El pais de la maravillas (3 page)

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Authors: George Gamow

Tags: #Ciencia, Físíca

BOOK: El pais de la maravillas
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Aquella mañana, el vestíbulo del banco estaba casi vacío, de modo que el señor Tompkins, oculto tras su ventanilla, abrió el apretado manuscrito y trató de avanzar por la maraña impenetrable de fórmulas y complicadas figuras geométricas con las que el profesor intentaba explicar a sus discípulos la teoría de la relatividad. Pero sólo pudo comprender el hecho clave en torno al cual giraba la conferencia entera, a saber: que existe una velocidad máxima, la de la luz, que ningún cuerpo material puede rebasar y que de ello se desprenden consecuencias de lo más inesperadas y extraordinarias. Se afirmaba, sin embargo, que, como la velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo, los efectos relativistas son casi imposibles de discernir en la vida ordinaria. Pero lo más difícil de entender era la naturaleza de tan extraños efectos, y el señor Tompkins tuvo la impresión de que todo aquello contradecía al sentido común. Mientras trataba de imaginar la contracción de las varas de medir y el comportamiento anómalo de los relojes —efectos que eran de esperar a velocidades próximas a la de la luz—, su cabeza se fue inclinando sobre el manuscrito abierto.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró de pie en una esquina de una hermosa ciudad antigua. Sospechó estar soñando pero, para su sorpresa, no sucedía nada de particular a su alrededor: hasta el policía de la esquina opuesta tenía el aspecto que los policías suelen tener. Las manecillas del gran reloj de la torre que estaba al final de la calle señalaban casi mediodía y todo estaba desierto. Sólo un ciclista bajaba lentamente por la calle y, conforme se acercaba, los ojos del señor Tompkins se fueron abriendo desmesuradamente de asombro. Porque tanto la bicicleta como el joven que iba montado en ella aparecían increíblemente aplanados en la dirección del movimiento, como vistos con una lente cilíndrica. El reloj dio las doce y el ciclista, con prisa innegable, empezó a pedalear con más fuerza. Al señor Tompkins no le pareció que ganase mucho en velocidad pero, como premio a aquel esfuerzo, el ciclista se aplanó más todavía y pasó de largo. Parecía exactamente una figura recortada en cartón. El señor Tompkins se sintió de repente muy orgulloso, pues comprendía lo que le pasaba al ciclista: se trataba simplemente de la contracción de los cuerpos en movimiento, cuya descripción acababa de leer.

—Indudablemente, el límite natural de velocidades es inferior en esta región —concluyó—, y por eso aquel policía muestra un aire tan aburrido: no tiene que cuidarse de que nadie corra demasiado.

En efecto, en ese momento pasaba un taxi por la calle y, pese al estrépito que hacía, no avanzaba mucho más velozmente que el ciclista: no pasaba de arrastrarse. El señor Tompkins decidió alcanzar al ciclista, que parecía buena persona, para pedirle más detalles. Cerciorándose de que el policía miraba en otra dirección, se encaramó a una bicicleta que estaba arrimada a la acera y salió dándole a los pedales calle abajo.

Confiaba en aplanarse de inmediato, lo cual le satisfacía mucho, pues su gordura incipiente lo había preocupado en los últimos tiempos. De ahí su sorpresa al advertir que nada le sucedía ni a la bicicleta ni a él. Pero, por otra parte, el cuadro que lo rodeaba cambió completamente. Las calles se acortaron, los escaparates se convirtieron en rendijas angostas y el policía de la esquina resultó el hombre más delgado que había visto en su vida.

—¡Caramba! —exclamó excitado—. ¡Ya veo el truco! Aquí es donde encaja la palabra "relatividad". Todo lo que se mueve en relación a mí, me parece más corto, sin importar quién pedalee.

