Ni rastro del periódico. Tampoco importaba. El cubrimiento de mis aventuras por parte de la prensa nunca me había despertado demasiado interés. Y Harry me había advertido de la idiotez que constituiría montar cualquier clase de álbum con recortes de prensa. Esta vez era algo distinto, por supuesto, ya que me había comportado de forma algo impetuosa y, por tanto, sentía una leve preocupación por saber si había conseguido cubrir mi rastro convenientemente. Tenía una cierta curiosidad sobre qué dirían de mi fiesta accidental. De manera que me senté a tomarme el café durante cuarenta y cinco minutos hasta que oí el golpe del periódico contra la puerta. Lo recogí y procedí a echarle un vistazo.
Por mucho que se diga sobre los periodistas —y conste que con todo lo que se ha escrito al respecto casi podría publicarse una enciclopedia—, lo cierto es que los recuerdos los turban muy poco. El mismo periódico que recientemente había proclamado
LA POLICÍA ACORRALA AL ASESINO
, ahora gritaba
¡LA HISTORIA DEL HOMBRE DE HIELO SE FUNDE!
Era un artículo largo y maravilloso, escrito con una gran fuerza dramática, detallando el descubrimiento de un cuerpo cruelmente herido en un edificio en construcción en una de las salidas de la carretera de Old Cutler. «Un portavoz de la policía metropolitana de Miami» —refiriéndose sin duda a la inspectora LaGuerta— había declarado que era demasiado pronto para establecer nada con certeza, pero que, con toda probabilidad, se trataba de un asesinato por imitación. El periódico había sacado sus propias conclusiones —algo en lo que tampoco suelen cortarse demasiado— y pasaba a preguntarse si aquel distinguido caballero cautivo, el señor Daryll Earl McHale, era el verdadero asesino. ¿O tal vez éste seguía suelto, como evidenciaba este último ultraje contra la moral pública? Porque, señalaba con intención el periódico, ¿cómo íbamos a creer que dos asesinos de esa calaña estuvieran haciendo de las suyas al mismo tiempo? Era un razonamiento sin lagunas que me hizo pensar que si hubieran dedicado tanta energía mental a resolver los asesinatos, el asunto ya habría quedado cerrado al día de hoy.
Pero era una lectura de lo más apasionante, por supuesto. Y provocó que mi mente se lanzara a la especulación. Cielos, ¿era de verdad posible que este animal enloquecido anduviera suelto? ¿Alguien podía considerarse a salvo?
Sonó el teléfono. Miré de reojo el reloj de la pared; eran las 6:45. Sólo podía ser Deborah.
—Acabo de leerlo —dije al descolgar.
—Dijiste que haría algo más grande —me acusó Deborah—. Apabullante.
—¿Y acaso esto no lo es? —pregunté con toda mi inocencia.
—Ni siquiera es otra puta —dijo ella—. Un bedel a media jornada del Instituto Ponce cortado a trozos en una obra en construcción junto a la carretera de Old Cutler. ¿Qué coño es esto, Dexter?
—Sabías que no soy perfecto, ¿no, Deborah?
—Y ni siquiera se ajusta al patrón: ¿dónde está el frío que dijiste que habría? ¿Qué ha pasado con el espacio pequeño?
—Estamos en Miami, Deb, la gente roba cualquier cosa.
—Ni siquiera es una imitación —dijo ella—. No se parece en nada a los otros. Incluso LaGuerta lo vio. Ya lo ha dicho por escrito. Maldita sea, Dexter. Tengo el culo al aire, y esto es un simple asesino por casualidad, o un asunto de drogas.
—Tampoco me parece justo echarme la culpa de todo eso.
—A la mierda, Dex —dijo, y colgó.
