Y en su lugar, me había arriesgado a que me cogieran. A que me vieran. Imbécil, imbécil: de no haber oído a tiempo al guardia de seguridad quizá me habría visto obligado a matarle. Matar violentamente a un joven inocente; tenía casi la absoluta certeza de que Harry lo desaprobaría. Y, además, había sido tan sucio y desagradable…
Aún no estaba a salvo, por supuesto: cabía la posibilidad de que el guardia hubiera anotado el número de matrícula de mi coche si había pasado por delante en su carrito de golf. Había corrido riesgos absurdos y terribles, había ido en contra de todos mis métodos, me había jugado la vida que con tanto esmero me había construido… ¿Y para qué? ¿La mera emoción de matar? Debía avergonzarme. Y en lo más profundo de la oscuridad de mi mente el eco dijo,
Oh, sí, vergüenza debería darte
, y después emitió aquel cloqueo familiar.
Tomé aire con fuerza y me miré la mano que llevaba el volante. Pero había sido
emocionante
, ¿o no? Había vivido una excitación salvaje, lleno de vida y de sensaciones nuevas, de intensa frustración. Se había tratado de algo totalmente nuevo e interesante. Y la extraña sensación de que todo me llevaba a alguna parte, hacia un lugar que era nuevo y conocido a la vez: lo cierto es que tendría que explorarlo más a fondo la próxima vez.
Aunque no es que fuera a haber una próxima vez, desde luego que no. No volvería a cometer otra locura impulsiva de ese calibre. Nunca. Pero por una vez… había sido divertido.
No importaba. Me iría a casa y me tomaría una ducha excepcionalmente larga, y cuando terminara…
La hora
. El recuerdo se abrió en mi mente, sin desearlo ni pedirlo. Había quedado con Rita a… bueno, ahora mismo, según el reloj del salpicadero. ¿Y para qué oscuro propósito? No podía adivinar lo que corría por la mente humana de sexo femenino. ¿Por qué diablos tenía que pensar en eso en un momento como éste, en que todas mis terminaciones nerviosas estaban en pie de guerra y protestando de frustración? No me importaba sobre qué quería gritarme Rita. Ni me molestarían sus comentarios, por agudos que fueran al reflejar mis defectos, pero resultaba irritante verme obligado a dedicar tiempo a escucharla cuando tenía otras cosas más importantes en qué pensar. En concreto, quería fantasear sobre qué debería haberle hecho al recientemente fallecido Jaworski. Además del climax cruelmente interrumpido e inacabado, habían sucedido muchas otras cosas que requerían todo mi esfuerzo mental; debía reflexionar, recapacitar y comprender adonde me había llevado todo esto, y cuál era la relación con ese otro artista que había por las calles, imitándome y desafiándome con su trabajo.
Con todo esto en la cabeza, ¿para qué necesitaba a Rita precisamente ahora?
Pero iría, claro. Y, por supuesto, también podía servir de humilde coartada en caso de que necesitara una para mi aventura con el pequeño bedel. «Inspector, ¿cómo puede pensar que yo…? Además, a esa hora estaba discutiendo con mi novia. Bueno, con mi ex novia, en realidad». Porque en mi interior no albergaba la menor duda de que Rita quería… ¿Qué expresión usaban todos para describir esto últimamente? ¿Dar puerta? Sí, Rita quería que nos viéramos para darme puerta. Y para destacar algunos rasgos importantes de mi personalidad, dándoles el énfasis emocional correspondiente, precisaba hacerlo en persona.
Dado que así estaban las cosas, me tomé un minuto extra para asearme. Di un rodeo hacia Coconut Grove y aparqué en el lado más lejano del puente que cruzaba el canal. Debajo fluía una intensa corriente de agua. Cogí un par de rocas de coral de los árboles que había al borde del canal, las metí en la bolsa de lona, que ya estaba llena con el plástico, los guantes y el cuchillo, y lo lancé todo con fuerza al fondo.
