El país de uno (40 page)

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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

BOOK: El país de uno
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Hoy la Corte no está cumpliendo cabalmente con su papel. Hoy lo hace a medias, porque no lo entiende. Porque más de la mitad de sus miembros todavía cree que su función es simplemente apagar incendios y prevenirlos. Asegurar la paz social y promoverla. Anteponer la ley a la democracia. Decir que sólo los partidos pueden emprender juicios de inconstitucionalidad. Sugerir que la equidad jurídica importa más que las garantías individuales. Decir que las leyes electorales sólo son coto del Congreso y sus minorías. Sugerir que los derechos de los partidos valen más que los derechos político-electorales de la población. Cerrar los ojos frente a la democracia distorsionada que México padece y sus ciudadanos pagan.

En el viaje de la consolidación democrática, la Suprema Corte no debe conformarse con el papel de
free rider
. Con el papel de pasajero que viaja gratis y sin costos. Con el papel de turista que mira por la ventana pero no se imagina un país distinto. A la Suprema Corte le corresponde un recorrido más amplio; una trayectoria que abarque las condiciones necesarias para que los mexicanos vivan mejor y se gobiernen mejor. A los ministros les toca un viaje cotidiano por la Constitución que la haga justa, ética, democrática.

Y por ello, la Suprema Corte necesita recorrer las cortinillas del tren y ver con claridad hacia dónde va y cómo.

Necesita comprender que México es una democracia electoral pero no es una democracia constitucional. Necesita saber que hoy el sistema político protege las libertades políticas pero no asegura las garantías individuales. Necesita aprender que la democracia debe ser una medalla de honor basada en derechos y no una categoría descriptiva basada en elecciones y partidos que las controlan. Necesita entender que le corresponde pronunciarse en torno a las grandes metas y no sólo en torno a los pequeños procedimientos. Porque si no lo hace, seguirá postergando el arribo a una democracia plena. Seguirá montada sobre un tren lejano que siempre llega tarde.

O seguirá propinando golpes. “Golpes como del odio de Dios”, escribía César Vallejo. Golpes como los que seis ministros de la Suprema Corte le dieron al país en el caso de Mario Marín. Heridas como la que el máximo tribunal se infligió a sí mismo al declarar que las violaciones a las garantías individuales de Lydia Cacho fueron inexistentes o poco graves. Al sugerir que la última instancia a la que un ciudadano puede recurrir no funciona para él o para ella. Al transformar el sufrimiento de niños y niñas víctimas de la pederastia en una anécdota más. Al convertir su veredicto en confabulario de gobiernos corruptos, empresarios inmorales, criminales organizados.

Y así como un agente judicial le dijo a Lydia Cacho durante su “secuestro legal”: “Qué derechos ni qué chingados”, la Suprema Corte —en ese caso— le dijo lo mismo a los habitantes del país. Ustedes y yo, desamparados por quienes deberían proteger nuestros derechos, pero han decidido que no les corresponde velar por ellos.

Al votar como lo hizo, la mayoría de los ministros le dio una estocada a la Corte de la que tomará años en recuperarse, si es que alguna vez logra hacerlo. Porque su resolución ocupa un lugar deshonroso en la historia constitucional de México, similar al que tiene el caso Dred Scott en la historia constitucional de Estados Unidos. Un caso histórico en el que la Corte intentó imponer una solución judicial a un problema político.

Ese caso del año 1856 en el cual declaró —también “conforme a derecho”— que la esclavitud tenía fundamento legal y que como Dred Scott era un esclavo, carecía de derechos y la Corte no tenía jurisdicción para intervenir en su favor. Un caso que hasta el día de hoy se considera una mancha imborrable, una vergüenza compartida, una herida auto infligida.

Sablazo similar a la que producen los seis magistrados que siempre se vanaglorian de empatía y sensibilidad, pero en sus argumentos públicos en cuanto a Lydia Cacho, no lo demostraron.

Ingenuos o cínicos cuando sugirieron que su resolución no derivaba en impunidad y que “otras instituciones” podrían investigar el caso, a sabiendas de que llegó a sus recintos precisamente porque eso jamás iba a ocurrir.

Contradictorios o deshonestos cuando desecharon el caso argumentando que la grabación telefónica entre Kamel Nacif y Mario Marín no tenía valor probatorio alguna, e ignoraron la investigación exhaustiva de 1251 páginas que confirmaba su contenido. Insensibles o autistas cuando optaron por descartar los 377 expedientes relacionados con delitos sexuales cometidos contra menores. Cómplices involuntarios o activos cuando afirmaron actuar en función del “interés superior” y éste resultó coincidir con los intereses del gobernador y sus amigos. Representantes del peor tipo de paternalismo cuando declararon —en un comunicado lamentable— que sus sofisticadas decisiones no resultarían de “fácil comprensión” para grupos muy numerosos de la sociedad.

