—Será mejor que escuche con atención y obedezca mis órdenes —expliqué—. Mucho
mejor
. —Me agaché y aflojé el lazo—. Debería saberlo. Es importante.
Y me escuchó. Los ojos, inyectados en sangre y dolor, y derramando lágrimas por su cara, se encontraron con los míos en un súbito arrebato de comprensión: todo lo que tenía que pasar estaba ahí delante para que lo viera. Y lo vio. Y supo lo importante que era para él portarse bien. Empezaba a saberlo.
—Levántese —dije.
Lentamente, muy lentamente, sin apartar su mirada de la mía, el padre Donovan se incorporó. Nos quedamos un buen rato así, los ojos juntos, convirtiéndonos en una única persona con una sola necesidad, y entonces empezó a temblar. Levantó una mano hacia la cara, pero la dejó caer a medio camino.
—Vamos a la casa —dije con voz muy muy suave. En la casa todo estaba listo.
El padre Donovan bajó la mirada. Trató de mirarme, pero ya no soportaba mis ojos. Encaminó sus pasos en dirección a la casa, pero se detuvo al volver a ver los montículos oscuros del jardín. Y quiso mirarme, pero no pudo; no después de que la luna volviera a mostrarle aquellos montones negros de tierra.
Se dirigió hacia la casa mientras yo sostenía la correa. Avanzó obediente, cabizbajo, una víctima buena y dócil. Subió los cinco escalones desvencijados y cruzó el estrecho porche que conducía hasta la puerta principal, que estaba cerrada. El padre Donovan se detuvo. No levantó la vista. No me miró.
—Abra la puerta —ordené con la misma voz suave.
El padre Donovan tembló.
—Abra la puerta de una vez —repetí.
Pero no pudo.
Me adelanté y empujé la puerta. Metí al cura dentro de un puntapié. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y se quedó al otro lado del umbral con los ojos casi cerrados.
Cerré la puerta. Había dejado una lámpara alimentada por una batería en el suelo, junto a la puerta, y la encendí.
—Mire —susurré.
El padre Donovan, lenta y cuidadosamente, abrió un ojo.
Se quedó helado.
El tiempo se paró para el padre Donovan.
—No —dijo él.
—Sí.
—Oh, no.
—Oh, sí —dije.
—¡NOOO! —gritó.
Tiré del lazo. El grito se cortó en seco y cayó de rodillas. Emitió un gemido ahogado y se cubrió la cara con las manos.
—Sí —dije—. Es un espectáculo terrible, ¿no cree?
Necesitó todos los músculos de la cara para cerrar los ojos. No podía mirar, ahora no, así no. Era comprensible, la verdad: era un espectáculo terrible. También a mí me había disgustado sólo saber que estaba allí, a pesar de haberlo preparado yo para él. Claro que tenía que verlo. Tenía que verlo. No sólo por mí. No sólo por el Oscuro Pasajero, sino por él. Tenía que ver. Y no miraba.
—Abra los ojos, padre Donovan —dije.
—Por favor —dijo con un horrible gemido. Me sacó de quicio, lo reconozco, no debería haber perdido los nervios; debía haber mantenido un control glacial, pero no pude evitarlo, mientras gemía al ver todo ese espanto por el suelo. Le pateé las piernas. Tiré con fuerza del lazo y le agarré la nuca con la mano derecha para luego empujarle la cara contra el combado y sucio suelo de madera. Había un poco de sangre y eso me enojó aún más.
—Ábralos —dije—. Abra los ojos. Ábralos AHORA. Mire. —Le cogí del pelo y le eché la cabeza hacia atrás—. Haga lo que le digo. Mire. O le arrancaré los párpados de un tajo.
Fui muy convincente. Y obedeció. Hizo lo que se le decía. Miró.