Los programas televisivos de primera hora dedicaron noventa segundos enteros al sorprendente hallazgo del cuerpo mutilado. El Canal 7 le dedicó los mejores adjetivos. Pero nadie decía más de lo que aparecía en la prensa. Irradiaban ira y una inexorable sensación de desastre que mantuvieron incluso en la previsión meteorológica, pero estoy seguro de que gran parte de eso venía provocado por la falta de fotos.
Otro bello día en Miami. Cadáveres mutilados con previsión de chubascos vespertinos. Me vestí y me fui a trabajar.
Admito que existía un motivo subyacente para dirigirme a la oficina a una hora tan temprana, y la fortalecí haciendo una parada en la pastelería. Compré dos buñuelos, un hojaldre de manzana y un donut de canela del tamaño de una rueda de recambio. Me zampé el hojaldre y un buñuelo mientras sorteaba alegremente aquel tráfico letal. No sé cómo sigo en forma con la cantidad de donuts que como. No gano peso ni me salen granos, y aunque puede sonar poco razonable, tampoco noto que mi corazón se queje al respecto. Ese rollo de la genética había sido bastante generoso conmigo: metabolismo alto, buen tamaño y fuerza, todo lo cual suponía una gran ayuda para mi afición secreta. Y me han dicho que no soy desagradable a la vista, lo que creo que se puede tomar como un cumplido.
Tampoco necesitaba dormir demasiado, lo que en una mañana como ésta representaba otra ventaja. Había esperado llegar antes que Vince Masuoka, y por lo visto lo había logrado. Cuando entré, cargado con la bolsa de papel para disimular, su despacho estaba a oscuras: mi visita, sin embargo, tenía poco que ver con los donuts. Registré rápidamente su zona de trabajo, buscando el expediente de pruebas marcado con el nombre de
JAWORSKI
y la fecha de ayer.
Lo encontré y tomé con rapidez algunas muestras de tejido. Con eso bastaría. Me puse unos guantes de látex y en un momento había colocado las muestras en la placa limpia de cristal. Sé que era una estupidez correr un riesgo más, pero tenía que conseguir mi placa. Acababa de guardarla en una bolsa con cremallera cuando oí pasos a mi espalda. Lo devolví todo a su lugar a toda prisa y giré para estar de cara a la puerta, cuando Vince entró y me vio.
—Por Dios —dije—. Eres tan silencioso. Seguro que te has entrenado con un guerrero ninja.
—Tengo dos hermanos mayores —dijo Vince—. Viene a ser lo mismo.
Levanté la bolsa de papel y anuncié:
—Le traigo un presente, maestro.
Miró la bolsa con curiosidad.
—Que Buda te bendiga, saltamontes. ¿Qué es?
Lancé la bolsa hacia él, pero le golpeó en el pecho y cayó al suelo.
—¿Demasiado para un guerrero ninja? —pregunté.
—Mi hermoso y templado cuerpo necesita café para funcionar —me dijo Vince, agachándose para recoger la bolsa—. ¿Qué hay aquí? Me has hecho daño. —Alcanzó la bolsa con el ceño fruncido—. Espero que no sean trozos de un cadáver. —Sacó el gran donut de canela y le echó una mirada apreciativa—. Caramba. Mi pueblo no pasará hambre este año. Te lo agradecemos profundamente, saltamontes. —Hizo una reverencia con la pasta en primer plano—. Una deuda satisfecha supone una bendición para todos, hijo mío.
—En ese caso —dije—, ¿tienes a mano el expediente del tipo que encontraron anoche en Old Cutler?
Vince dio un generoso mordisco al bollo de canela. Los labios le brillaban por el azúcar mientras masticaba con gran lentitud.
—Mmmm —dijo, antes de tragar—. ¿Nos sentimos excluidos?
—Si ese nosotros se refiere a Deborah, sí, lo estamos —dije—. Le prometí que echaría un vistazo a las pruebas.
—Bueno —comentó, con la boca llena de donut—, al menos hay un bontón de angüe esta vez.
—Disculpe, maestro. Mis oídos no logran descifrar su idioma.