Seis magistrados destruyeron la magnífica ilusión —alimentada por su actuación ante la ley Televisa— de que la Corte opera en un plano moral superior a la mayoría de los mexicanos y se aboca a defenderlos. Cómo creer que pusieron “lo mejor de sí mismos para servir correctamente al país” si allí estuvieron las carcajadas del ministro Ortiz Mayagoitia. Las descalificaciones del ministro Aguirre. Los vaivenes argumentativos de Olga Sánchez Cordero. La relativización de la tortura avalada por Mariano Azuela porque el caso de Lydia Cacho no fue “excepcional” o “extraordinario”.

El consenso de todos ellos en cuanto a que quizá hubo violaciones pero fueron menores, no graves, resarcibles, quizá indebidas pero no meritorias de la atención de la Corte. O como lo preguntó en su momento el ministro Aguirre: “Si a miles de personas las torturan en este país. ¿De qué se queja la señora? ¿Qué la hace diferente o más importante para distraer a la Corte en un caso individual?”.

Quizá sólo quede demostrada alguna vez la violación de garantías individuales en México cuando a la esposa de algún ministro la trasladen sin el debido proceso durante 23 horas de un estado a otro. Cuando a la madre de algún juez le digan que sólo le darán de comer si le hace sexo oral a los agentes judiciales que la han secuestrado. Cuando a la hermana de algún magistrado importante le metan una pistola a la boca y le susurren al oído: “Tan buena y tan pendeja; pa’ que te metes con el jefe… va a acabar contigo.” Cuando a la hija de algún abogado le cobren una fianza excesiva para dejarla salir de la cárcel o amenacen con violarla allí o la sometan a entrevistas intimidatorias o un gobernador le de un buen “coscorrón”.

Y más aún, cuando a la nuera de algún político le digan sus torturadores: “Ten tu medicina aquí… un jarabito, ¿quieres?”, mientras se soban los genitales. Cuando a la nieta de alguna procuradora la viole un pederasta protegido por un “Estado de Derecho” puesto al servicio de los poderosos que casi siempre ganan. Cuando alguno de ellos —lamentablemente— sea víctima de un sistema judicial podrido y no antes. Sólo así.

Y bueno, la Suprema Corte se pegó a sí misma, pero el peor golpe se lo dio al país al demostrar cuán lejos está de ser un garante agresivo e independiente de los derechos constitucionales. Cuán lejos se encuentra de entender el maltrato sistemático de millones de mexicanos vejados por el sistema judicial y aplastados por las alianzas inconfesables del sistema político. Así como Kamel Nacif llamó “pinche vieja” a Lydia Cacho, la mayoría de la Suprema Corte llamó “pinches ciudadanos” a ustedes y a mi. Mandó el mensaje de que no la molestemos con asuntos tan poco importantes como la defensa de las garantías individuales, porque está demasiado ocupada validando los intereses de empresarios poderosos y sus aliados en otras ramas del gobierno.

Quizá por ello en el libro
Crónica de una infamia
, Lydia Cacho escribió: “Mi país me da pena. Lloro por mí y por quienes tienen poder para cambiarlo pero eligen perpetuar el
statu quo
.” Y lloramos contigo Lydia —nuestra Lydia— pero rehusamos rendirnos aunque seis magistrados de la Corte lo hayan hecho.

Porque sin duda tienes razón: México es más que un puñado de gobernantes corruptos, de empresarios inmorales, de criminales organizados, de jueces autistas. México es el país de quienes luchan terca e incansablemente por devolverle un pedacito de su dignidad. Y aunque la Corte rehúse asumir el papel que le corresponde ante esta causa común, hay muchos ciudadanos que comparten la convicción —con el ministro Juan Silva Meza— de que “en un Estado constitucional y democrático, la impunidad no tiene cabida”.

Pero la Suprema Corte le da vida y cabida a la impunidad cuando se comporta como nuestro Cerbero mexicano. Esa figura de la mitología griega, ese perro de tres cabezas parado en la puerta del infierno. El guardián del Hades encarnado por una mayoría de ministros asegurando que no habrá escapatoria jamás, jamás. Al hablar y votar, también como lo hicieron ocho de ellos en el caso de la Guardería
ABC
, dijeron que no será posible salir del país donde todo pasa y no pasa nada. Donde nunca hay “responsables” sino tan sólo “involucrados” y de rango menor. Donde importó más apaciguar el enojo del presidente Calderón con el histórico dictamen del ministro Arturo Zaldívar, que el reconocimiento de las verdades incómodas que revela. Donde los “involucrados” de alto nivel alegaron que no se les concedió audiencia cuando tuvieron acceso privilegiado a los ministros, y pudieron hacer un cabildeo personal tan exitoso que los exoneró.