Yo le había dedicado mucho esfuerzo para que quedara bien, pero no queda más remedio que jugar con las cartas que uno tiene. No podría haberlo hecho si no hubieran llevado enterrados tiempo suficiente como para secarse, pero estaban muy sucios. Había conseguido eliminar gran parte de la suciedad, pero algunos cuerpos llevaban mucho tiempo en el huerto y resultaba difícil distinguir dónde empezaba la suciedad y acababa el cuerpo. Si te paras a pensarlo la verdad es que uno nunca podía decirlo. Tanta suciedad…
Eran siete, siete cuerpecillos, siete niños huérfanos muy sucios dispuestos sobre cortinas de ducha de plástico, que son más resistentes y absorben mejor. Siete líneas rectas apuntando directamente desde el suelo.
Apuntando directamente al padre Donovan. Y entonces lo supo. Estaba a punto de reunirse con ellos.
—Santa María, madre de Dios… —empezó. Di un fuerte tirón al lazo.
—Deje eso ahora, padre. Ahora no. Ha llegado el momento de la verdad.
—Por favor —masculló.
—Sí, pídamelo. Eso está bien. Mucho mejor. —Volví a tirar—. ¿Cree que basta con eso, padre? ¿Sólo eso a cambio de siete cadáveres? ¿Le suplicaron? —No tenía nada que decir—. ¿Cree que están todos, padre? ¿Sólo siete? ¿Los he encontrado a todos?
—Oh, Dios —dijo con voz áspera, fruto de un dolor que resultaba gratificante de escuchar.
—¿Y qué me dice de las otras ciudades, padre? ¿Qué me dice de Fayetteville? ¿Le gustaría hablar de Fayetteville? —Emitió sólo un gemido ahogado, sin palabras—. ¿O East Orange? ¿Fueron tres? ¿O me dejo alguno? Es difícil estar seguro. ¿Fueron cuatro en East Orange, padre?
El padre Donovan intentó gritar. No había en su garganta fuerza suficiente para emitir un buen grito, pero le puso mucho sentimiento, y eso compensaba la falta de técnica. Después se derrumbó hacia delante, de cara contra el suelo, y le dejé lloriquear durante un rato antes de volver a ponerlo de pie de un tirón. No se sostenía, había perdido el control. Había perdido el control de la vejiga y tenía la barbilla llena de babas.
—Por favor —dijo—. No pude evitarlo. No pude, de verdad. Tiene que entenderlo, por favor…
—Sí que le entiendo, padre —dije, y en mi voz había algo, era la voz del Oscuro Pasajero, y oírla le heló la sangre. Levantó la cabeza lentamente para mirarme y lo que vio en mis ojos lo dejó inmóvil—. Le entiendo perfectamente —dije, acercándome mucho a su cara. El sudor de sus mejillas se convirtió en hielo—. ¿Sabe? Tampoco yo puedo evitarlo.
En ese momento estábamos muy cerca, casi tocándonos, y la suciedad que desprendía fue de repente demasiado para mí. Tiré con fuerza del lazo y volví a derribarlo a patadas. El padre Donovan cayó al suelo.
—¿Pero a
niños
? —dije—. Nunca podría hacerle esto a niños. —Apoyé la dura suela de la bota en su nuca clavándole la cara contra el suelo—. Pero a usted sí, padre. A niños no. Tengo que encontrar personas como usted.
—¿Quién eres? —susurró el padre Donovan.
—El principio —dije—. Y el fin. Le presento a su Exterminador, padre. —Tenía la aguja a punto y ésta penetró por su cuello tal y como se suponía que debía hacer, con una ligera resistencia por parte de los músculos en tensión, pero ninguna por parte del cura. Presioné el extremo y la jeringuilla se vació, llenando al padre Donovan de una calma rápida y limpia. Unos instantes, nada más: su cabeza empezó a flotar y giró el rostro hacia mí.