Era buen ciclista y hacía todo lo posible por alcanzar al joven. Pero no le resultaba nada fácil sacar partido de aquella bicicleta. Ya podía acelerar la rapidez con que pedaleaba: su velocidad casi no aumentaba. Las piernas empezaban a dolerle, pero al pasar junto al farol que había en una esquina vio que no iba mucho más de prisa que al principio. Parecía que todos sus esfuerzos por correr eran inútiles. Comprendió ahora, perfectamente, por qué el ciclista y el coche que acababa de encontrar iban tan despacio, y recordó las palabras del profesor, que decían que era imposible superar la velocidad límite de la luz. Con todo, se dio cuenta de que las manzanas de casas se acortaban algo más, y el ciclista que iba delante de él parecía más próximo. Después de dar un par de vueltas lo alcanzó al fin, y cuando empezó a marchar a su lado lo llenó de asombro ver que era un joven de lo más normal, con aire de deportista.

—¡Ah! —pensó—. Esto se debe a que ahora no nos movemos en relación uno del otro

Y, dirigiéndose al joven, le preguntó:

—¡Perdone, señor! ¿No le resulta engorroso vivir en una ciudad con un límite de velocidad tan bajo?

—¿Límite de velocidad? —preguntó el otro, sorprendido—. Aquí no hay ningún límite de velocidad. Voy adonde quiero, tan de prisa cómo me place. ¡Podría hacerlo, mejor dicho, si tuviera una motocicleta en vez de este artefacto viejo, que no sirve para nada!

—Pues iba usted bien despacio cuando pasó junto a mí hace un momento. Me di perfecta cuenta.

—¿Ah, sí? ¿De modo que se dio perfecta cuenta?, —replicó el joven, evidentemente ofendido—. Lo que parece que no ha notado es que hemos pasado cinco calles desde que usted me dirigió la palabra. ¿No le parece velocidad suficiente?

—Es que las calles se acortan —arguyó el señor Tompkins.

—¿Y qué diferencia hay entre decir que vamos más de prisa o que las calles se acortan? Tengo que pasar diez calles para llegar al correo, y si muevo más rápidamente los pedales, las manzanas se acortan y llego antes. Mire usted, ya estamos —dijo el joven, apeándose de la bicicleta.

El señor Tompkins miró el reloj del correo, que señalaba las doce y media.

—¡Pues bien! —exclamó triunfante—. ¡Sea como quiera, le llevó a usted medía hora recorrer esas diez cuadras! Cuando lo vi pasar eran las doce en punto.

—¿Y usted
notó
esa media hora? —preguntó el otro. El señor Tompkins tuvo que reconocer que sólo le habían parecido unos cuantos minutos. Además, al consultar su reloj de pulsera vio que no marcaba más que las doce y cinco.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Es que el reloj del correo adelanta?

—Naturalmente. O el suyo atrasa: como que viene usted de correr un buen trecho. ¿Qué es, pues, lo que le afana? ¿Es que se ha caído de la Luna? —y luego de decir estas palabras, el joven entró al correo.

Tras esta conversación, el señor Tompkins lamentó de veras no tener a su viejo amigo el profesor, para que le explicase aquellos sucesos, tan extraños para él. Evidentemente, el joven era del lugar y se había acostumbrado a semejante situación antes de aprender a andar. De modo que el señor Tompkins tuvo que resignarse a explorar por su cuenta aquel extraño mundo. Puso en hora su reloj con el del correo y, para cerciorarse de que marchaba bien, esperó diez minutos. Su reloj no atrasó. Siguió su paseo calle adelante hasta que vio una estación de ferrocarril y decidió verificar de nuevo la marcha de su reloj. Comprobó, sorprendido, que había vuelto a atrasar un poco. —Bueno —concluyó—, debe ser otro efecto relativista. Decidió entonces consultar a alguien más inteligente que el joven.

