—En primer lugar, no tengo padres que puedan castigarme, pero si vivieran, estarían locos de alegría por tener un nietito. Con seguridad que mamá no se habría arrojado al mar si lo hubiera visto.
—¡De modo que tu madre se mató!
El hombre se puso de pie y se le dilataron los ojos como si hubiera hecho un gran descubrimiento.
—Y es de imaginarse que tu padre era un asesino, ¿no es así?
—Sólo mató a un hombre.
El misionero se golpeó las manos y miró al techo.
—Tu padre un asesino y tu madre una suicida. Era inevitable que generaran a una mentirosa perversa. No por nada dice el Buen Libro: Un árbol podrido no puede dar buenos frutos. Tú no eres la única responsable de tu maldad, pobre muchacha.
Comenzó a pasearse arriba y abajo por la estancia, presa de gran agitación: aquella era un alma que valía la pena salvar.
—Por ellos, Ivalú, no podemos hacer ya nada. Pero estamos aún a tiempo para salvarte a ti.
El hombre se plantó frente a la muchacha.
—Puedo ponerte en el buen camino, pero luego has de ser tú quien dé los pasos.
—No quiero otra cosa. Pero, ¿crees verdaderamente que mis padres están eternamente condenados? —preguntó preocupada—, Kohartok, tu predecesor, no me parecía de la misma opinión.
—¡Te ruego que no hables de mi predecesor y que no te pongas impertinente! ¿Qué te crees? —entreveía la aurora de una nueva victoria—. ¿Puedes dudar acaso de que se estén quemando en el fuego por sus pecados y que tú te les reunirás si no te apresuras a hacer penitencia?
—Yo quiero reunirme con ellos de cualquier manera y cualquiera sea el lugar en que se encuentren —dijo con firmeza Ivalú.
El misionero se quedó desconcertado, pero se recobró en seguida.
—Si deseas reconciliarte con Dios, Él podría escuchar tus oraciones y tener misericordia de sus almas, así como de la tuya. Pero, ante todo, tienes que decir la verdad. ¿Inventaste esta fábula tal vez porque temías que nadie quisiera casarte contigo sabiéndote madre? ¡Responde!
Ivalú frunció el ceño. No conseguía comprender adonde quería llegar aquel hombre.
—Muchos hombres se casarían gustosamente con una muchacha y estarían especialmente contentos de hacerlo con una que ya les lleva un hijo varón, con lo que se ahorra tiempo y fatigas. ¿No lo sabes, acaso?
—Escucha —dijo el misionero, esforzándose por permanecer tranquilo—. Todo nacimiento se debe a la voluntad de Dios, pero tú no puedes pretender que fue Él mismo quien te hizo el hijo. Esta es una blasfemia horrenda. Dios no anda haciendo hijos por el mundo.
—
¿Entonces, no tienes fe?
—la voz de Ivalú expresaba la mayor incredulidad—. ¿Dudas de la Buena Nueva?
—¡De lo que yo dudo es de
tú
nueva! —gritó el misionero volviendo a perder la paciencia—. Has comprobado que la mentira te era muy conveniente, viendo las ofrendas que se acumulaban y toda la gente que venía a adorarte. ¡Pero estás cometiendo un grave pecado y tendrás el castigo que te mereces!
—Debes de ser un gran sabio —dijo Ivalú reverentemente— porque no consigo comprender una sola palabra de todo cuanto dices.
—Quiero decir que no tenías ningún derecho para instruir a los demás ni para celebrar las ceremonias religiosas.
—¡Pero si Kohartok me lo permitió!
—¡Y yo te lo prohíbo! Las conversiones y los bautismos que celebraste son un sacrilegio y tienen el mismo valor que una blasfemia.
—Todo esto me deja confusa. ¿Quiere decir entonces que mi hijo Pupililuk no es un cristiano?