Realicé otra parada en un parque pequeño y oscuro muy cercano a la casa de Rita, donde me lavé con esmero. Debía estar pulcro y presentable: recibir los improperios de una mujer furiosa debía abordarse como una cita semiformal.
Pero imaginen mi sorpresa cuando llamé a su puerta unos minutos más tarde. No abrió la puerta de par en par ni empezó a lanzarme muebles y a insultarme. De hecho, la abrió lentamente, con cuidado, casi escondiéndose detrás, como si estuviera mortalmente asustada de lo que la aguardaba al otro lado. Y, teniendo en cuenta que quien la aguardaba era yo, esto suponía una extraña muestra de sentido común.
—¿Dexter? —dijo ella, con voz dulce, tímida, como si no estuviera del todo segura de si quería que la respuesta a esa pregunta fuera sí o no—. Creí que… que no vendrías.
—Y sin embargo aquí estoy —dije para animarla.
La pausa que siguió fue bastante más larga de lo necesario. Por fin, entreabrió la puerta un poco más y dijo:
—¿Te… te importa entrar? ¿Por favor?
Y si aquel tono dubitativo y lánguido, distinto de cualquiera que hubiera oído en su voz, era una sorpresa, imaginen lo atónito que me quedé al ver su atuendo. Creo que lo que llevaba se llama salto de cama; o tal vez negligée, dado que la cantidad de tela usada en su construcción es prácticamente nula. Cualquiera que fuera el nombre correcto, lo cierto es que lo llevaba puesto. Y, por rara que pareciera la idea, creo que esa indumentaria tenía algo que ver con mi presencia allí.
—¿Por favor? —repitió ella.
Eso ya era demasiado. A ver, la verdad, ¿qué se suponía que debía hacer? La insatisfecha experiencia con el bedel seguía rondándome por la cabeza, sin contar con los murmullos de decepción que se filtraban desde el asiento de atrás. Una evaluación rápida de la situación revelaba que me hallaba emparedado entre mi querida Deb y el artista oscuro, y ahora, para colmo, se esperaba de mí que llevara a cabo un acto humano, como… Bueno, ¿como qué? Ella no podía desear… ¿Acaso no estaba FURIOSA conmigo? ¿Qué estaba pasando? ¿Y qué pintaba yo en todo esto?
—He enviado a los niños a la casa de al lado —dijo Rita, sosteniendo la puerta con la cadera.
Entré.
Se me ocurren muchas formas de describir lo que sucedió a continuación, pero ninguna parece adecuada. Rita se dirigió hacia el sofá. La seguí. Tomó asiento. Lo mismo hice yo. Se la veía incómoda y no paraba de frotarse las manos. Era como si estuviera esperando algo y, puesto que yo ignoraba de qué se trataba, mi mente viajó hacia el trabajo inconcluso de Jaworski. ¡Si hubiera tenido sólo un poco más de tiempo! ¡La de cosas que podría haber hecho!
Y mientras pensaba en todas esas cosas, me di cuenta de que Rita había empezado a llorar en silencio. La miré durante un momento, intentando borrar las imágenes del bedel despellejado y sin sangre. Les juro por mi vida que no comprendía por qué lloraba, pero dado que he practicado mucho en la imitación de las conductas humanas, sabía que en ese momento debía consolarla. Me incliné hacia ella y coloqué un brazo en torno a sus hombros.
—Tranquila, Rita —dije—. Tranquila.
No es que fuera una de mis mejores frases, pero venía avalada por muchos expertos. Y resultó eficaz. Rita se recostó sobre mí y apoyó la cara en mi pecho. La estreché en mis brazos, y el gesto me devolvió la visión de mi propia mano. Hacía menos de una hora esa misma mano había sostenido un cuchillo de carnicero sobre el pequeño bedel. La idea me dio vértigo.