Masticó y tragó.
—Decía que al menos esta vez hay cantidad de sangre. Pero tú sigues siendo la Cenicienta. Bradley se encarga de éste.
—¿Puedo ver el expediente?
Dio otro bocado.
—El ío eguía ivo…
—Seguro que sí. ¿Y en cristiano?
Vince tragó.
—El tío seguía vivo cuando le arrancaron la pierna.
—Es asombrosa la resistencia que llega a tener el ser humano, ¿no crees?
Vince se metió el resto de donut en la boca y sacó el expediente, tendiéndomelo y dando un gran mordisco a la pasta al mismo tiempo. Cogí la carpeta.
—Me voy —dije—. Antes de que vuelvas a hablar.
Se sacó la pasta de la boca.
—Demasiado tarde —dijo.
Caminé despacio hacia mi pequeño cubículo, revisando el contenido de la carpeta. Gervasio César Martez había encontrado el cadáver. Su declaración era el primer documento. Era guardia de seguridad, empleado de Sago Security Systems. Llevaba catorce meses trabajando para ellos y no tenía antecedentes penales. Martez había hallado el cuerpo a las 22:17 aproximadamente, y de inmediato realizó un registro rápido del área antes de llamar a la policía. Quería atrapar al pendejo que había hecho eso porque nadie debería hacer cosas así y menos cuando él, Gervasio, estaba de servicio. Era como si se lo hubieran hecho a él, ¿comprenden? Así que atraparía a ese monstruo él solo. Pero no había sido posible. No había ni rastro del atacante por ninguna parte, así que había llamado a la policía.
El pobre hombre se lo había tomado como algo personal. Yo compartía su ira. Esa clase de brutalidad no debería estar permitida. Por supuesto, le estaba enormemente agradecido por su sentido del honor que me había concedido tiempo para huir. Y yo que siempre había creído que la moralidad era algo inútil.
Doblé la esquina que me llevaba a mi pequeño y oscuro despacho chocando de frente con la inspectora LaGuerta.
—Hey —exclamó—. ¡No ves bien a estas horas!
Pero no se movió.
—No soy muy de mañanas —le dije—. Mis biorritmos no se ponen en marcha hasta el mediodía.
Me miró a tres centímetros de distancia.
—A mí me parecen perfectos —dijo.
Me escabullí hacia el otro lado de la mesa.
—¿En qué puede contribuir mi humilde persona a su majestad la ley esta mañana? —le pregunté.
Ella me miró fijamente.
—Tienes un mensaje —dijo—. En el contestador.
Eché un vistazo al contestador automático. Claro, la luz parpadeaba. Esa mujer estaba hecha una gran detective.
—Debe de ser alguna chica —dijo LaGuerta—. Ese parpadeo suena a somnolencia y felicidad. ¿Tienes novia, Dexter? —Había una nota de desafío en su voz.
—Ya sabe cómo son estas cosas —dije—. Las mujeres de hoy son tan lanzadas, y cuando uno es tan atractivo como yo, revolotean en torno a tu cabeza sin dudarlo. —Quizá no había sido la expresión más afortunada; cuando lo decía no pude evitar que mi mente recordara la cabeza de la mujer que había volado en torno a mí hacía bien poco.
—Vigila —dijo LaGuerta—. Más pronto o más tarde alguna se te pegará. —No tenía ni idea de qué creía ella que significaba eso, pero se trataba de una imagen muy desasosegante.
—Estoy seguro de que tiene razón —dije—. Hasta entonces, carpe diem.
—¿Qué?
—Es latín —aclaré—. Significa quéjate a la luz del día.
—¿Tienes algo sobre el caso de anoche? —preguntó ella, de repente.
Levanté el expediente.
—Estaba echándole un vistazo ahora mismo.
—No es el mismo —dijo, frunciendo el ceño—. No importa lo que digan esos capullos de la prensa. McHale es culpable. Confesó. Este tío es otro.
