
Después paseamos por Ocean Boulevard, enfrascados en una conversación intrascendente, un arte que domino a la perfección. Hacía una noche preciosa. La luna llena de noches atrás, la que había iluminado mis juegos con el padre Donovan, había perdido un trozo.
Y cuando volvíamos a casa de Rita en el sur de Miami después de nuestra cita convencional, pasamos por un cruce situado en una de las áreas menos elegantes de Coconut Grove. Una luz roja parpadeante me llamó la atención y eché un vistazo a la calle. Se había cometido un crimen: la cinta amarilla ya estaba en pie y varios coches patrulla se dirigían hacia allí.
Ha vuelto a matar
, pensé, y antes de saber qué estaba haciendo giré el volante hacia la calle donde se había perpetrado el crimen.
—¿Adónde vamos? —preguntó Rita, con bastante lógica.
—Bueno, ya que pasamos por aquí me gustaría asegurarme de que no me necesitan.
—¿No llevas el busca?
Le dediqué mi mejor sonrisa de viernes por la noche.
—No siempre saben que me necesitan.
Me habría parado igual, sólo para presumir ante Rita. La gracia de llevar un disfraz es que la gente lo vea. Pero, sinceramente, la vocecilla que me martilleaba desde el oído me habría hecho parar en cualquier caso. Ha vuelto a matar. Y tenía que ver qué había hecho esta vez. Dejé a Rita en el coche y salí corriendo.
El muy canalla no había hecho nada bueno. Ahí teníamos el mismo lote de miembros seccionados pulcramente envueltos. Angel-nada-que-ver estaba agachado, casi en la misma postura como lo había dejado en la escena del último crimen.
—Hijo de puta —dijo él, cuando me acerqué.
—Espero que no te refieras a mí —dije.
—Estamos todos quejándonos de tener que trabajar un viernes por la noche y tú te presentas con una chica. Y aquí sigue sin haber nada para ti.
—¿El mismo individuo y el mismo patrón?
—Exacto —dijo él. Abrió el plástico con el bolígrafo—. Totalmente seco. Ni gota de sangre.
Esas palabras me hicieron sentir ligeramente ansioso. Me incliné para echar un vistazo. Una vez más las partes del cuerpo presentaban un aspecto increíblemente limpio y seco. Había en ellas un tono azulado, y parecían conservadas en su breve y perfecto momento temporal. Maravilloso.
—Esta vez hay una ligera diferencia en los cortes —dijo Ángel—. En cuatro lugares. Éste de aquí ha sido hecho con fuerza, casi con emoción. Ése de ahí no tanto. Y esos dos están en un punto medio. ¿Lo ves?
—Muy bonito —dije.
—Y, ahora, mira esto —dijo él. Con la punta de un lápiz apartó el pedazo desangrado que había encima. Debajo apareció otro fragmento, de un blanco resplandeciente. La carne había sido cuidadosamente arrancada, a lo largo, hasta dejar el hueso pelado—. ¿Por qué haría eso? —preguntó Ángel en voz baja.
Respiré hondo.
—Está experimentando —expliqué—. Tratando de encontrar la forma de hacerlo. —Y me quedé contemplando el trozo seco y limpio hasta que me di cuenta de que Ángel no me había quitado la vista de encima.
«Como un niño que juega con la comida», así se lo describí a Rita en cuanto volví al coche.
—Por Dios —exclamó ella—. ¡Que horror!
—Creo que la palabra adecuada es atroz.
—¿Cómo puedes bromear sobre esto, Dexter?
Le brindé una sonrisa reconfortante.
—En mi campo de trabajo acabas acostumbrándote. Bromeamos para ocultar el dolor.
—Bueno, sólo espero que capturen pronto a ese maníaco.
Pensé en las partes del cuerpo pulcramente envueltas, en la variedad de los cortes, en la maravillosa y absoluta falta de sangre.
—No lo creo —murmuré.
—¿Qué has dicho? —preguntó ella.
—Decía que no creo que lo capturen demasiado pronto. Es un asesino extremadamente inteligente, y la inspectora que lleva el caso está más interesada en hacer política que en resolver crímenes.
Me miró para ver si bromeaba. Después permaneció un rato en silencio mientras nos dirigíamos al sur por la autopista estatal 1. No abrió la boca hasta que llegamos a South Miami.
—Nunca podría acostumbrarme a ver… No sé. ¿El lado oscuro? ¿La verdad de las cosas? Tu visión de las cosas —dijo finalmente.
Me cogió por sorpresa. Había aprovechado el silencio para meditar sobre las partes del cadáver cuidadosamente envueltas que habían quedado atrás. Mi mente había rondado con avidez sobre los miembros seccionados como un águila que busca un pedazo de carne para devorar. La observación de Rita fue tan inesperada que, por un instante, no pude ni hablar.
—¿Qué quieres decir? —conseguí articular, por fin.
Frunció el ceño.
—No estoy segura. Es sólo que… Todos suponemos que las cosas… son de… una cierta manera. ¿Cómo deberían ser? Y luego nunca lo son, siempre son más… No sé, ¿más siniestras? Más humanas. Como esto: una piensa que los detectives quieren atrapar al criminal, ¿es lo que hacen, no? Y nunca se me había ocurrido antes que un asesinato pueda tener un componente político.
—Prácticamente todo lo tiene —dije. Giré por su calle y me paré delante de su limpia y vulgar casa.
—Pero tú —dijo ella. No parecía advertir dónde estábamos o qué había dicho yo—, tú empiezas por ahí. La mayoría de la gente no llegaría tan lejos.
—No soy tan profundo, Rita —dije, disponiéndome a aparcar el coche.
—Es como… como si todo tuviera dos partes: la parte que todos creemos que es y la que es de verdad. Y tú ya lo sabes, y todo esto parece sólo un juego para ti.