¿Me veía de verdad? ¿Veía los guantes de goma, el guardapolvo hasta los pies, la resbaladiza máscara de seda? ¿O eso era algo que sólo sucedía en la otra habitación, en la del Oscuro Pasajero, la Habitación Limpia? Pintada de blanco dos noches atrás, y barrida, fregada, desinfectada y tan limpia como era posible. Y en medio de la estancia, las ventanas selladas con gruesas tiras de goma blanca, bajo las luces centrales, ¿me vio realmente junto a la mesa que yo había fabricado, junto a las bolsas blancas de basura, los botes llenos de sustancias químicas, y la pequeña fila de sierras y cuchillos? ¿Me vio entonces?
¿O sólo vio aquellos siete tumores sucios, y quién sabe cuántos más? ¿Se vio a sí mismo, incapaz de gritar, convirtiéndose en parte del horrible espectáculo del jardín?
Por supuesto que no. Su imaginación no le permitía verse como a un miembro de la misma especie. Y en parte tenía razón. Él nunca se convertiría en un espectáculo tan horrible como el de los niños. Yo nunca lo haría, nunca lo permitiría. No soy como el padre Donovan. No soy ese tipo de monstruo.
Soy un monstruo muy pulcro.
Y la pulcritud requiere tiempo, claro, pero merece la pena. Merece la pena que el Oscuro Pasajero quede contento y así tenerlo tranquilo durante un tiempo. Merece la pena sólo por la satisfacción del trabajo bien hecho. Eliminar un montón de basura del mundo. Unas cuantas bolsas pulcramente cerradas, y el pequeño rincón del mundo donde vivo se convierte en un lugar más pulcro, más feliz. Mejor.
Tenía ocho horas por delante. No más. Y las necesitaría todas.
Até al cura a la mesa con cinta adhesiva y le arranqué la ropa. Los preliminares fueron rápidos: depilar, restregar, eliminar todo lo que sobresalía de forma desordenada. Como siempre, sentí aquella fuerza lenta y prolongada que me latía por todo el cuerpo. Palpitaba en mí mientras trabajaba, elevándose y llevándome con ella, hasta el final, hasta que la Necesidad y el cura desaparecían meciéndose en la misma ola.
Y justo cuando iba a empezar a trabajar en serio, el padre Donovan abrió los ojos y me miró. No había ni rastro de miedo en esa mirada. Es algo que a veces sucede. Me miró directamente a los ojos y movió la boca.
—¿Qué? —dije, y acerqué la cabeza un poco más—. No le oigo.
Le oí respirar, emitir un lento y sosegado suspiro; volvió a decirlo antes de que se le cerraran los ojos.
—De nada —respondí, y me puse a trabajar.
A las cuatro y media de la madrugada ya no quedaba ni rastro del cura. Me sentí mucho mejor. Siempre me sucedía después. Matar me hace sentir bien. Desata los nudos de los oscuros meandros del querido Dexter. Es como una dulce liberación, un escape necesario de todas las pequeñas válvulas hidráulicas que hay dentro. Me gusta mi trabajo. Lamento que esto pueda molestarles. Lo lamento mucho, de verdad. Pero así es. Y no se trata de matar de cualquier manera, no. Tiene que hacerse en el momento adecuado, del modo adecuado y con el compañero adecuado: complejo, pero imprescindible.
Y siempre resulta un poco agotador. Estaba cansado, pero la tensión de la semana anterior había desaparecido: la fría voz del Oscuro Pasajero se había callado, y podía volver a ser yo mismo. Dexter el raro, el curioso, feliz y afortunado, muerto por dentro. Ya no era Dexter el del cuchillo, Dexter el Vengador. No, hasta la próxima.
Devolví todos los cuerpos al huerto acompañados de un nuevo vecino y limpié aquella casa ruinosa tan bien como pude. Metí mis cosas en el coche del cura y me dirigí hacia el sur, en dirección al pequeño canal donde había dejado mi lancha, una Whaler de diecisiete pies, de poco calado y con un buen motor. Empujé el coche al canal detrás de la lancha y subí a bordo. Observé cómo el coche desaparecía. Después arranqué el fueraborda y salí del canal, poniendo rumbo al norte por la bahía. El sol despuntaba dejando ver su brillo. Puse mi mejor cara de felicidad; sólo era otro pescador que vuelve a casa de madrugada. ¿Alguien quiere un pargo colorado?