La oportunidad no tardó en presentarse. Un caballero cuarentón bajó del tren y avanzó hacia la salida. Una dama muy anciana salió a su encuentro y, con gran asombro del señor Tompkins, se dirigió a él llamándolo "abuelo querido". Era demasiado para el señor Tompkins. Con el pretexto de ayudar a llevar el equipaje, inició una conversación.

—Perdóneme si me inmiscuyo en sus asuntos familiares —empezó—, pero ¿es usted de veras el abuelo de esta encantadora anciana? Vea usted, soy extranjero, y nunca...

—Ah, ya veo —dijo el caballero, esbozando una sonrisa—. Pienso que me estará usted tomando por el judío errante o algo por el estilo. Pero la cosa no puede ser más sencilla. Mis negocios me obligan a viajar continuamente y, como paso la mayor parte de mi vida en tren, es claro que envejezco más despacio que mis parientes, que viven en la ciudad. ¡Me da tanto gusto volver y encontrar a mi querida nietecita todavía viva! Pero discúlpeme, por favor. Tengo que ayudarla a tomar un taxi.

Y escapó, dejando al señor Tompkins otra vez con sus problemas. Un par de sandwiches del restaurante de la estación fortalecieron un poco su capacidad mental. Hasta pretendió haber dado con la contradicción en el famoso principio de relatividad.

—Es claro —se dijo; mientras sorbía el café—; si todo fuese relativo, el viejo se presentaría a sus parientes como un anciano, y ellos le parecerían muy viejos a él, aunque en realidad todos fuesen bastante jóvenes. Pero lo que estoy diciendo es absurdo: ¡No hay quien tenga bigotes relativos! En vista de lo cual decidió hacer un último intento por averiguar la verdad, y se dirigió a un hombre solitario, con uniforme de ferroviario, que estaba sentado cerca.

—¿Podría hacerme el favor, señor —empezó—, el gran favor de indicarme quién es el culpable de que los pasajeros del tren envejezcan mucho más despacio que las personas que quedan en la ciudad?

—Yo soy el culpable —dijo el hombre, con gran sencillez.

—¡Ah! —exclamó el señor Tompkins—. ¡De modo que ha descubierto usted el elixir de los alquimistas! Usted debe ser famosísimo en el mundo médico. ¿Ocupa usted una cátedra de medicina en esta ciudad?

—No, por cierto —respondió el hombre, enteramente desconcertado—. No soy sino el guardafrenos de este ferrocarril.

—¡El guardafrenos! ¡El guardafrenos ha dicho...! —clamó el señor Tompkins, sintiéndose tambalear—. ¿Quiere decir que usted se limita a poner los frenos cuando el tren llega a la estación?

—Eso es justamente lo que hago: y cada vez que el tren reduce su velocidad, los pasajeros ganan edad en relación con el resto de la gente. Ni qué decir tiene —añadió modestamente— que el maquinista que acelera el tren tiene también algo que ver en el asunto.

—¿Y eso qué tiene que ver con el conservarse joven? —preguntó el señor Tompkins, muy sorprendido.

—Verá usted —dijo el guardafrenos—. Yo no sé exactamente lo que pasa, pero así es. Una vez se lo pregunté a un profesor de la universidad que viajaba en el tren, pero se embarcó en una explicación incomprensible y muy larga, y acabó diciéndome que es lo mismo que los "desplazamientos hacia el rojo", creo que eso dijo, del sol. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de esos desplazamientos hacia el rojo?

—No... —dijo el señor Tompkins, con cierto aire de duda. El guardafrenos se alejó, meneando la cabeza. Un camarero grandulón, de aspecto sombrío, se acercó a la mesa con una cuenta en la mano, y el señor Tompkins empezó a buscar dinero en sus bolsillos. Como no encontró nada, preguntó al oscuro personaje que si podía aceptar un cheque.

—No —ladró el mesero—, lo quiero en efectivo.

—Es que no tengo dinero —explicó el señor Tompkins, empezando a alarmarse.