—Supongo que parece demasiada coincidencia —dije—. Dos asesinos brutales al mismo tiempo.
LaGuerta se encogió de hombros.
—Estamos en Miami, ¿qué se creen? Esos tíos vienen aquí de vacaciones. Hay un montón de chicos malos ahí afuera. No puedo atraparlos a todos.
Para ser sinceros no podría capturar a ninguno a menos que ellos mismo saltaran de un edificio y aterrizaran en el asiento delantero de su coche, pero no me pareció el momento más oportuno para comentárselo. LaGuerta dio un paso hacia mí y acarició la carpeta con una uña de color rojo oscuro.
—Necesito que descubras algo aquí, Dexter. Algo que demuestre que no es el mismo hombre.
Se hizo la luz. La estaban presionando, el capitán Matthews probablemente, un hombre que se creía lo que publicaban los periódicos siempre y cuando escribieran su nombre sin faltas de ortografía. Y ella necesitaba un poco de munición para presentar batalla.
—Claro que no es el mismo —dije—. Pero, ¿por qué acude a mí?
Me miró durante un momento a través de los ojos medio cerrados, un efecto curioso. Creo que había visto esa misma mirada en alguna película que Rita me había obligado a ver, pero no tenía ni idea de qué podía querer decir en los ojos de LaGuerta.
—Dejé que te quedaras a la reunión de las setenta y dos horas —dijo ella—. Aunque Doakes te quiere muerto, yo te permití quedarte.
—Muchas gracias.
—Porque tienes un sexto sentido para estas cosas. Para los asesinos en serie. Todos lo dicen. A veces Dexter presiente cosas.
—Eh, vamos —dije—, han sido sólo un par de suposiciones acertadas…
—Y necesito que alguien de laboratorio encuentre algo.
—¿Por qué no se lo pide a Vince?
—Él no es tan agudo —dijo ella—. Encuentra algo.
Seguía estando incómodamente cerca, tan cerca que podía oler su champú.
—Encontraré algo —dije.
Hizo un gesto señalando al contestador.
—¿No vas a devolverle la llamada? Vas a estar demasiado ocupado para cazar conejitos.
No había retrocedido y tardé un segundo en caer en la cuenta de que se refería al mensaje del contestador. Le brindé mi sonrisa más diplomática.
—Creo que es ella quien está intentando cazarme, inspectora.
—Ja. En eso tienes razón. —Me lanzó una mirada prolongada, después se volvió y salió por la puerta.
Ignoro por qué, pero observé cómo se iba. La verdad es que tampoco se me ocurría ninguna otra cosa que hacer. Justo antes de que llegara al rincón y desapareciera de mi vista, se ajustó la falda a las caderas y se volvió a mirarme. Después se fue, perdiéndose en los difusos corredores de los Políticos Homicidas.
¿Y qué pasaba conmigo? ¿El pobre y alucinado Dexter? ¿Qué otra cosa podía hacer? Me hundí en la butaca de oficina y apreté el botón de play del contestador automático. «Hola, Dexter, soy yo». Claro que sí. Y por rara que pareciera, aquella voz lenta y ligeramente ronca pertenecía a Rita. «Mmm… Estaba pensando en lo de anoche. Llámame, señor». Como había observado LaGuerta, sonaba cansada y a la vez feliz. Al parecer ahora tenía una novia de verdad. ¿Dónde acabaría toda esta locura?
Durante unos momentos me limité a permanecer sentado, reflexionando sobre las crueles ironías de la vida. Tras tantos años de independencia solitaria, de repente las mujeres me acosaban desde todas direcciones. Deb, Rita, LaGuerta: todas parecían incapaces de existir sin mí. Sin embargo, la única persona con la que me apetecía pasar un rato se mostraba esquiva, dejándome cabezas de Barbies en la nevera. ¿Era justo?