A las seis y media ya estaba en mi apartamento de Coconut Grove. Saqué la lámina del bolsillo, una simple tira de cristal pulido con una única gota de la sangre del cura en el centro. Limpia y bonita, ya seca, y lista para colocarla en la platina del microscopio cuando tuviera ganas de recordar. Coloqué la tira junto al resto: treinta y seis pulcras gotas de sangre seca.
Me di una ducha extralarga, dejando que el agua muy caliente se llevara con ella los últimos restos de tensión y deshiciera los nudos de los músculos, borrando los últimos vestigios del persistente olor a cura y al huerto de aquella casa junto a la ciénaga.
Niños. Debería haberle matado dos veces
. Fuera lo que fuera lo que me ha hecho tal y como soy, me dejó hueco, vacío por dentro, incapaz de sentir. No me parece un gran problema. Estoy bastante seguro de que la mayoría de la gente tiende a hacer mucho teatro en sus contactos sociales cotidianos. Yo los finjo todos. Los finjo muy bien, y los sentimientos nunca aparecen. Pero me gustan los niños. Nunca podría tenerlos, ya que la idea del sexo simplemente no existe. Imagínense haciendo esas cosas… ¿Cómo pueden? ¿Dónde queda el sentido de la dignidad? Pero los niños… Los niños son algo especial. El padre Donovan merecía morir. Su muerte cumplía los requisitos del Código de Harry, amén de satisfacer al Oscuro Pasajero.
A las siete y cuarto de nuevo me sentí limpio. Tomé café y cereales y me fui al trabajo.
El edificio donde trabajo es uno de esos bloques grandes y modernos: blanco, con mucho cristal, y cerca del aeropuerto. Mi laboratorio está en el segundo piso, en la parte trasera. Tengo un despacho pequeño contiguo al laboratorio. No puede llamársele despacho propiamente, pero es mío, un cubículo junto al laboratorio principal de muestras de sangre. Todo mío, no hay nadie que pueda entrar, nadie con quien compartirlo, nadie que desbarajuste mis cosas. Una mesa con una silla, y otra silla para las visitas, siempre y cuando no sean muy corpulentas. Ordenador, estante, archivador. Teléfono. Contestador automático.
Un contestador automático cuya luz parpadeaba cuando entré. Tener un mensaje no es algo que me suceda todos los días. Por alguna razón hay muy pocas personas en el mundo que crean tener algo que decir a un analista de restos de sangre durante el horario de trabajo. Una de las pocas personas que suele tener algo que decirme es Deborah Morgan, mi hermana de leche. De la poli, como su padre.
El mensaje era suyo.
Apreté el botón y oí una débil música tejana, seguida por la voz de Deborah. «Dexter, por favor, ven en cuanto llegues. Estoy en el lugar de un crimen en Tamiami Trail, en el motel Cacique». Una pausa. La oí poner una mano sobre el receptor del teléfono mientras hablaba con alguien. Después se oyó otra ráfaga de música mexicana y volvió a ponerse al aparato. «¿Puedes venir enseguida? Por favor, Dex…».
Había colgado.
No tengo familia. Bueno, al menos por lo que yo sé. Supongo que debe de haber gente por ahí que lleva material genético parecido al mío, claro. Los compadezco. Pero no los conozco. No lo he intentado, ni ellos tampoco han intentado buscarme. Fui adoptado, criado por Harry y Doris Morgan, los padres de Deborah. Y, teniendo en cuenta lo que soy, podemos decir que hicieron un trabajo estupendo conmigo, ¿no creen?
Los dos han fallecido ya. De modo que Deb es la única persona del mundo a quien le importa una mierda si estoy vivo o muerto. Y, por alguna razón que no logro comprender, en realidad me prefiere vivo. Creo que es todo un detalle, y si fuera capaz de sentir algo por alguien, lo sentiría por Deb, seguro.