—¡En efectivo! —grito el otro—. ¡En efectivo!... ¡Haga el favor de cambiarlo! —repitió la voz, irritada.

El señor Tompkins levantó la cabeza de la mesa. Al otro lado no estaba el siniestro camarero, sino su viejo amigo el profesor, que le tendía un cheque.

—¡Oh, me da tanto gusto verlo! —exclamó el señor Tompkins—. Precisamente quería preguntarle si se logra vivir eternamente con sólo pasarse la vida dando vueltas.

—Lo siento, pero no tengo tiempo —dijo el profesor—. ¿Quiere cambiarme este cheque? Tengo prisa en acudir a una cita.

Indudablemente, el anciano profesor era mucho menos amistoso en la vida real que en sueños. El señor Tompkins suspiró y empezó a contarle los billetes.

Cuarto sueño: Mas incertidumbre

[Debido indudablemente a la tercera conferencia.]

Una mañana gris de noviembre, el señor Tompkins dormitaba en su cama cuando cayó en la cuenta de que no estaba solo en la habitación. Mirando con mayor cuidado descubrió que el profesor, su viejo amigo, estaba sentado en el sillón, embebido en el estudio de un mapa desplegado sobre sus rodillas.

—¿Viene usted? —preguntó el profesor, alzando la cabeza.

—¿A dónde? —el señor Tompkins estaba perplejo al encontrar al profesor en su habitación.

—A ver los elefantes y los demás animales de la selva cuántica. Está bien claro. El propietario del billar que visitamos me reveló hace poco el secreto de la procedencia del marfil usado para hacer sus bolas de billar. ¿Ve usted esta región que he marcado con lápiz rojo en el mapa? Parece ser que en ella todos los objetos se hallan sometidos a leyes cuánticas con una constante sumamente elevada. Los indígenas creen que la región está habitada por demonios, así que me temo que nos va a resultar casi imposible conseguir un guía. Pero si va usted a acompañarme, le aconsejo que se levante cuanto antes. El barco sale dentro de una hora, y tenemos que recoger a Sir Richard.

—¿Quién es Sir Richard? —preguntó el señor Tompkins.

—¿Es que nunca ha oído hablar de él? —el profesor parecía sorprendido—. Es un famoso cazador de tigres, y se decidió a venir con nosotros en cuanto le prometí una cacería interesante.

Llegaron al muelle a tiempo de ver cómo subían al barco una porción de cajas alargadas que contenían los rifles de Sir Richard y las balas especiales, hechas de plomo extraído por el profesor de unas minas próximas a la selva cuántica. Estaba el señor Tompkins ordenando el equipaje en el camarote cuando la monótona vibración del barco indicó que había zarpado. La jornada por mar no tuvo nada de notable, y el señor Tompkins no sintió pasar el tiempo hasta que llegaron a una fascinante ciudad oriental, el paraje poblado más próximo a las misteriosas regiones cuánticas.

—Ahora —indicó el profesor— debemos comprar un elefante para nuestro viaje tierra adentro. Como me parece que ningún nativo querrá acompañarnos, tendremos que conducir nosotros mismos el elefante, y de eso, querido señor Tompkins, tendrá que encargarse usted. Yo estaré demasiado ocupado con mis observaciones científicas y Sir Richard manejará las armas de fuego.

El señor Tompkins se sintió desdichado al llegar al mercado de elefantes, en las afueras de la ciudad, y ver los enormes animales, a uno de los cuales debería conducir. Sir Richard, que entendía mucho de elefantes, escogió un animal de espléndido aspecto y preguntó el precio al propietario.

—Hrup hanweck, o hobot hum. Hagori ho, haraham oh Hohohohi —dijo el nativo, mostrando sus dientes relucientes.

—Quiere muchísimo dinero —tradujo Sir Richard—, pero dice que es un elefante de la selva cuántica: por eso resulta ser tan caro. ¿Lo compramos?

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