Y, la verdad, reconozco que no sé cómo sucedió, pero sucedió. En un momento la estaba acariciando, entre murmullos de «tranquila, tranquila», y contemplando las líneas de mi mano, sintiendo cómo la memoria sensitiva se filtraba por los dedos, aquella fuente de luz y poder sentida mientras el cuchillo exploraba el abdomen de Jaworski. Y al minuto siguiente…
Creo que Rita me miró. También estoy bastante seguro de que le devolví la mirada. Y sin embargo, en cierto modo, no fue a Rita a quien vi, sino a un conjunto de miembros fríos y sin sangre. Y no eran las manos de Rita las que percibía en la hebilla del cinturón, sino aquel estribillo creciente e insatisfecho producido por el Oscuro Pasajero. Y muy poco después…
Bueno, sigue siendo algo impensable. Quiero decir… allí mismo, en el sofá.
¿Cómo diablos llegó a suceder eso?
Cuando me acosté en mi estrecha cama estaba totalmente exhausto. Por regla general no me hace falta dormir mucho, pero aquella noche presentía que necesitaría al menos treinta y seis horas. Los acontecimientos de aquella noche, combinados con la tensión provocada por tantas experiencias nuevas, me habían dejado vaciado. Más vaciado estaba Jaworski, claro, aquel insecto repugnante, pero había usado toda la reserva mensual de adrenalina en una única noche. Ni siquiera podía empezar a pensar qué significaba todo aquello, desde el extraño impulso de emprender la caza de forma tan airada e inmisericorde hasta las cosas increíbles que habían sucedido en casa de Rita. La había dejado dormida y, en apariencia, mucho más feliz. Pero el pobre, siniestro y turbado Dexter volvía a estar perplejo, y cuando la cabeza rozó la almohada, el sueño me venció casi al instante.
Y ahí estaba, flotando sobre la ciudad cual pájaro sin huesos, girando en el cielo mientras el aire frío soplaba en torno a mí y me impulsaba a seguir, obligándome a descender al lugar donde la luz de la luna arañaba el agua; de repente me hallo en la fría y estrecha estancia donde el pequeño bedel me mira y se ríe, despatarrado bajo el cuchillo y sin embargo riéndose, y el esfuerzo le distorsiona la cara, la cambia, y entonces ya no es Jaworski sino una mujer, y el hombre que sostiene el cuchillo mira hacia donde estoy yo, flotando sobre las revueltas vísceras rojas, y cuando la cara se vuelve hacia mí oigo a Harry al otro lado de la puerta y me giro justo antes de poder ver quién está sobre la mesa, pero
…
Desperté. El dolor en mi cabeza era tan fuerte que podría partir una lechuga. Tenía la sensación de que acababa de cerrar los ojos, pero el reloj de la mesita de noche marcaba las 5:14.
Otro sueño. Otra llamada a larga distancia de mi línea fantasma particular. No me extrañaba que hubiera pasado la vida rechazando la posibilidad de soñar. Unos símbolos tan estúpidos, tan absurdos y tan obvios. Una ansiedad totalmente incontrolable y odiosa, una bobada tan evidente.
Pero ya no pude volver a dormirme, pensando en aquellas imágenes infantiles. Puestos a soñar, ¿por qué no podían ser unos sueños más propios de mí, elaborados y atípicos?
Me senté y me froté las sienes palpitantes. Una terrible y tediosa inconsciencia se esfumó cual agua por un sumidero y me senté en el borde de la cama en actitud de franca perplejidad.
¿Qué me estaba pasando? ¿Y por qué no podía pasarle a otro?
Este sueño había sido distinto y no estaba seguro de en qué radicaba la diferencia o cuál era su significado. La última vez había tenido la absoluta certeza de que otro asesinato estaba a punto de ocurrir, e incluso sabía dónde. Pero en esta ocasión… Suspiré y me fui hasta la cocina a por un vaso de agua. La cabeza de la Barbie volvió a golpear la puerta de la nevera en cuanto la abrí. Me quedé parado, observando, bebiéndome un buen vaso de agua fría. Los brillantes ojos azules me devolvieron la mirada, sin parpadear.