—¡Desde luego que no lo es! Escucha Ivalú: una gran organización me ha hecho emprender este viaje expresamente para que te persuada de que es necesario que digas la verdad. No serás castigada, pero debes decir el nombre del padre de tu criatura y, si logramos encontrarlo, lo obligaremos a que se case regularmente contigo; entonces pronto se olvidará toda esta ridícula historia.
—¿Cómo puedes creer que le sea posible olvidarla alguna vez a una muchacha?
—Eres joven, te recobrarás. Y si temes que las mujeres se burlen de ti por tu deshonor, te llevaré a un lugar donde nadie te conozca.
—¿Por qué tendrían que burlarse de mí las mujeres? ¿Y por qué es un deshonor tener un hijo? Tú mismo dijiste que era la voluntad de Dios.
El misionero avanzó hacia Ivalú con pasos rápidos y rostro amenazador; la muchacha retrocedió aterrada.
—Escucha bien, muchacha. Tal vez en tu ignorancia no te hayas dado cuenta de la gravedad de tu mentira. Pero ahora quiero una respuesta clara a esta pregunta: ¿Con quién consumaste tu pecado?
Los ojos de Ivalú se llenaron de lágrimas. Aquel hombre la aterrorizaba; parecía un poseído y decía cosas incomprensibles. Probablemente estaba loco; probablemente un glotón había mordido a su madre mientras lo llevaba en las entrañas. Ivalú quería sentir a Pupililuk entre los brazos, un poco para protegerlo, y un poco para sentirse ella misma protegida. Aflojó las correas que le ceñían el pecho, extendió hacia atrás una mano, extrajo al pequeño pagano de la funda y lo estrechó contra su pecho.
Lo estrechó con tanta fuerza que Pupililuk comenzó a llorar. Entonces Ivalú sacó de la chaqueta uno de sus túrgidos senos, de azules venas que convergían en el negro pezón.
—¡No debes hacer eso! —tronó el misionero, golpeando con el pie en el suelo y poniéndose morado de rabia.
—Tiene hambre...
—¡Pero no tienes que hacerlo en presencia de los demás!
Mortificada y confusa, se cubrió el seno, mientras el niño, sintiéndose defraudado, gritaba a voz en cuello.
—Ahora vete, Ivalú, y no vuelvas a poner el pie en esta casa hasta que no te aconsejes mejor.
Nunca nadie se había precipitado de tanta altura a tan profundo abismo como Ivalú en una breve trayectoria del sol.
El nuevo misionero convocó a todos los habitantes indígenas. No le interesaba la tripulación del barco; pronunció su sermón exclusivamente en lengua esquimal, puesto que no se había llegado hasta allí para salvar hombres blancos, quienes probablemente no tenían necesidad de redención, sino que se aseguró de que todos los indígenas estuvieran presentes, envió mensajeros para que sacaran de sus sacos a los dormilones, para que llamaran a los traficantes, a los cazadores y a los pescadores; y todos estuvieron presentes menos Ivalú, que se había refugiado en la casa de Siorakidsok.
Como antes de dar comienzo al sermón lo vieron escribir algo en un libro y como los nombres de los hombres blancos no son para los esquimales sino gruñidos impronunciables, los indígenas dieron al misionero el nombre de Titerarti, o sea,
El que escribe.
Y he aquí lo que oyeron de boca de
El que escribe
en la estancia de la Misión:
—Viajé por lejanas tierras y conocí en mi vida muchos pecadores, pero nunca vi que se ofendiera a Dios tan gravemente como en esta comunidad. Una mujer sola y sin marido no sólo pecó del modo ordinario, sino que por añadidura recurrió al más extraordinario sacrilegio para justificar el fruto de su culpa. Es posible que Dios, en su misericordia infinita, perdone la blasfemia y el pecado; pero esa mujer se niega a reconocer su yerro y rehúsa arrepentirse. ¡Mas, no debe conducir a otros a la perdición! Tal vez muchos de vosotros os hallabais ya cerca de salvaros, cuando sucumbisteis a su maligno hechizo. Vuestra simplicidad no puede competir con la astucia de una mujer ambiciosa e infame. Por eso tenéis que aceptar la palabra de quien ha venido ex profeso para iluminaros. Esa mujer es una impostora y los que la secundan en su engaño son idólatras, condenados al infierno, lo mismo que aquellos que creen en las mentiras de los curanderos. Apartaos pues de su compañía y seguid el consejo .del Buen Libro:
Si tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo lejos de ti; es mejor que se pierda un solo miembro y no que el cuerpo entero sea arrojado al Gehena del fuego. Amén.