Entierro de las víctimas de la Guardería
ABC
.

Nuestro Cerbero nacional, un vigilante leal de las compuertas que impiden a los mexicanos el éxodo del inframundo. Un lugar en el cual la población se ha acostumbrado a la impunidad y no tiene más recurso que la indignación personal. Un lugar en el cual se obliga a los padres de 49 niños muertos a rogar por la intervención del Máximo Tribunal dado que los ministerios públicos no investigan crímenes, las procuradurías no procuran justicia, los funcionarios no renuncian, las instituciones no cumplen. Y llegan allí, el pecho cubierto con las fotografías de los hijos que depositaron al cuidado del
IMSS
—cuyo escudo es un águila que protege a una madre que protege a un hijo— y nunca más volvieron a abrazar. A acariciar. A mecer entre sus brazos como todavía lo pueden hacer Juan Molinar y Daniel Karam y Eduardo Bours con los suyos.

Cerbero, el hermano de la Quimera, de la pendencia. Con una cabeza que —según los textos clásicos— representa el pasado. Aquella era en la que los ministros de la Suprema Corte se comportaban como comparsas del Poder Ejecutivo y seguían sus instrucciones. Aquella era en la que no importaba ignorar, mancillar y burlarse de la Constitución o ponerla al servicio de la protección política. Aquella era en la cual, en aras de “defender” a las instituciones del Estado mexicano, se ignoraba cuando fallaban y se olvidaba a quienes padecían los costos, que casi siempre eran los desposeídos. Aquella era la que considerábamos superada y vemos revivir con ministros temerosos o inconsistentes o presionados o escurridizos.

Con argumentaciones —en tono reiteradamente socarrón— como las del ministro Aguirre Anguiano quien sólo reconoció “algunas negligencias”, e ignoró las implicaciones probabilísticas del muestreo realizado por la Comisión Investigadora. O las del ministro Sergio Valls quien aseguró que “no es problema del
IMSS
el de la supervisión” por la instalación de un gasolinera cerca de la guardería, y con ello se lava —y les lava— las manos a los “involucrados”. O las del ministro Luis María Aguilar Morales sugiriendo que no hay una buena ley que regule las guarderías, pero a la vez rechazó que exista un desorden generalizado por ello. O las de Margarita Luna Ramos que dijo “probablemente sí se diera el desorden” pero no se atrevió a votar para acreditarlo. O las de Fernando Franco quien afirmó que hay “irregularidades de diferente grado y hay algunas que no afectan la seguridad”, con lo cual aceptó que se viola la ley un poquito. O las de Guillermo Ortiz Mayagoitia quien —increíblemente— usó como pruebas para acreditar su posición, los “comentarios de la gente” y con ello constató que el sistema de guarderías subrogadas del
IMSS
“es satisfactorio”, cuando la investigación auspiciada por la propia Corte evidenció lo contrario.

Y sin duda todos ellos se sienten orgullosos por la defensa que hicieron del honor del
IMSS
, sin comprender que en este caso no se denostaba a la institución como tal sino a los funcionarios omisos o incompetentes; se trataba —como lo subrayó con razón el ministro Zaldívar— de proteger al
IMSS
de los malos servidores públicos. Los ministros de la mayoría se escudaron en la facultad de investigación maltrecha y mal diseñada que les otorga el Artículo 97 de la Constitución. Dijeron que hicieron todo lo posible, dadas sus limitaciones. Incluso insistieron en que les quitaran esa facultad para así evitar la incomodidad que entraña asumir posiciones controvertidas y defenderlas. Pero el dictamen singular del ministro Zaldívar les ofrecía una puerta de escape, una ruta con la cual ayudar a los mexicanos a salir del infierno de la impunidad garantizada. Él ofrecía otra cara para el Cerbero cómplice de las cosas tal y como son. Él ofrecía la cara del futuro para la Suprema Corte, la faz de lo que podía ser.

La Suprema Corte que México merece, capaz de perderle el miedo a las palabras. Capaz de mirar a ese otro México en el que ellos no viven, habitado por personas sin poder —como los padres de la Guardería
ABC
— cuyos derechos tienen la obligación de proteger. Capaz de pronunciar la palabra “impunidad”, la palabra “responsable”, la palabra “omisión”, la palabra “violación”. Capaz de exigir una modificación constitucional para que las investigaciones que lleva a cabo sí tengan efectos jurídicos. Porque si no lo hacen y continúan escondiéndose detrás de la ambiguedad, los tecnicismos, y las visiones estrechas, los ministros que votaron una y otra vez en contra del dictamen tan sólo darán validez a lo que su colega Arturo Zaldívar reprochó: si el segundo párrafo del Artículo 97 no sirve para fincar responsabilidades, pues “realmente no sirve para nada”.

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