¿A qué venía ese sueño? ¿Era fruto de las aventuras de la noche anterior que se abrían paso desde mi vapuleado subconsciente? Antes nunca había sentido tensión; más bien se trataba de un sentimiento de liberación. Claro que nunca antes había estado tan al borde del desastre. ¿Pero por qué soñar con eso? Algunas imágenes eran dolorosamente obvias: Jaworski y Harry y la cara del hombre del cuchillo, fuera de mi vista. Sí. ¿Por qué molestarme con bobadas psicológicas de principiante?
¿Por qué molestarme en soñar, lo que fuera? No me hacía falta. Necesitaba descanso, y en cambio ahí estaba, en la cocina, jugando con una Barbie. Volví a agitar la cabeza:
tac, tac
. De paso, ¿qué pintaba Barbie en todo esto? ¿Y cómo iba a averiguarlo a tiempo de salvar la carrera de Deborah? ¿Cómo podía mentir a LaGuerta cuando la pobre estaba tan colgada por mí? Y, para colmo, por si fuera poco, estaba Rita: ¿por qué había necesitado hacerme ESO?
De repente todo me pareció como un culebrón retorcido, y pensé que ya tenía bastante. Encontré una caja de aspirinas y me apoyé en la encimera para tomarme tres. No me importaba mucho el sabor. Nunca me habían gustado las medicinas, de ninguna clase, aunque apreciaba su utilidad.
Sobre todo desde la muerte de Harry.
La muerte de Harry no fue ni rápida ni fácil. Se tomó un tiempo largo y tremendo, siendo el primer y último acto de egoísmo que cometió en toda su vida. Harry estuvo agonizando durante año y medio, en pequeños pasos, empeorando unas semanas y recobrándose luego casi por completo, teniéndonos a todos en vilo intentando adivinar qué iba a suceder. ¿Esta vez se iría, o había vencido por fin? Nunca lo sabíamos, pero, tratándose de Harry, parecía absurdo rendirse. Harry haría lo que debía, por duro que fuera, pero ¿qué significaba eso en algo como la muerte? ¿Lo correcto era luchar y resistir y hacernos pasar a todos por el sufrimiento que conllevaba una muerte sin fin, cuando lo cierto era que, hiciera Harry lo que hiciera, la muerte era inevitable? ¿O era mejor dejarse llevar por ella, dignamente y sin alboroto?
Con diecinueve años lo cierto es que yo ignoraba la respuesta, aunque ya sabía más sobre la muerte que la mayoría del resto de estudiantes de segundo año que, con las caras llenas de granos y el cerebro de hormonas, asistían conmigo a la Universidad de Miami.
Y un hermoso otoño, tras la clase de química, cuando cruzaba el campus hacia la asociación de estudiantes, Deborah apareció a mi lado.
—Deborah —grité, creyendo usar mi mejor tono universitario—, vamos a tomarnos una coca-cola.
Harry me había aconsejado que me uniera a la asociación y bebiera coca-cola. Me había dicho que eso me ayudaría a pasar por humano, y aprender cómo se comportaba el resto de la especie. Y, por supuesto, tenía razón. A pesar del daño que causaba a mis dientes, estaba aprendiendo muchas cosas sobre ese desagradable grupo.
Deborah, ya demasiado seria a los diecisiete años, sacudió la cabeza.
—Es papá —dijo.
Poco después nos dirigíamos al hospital donde habían ingresado a Harry. La hospitalización no era una buena noticia. Significaba que los médicos decían que Harry estaba listo para morir, y sugerían que lo mejor que podía hacer era colaborar.
Cuando llegamos, Harry no hacía buena cara. Tenía el semblante tan verdoso e inmóvil que pensé que habíamos llegado demasiado tarde. Su prolongada lucha contra la enfermedad le había dejado flaco y demacrado, como si algo lo estuviera devorando por dentro. El respirador que tenía al lado emitió un silbido, un sonido a lo Darth Vader desde una tumba viviente. En sentido estricto, Harry estaba vivo.