—Amén —hizo eco la congregación, pasmada.
—Siempre sospeché que era una mentirosa —confesó Krulí en seguida al círculo íntimo de sus amigas, sin perder tiempo en preguntar si también en aquella ocasión se distribuirían golosinas—. Desde el principio pensé que en aquella preñez había algo que sabía a pecado.
—Debe de haberse unido con algún extranjero fuera de la aldea, y lo habrá mantenido alejado, o bien lo habrá matado, para ganar honor y gloria con esa patraña del parto milagroso —dijo Neghé, que albergaba un resentimiento latente por haber tenido que ceder a Ivalú el puesto de primera mujer de la aldea.
—Quizás se haya acoplado con un oso —sugirió Tippo en voz baja—. La gente del norte hace las cosas más extrañas. Mi madre contaba que las mujeres septentrionales acostumbran acoplarse con osos y morsas.
—¡Ustedes no son más que unas viejas envidiosas! —intervino con ira Torngek.
—¿No oíste lo que dijo el misionero? —preguntó en el mismo tono su hermana Neghé.
—No debes creer todo lo que diga un misionero —replicó Torngek, liberal.
—¿A quién debemos creer entonces? —preguntó Krulí—. La sabiduría del misionero proviene directamente de Dios. Por cierto que una madre no permitirá que Viví siga frecuentando a Ivalú.
—No sé si la sabiduría proviene de Dios, pero sé con seguridad que el hijo de Ivalú proviene de Él.
—¡La que sale de tu boca es la voz del diablo, Torngek! —replicó a gritos Tippo, elevando así el tono confidencial de la discusión—. ¡Estás llena de pecados, pues tienes dos maridos, y en ti no puede haber lugar para Dios, perversa pecadora!
Torngek reaccionó golpeando a Tippo en el vientre y la vieja cayó al suelo gimiendo como una foca apaleada. El alboroto hizo que acudiera Titerarti.
—¿Qué ocurre?
—Mi hermana está poseída por el demonio.
—Sí, sí —confirmó Krulí—. Torngek está llena de pecados y a favor de Ivalú.
—¡Ya ven! —exclamó Titerarti triunfante—. ¡Ya ven lo que ocurre cuando permiten que el diablo se detenga entre ustedes! ¡Palabras impías, violencia y una pobre vieja maltratada! ¡Tengo la intención de traer la paz a esta comunidad, pero si no expulsan a Satán, la ira de Dios caerá sobre la aldea! ¡Y Dios puede ser terrible en su ira!
También Titerarti se manifestaba terrible en su ira, con esos ojos que le relampagueaban en el rostro largo y sombrío.
¡Tu presencia deshonra nuestra casa y traerá desgracias a nuestra aldea!
Con estas palabras Neghé atacó a Ivalú a la que encontró en su casa, al volver de la Misión.
—¿De qué se trata? —gritó Siorakidsok—. Ivalú no hace sino llorar desde que entró y no es posible arrancarle una sola palabra.
Como el nuevo misionero lo había ignorado al desembarcar y luego ni siquiera había pedido hablar con él, Siorakidsok, por vía de represalia, no había asistido al sermón, de manera que nadie había tenido tiempo de explicarle las razones de todo aquel trastorno.
—Titerarti nos ha dado a entender que nos negará los servicios religiosos si frecuentamos a Ivalú. No nos casará delante de Dios cuando vuelvan nuestros hombres, no bautizará a nuestros hijos ni nos dará té y dulces.
—¿Qué no nos dará té y dulces? —gritó Siorakidsok escandalizado.
Neghé apuntó con un dedo a Ivalú y dijo:
—¡No, porque ésta pecó de modo horrendo al mentir acerca de su preñez! El mar se vaciará de peces, la tierra se hará desierta y los niños morirán si ésta continúa contaminándonos con su presencia. ¡Dios puede ser terrible en su ira!
—En ese caso —dijo Ivalú con tono cansado, mientras se levantaba del lecho con la cara hinchada y los ojos enrojecidos— alguien se marchará de aquí.
—¿Adonde vas? —gritó Siorakidsok, como si ella, y no él, estuviera afectada de sordera.
—A construirme una casa, para estar alejada de los que temen llenarse de desgracias por mi presencia.
—¡Es una excelente ideal —dijo Siorakidsok, después de haberse hecho repetir muchas veces lo que Ivalú había dicho—. Pero, ¿quién vestirá y alimentará a tu cachorro y a ti?
Ivalú no pudo menos que sonreír al comprobar tanta ingenuidad.
—Dios, como siempre. El niño es suyo y Él no le hará, por cierto, sufrir ni frío ni hambre.
—¿Qué dijiste? —preguntó Siorakidsok.
—Que Dios proveerá a su hijo —le gritó Ivalú en un oído, mientras Neghé aullaba en el otro:
—¡Es una pecadora! ¡Lo dijo Titerarti! Cómo se permite pronunciar todavía el nombre de Dios?
—¡Cállate, Neghé! ¿Qué pecado cometiste, Ivalú? ¡Confiésalo!
—Con seguridad habré pecado porque de no ser así, Dios no me castigaría haciendo que un misionero no me preste fe; sería muy dichosa si pudiera confesar cualquier pecado, para evitar sufrimientos a la aldea, pero antes quisiera saber cómo, cuándo y dónde pequé.
—Un curandero está pronto a creer que en tu infinita ignorancia hayas infringido algún tabú sin saberlo. Cada región tiene sus propios tabúes y tú no conoces todos los de nuestra región ni tampoco todos los tabúes de los hombres blancos.
—Y entonces, ¿qué debo hacer?
—Un curandero deberá emprender otro viaje a la luna —dijo Siorakidsok con aire resignado —. No existe otro medio de saber cuál sea tu culpa.
—¡Se terminaron tus viajes a la luna! —intervino Neghé—. Titerarti ya nos ha dado a entender que no debemos ayudar a un curandero si queremos gozar del beneficio de sus servicios religiosos, de manera que ya nadie te preparará ofrendas para tus viajes. Y alguien piensa que esto es un gran bien, porque el Espíritu de la Luna estuvo comiendo un poco demasiado en los últimos tiempos.
—¡Sal de aquí, Neghé, vieja decrépita! —gritó Siorakidsok enconado—. Alguien quiere hablar a solas con Ivalú.
Neghé se marchó de mala gana. Entonces Siorakidsok se inclinó hacia adelante y dijo a Ivalú:
—Si es cierto que ya no podré ir a la luna, ¿cómo se podrá descubrir cuál sea tu pecado y poner las cosas en su lugar? Pero tal vez tú logres encontrar personas que me ayuden a partir a escondidas.
—¿No has oído? Nadie quiere ayudarme —gritó Ivalú.
—¿Por qué no hablas en voz alta, tontita? ¿No ves que nadie puede oírnos?
—No puedo contar con los otros, ni siquiera con Viví —se desgañitó Ivalú en el oído del curandero—. Además no quiero contrariar los deseos de Titerarti, que representa a Dios.
—En ese caso, será mejor para todos que te vayas. Un curandero reconoce como pecado sólo aquello que daña a la comunidad y por el momento veo tres pecadores principales en esta aldea: Titerarti, tú y tu hijo. Tú y Titerarti porque siembran la discordia, y tu hijo porque es la causa de ella. Y puesto que por ahora no tengo el poder de alejar a Titerarti, porque una aldea ingrata parece querer abandonar a su curandero e ignorar sus consejos, eres tú quien debe alejarse con tu hijo.