Robin Hood, el proscrito

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Alan Dale, el joven protagonista de esta novela se ve abocado a un futuro incierto cuando es descubierto robando y, sabedor de la dureza de la justicia, no le queda otra alternativa que huir al bosque de Sherwood, donde entra en contacto con una banda de forajidos cuyo cabecilla, Robin Hood, impone su propia ley: roba a los ricos y protege a los pobres; sin embargo, su protección tiene un precio. Un precio que no se paga con dinero, sino con sangre. Los delatores son mutilados, los traidores condenados a muerte. Nadie escapa a la justicia del temido Robin Hood.

Con un más que notable pulso narrativo, Angus Donald irrumpe en el género de la novela histórica con una versión realmente nueva de la figura legendaria de Robin Hood. Duro e implacable, salvaje y vengativo, es muy probable que el suyo sea un personaje mucho más cercano al hombre verdadero que el edulcorado mito tradicional.

Angus Donald

Robin Hood, el proscrito

Robin Hood - 1

ePUB v1.0

Crubiera
25.04.13

Título original:
Outlaw

Angus Donald, 2009.

Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea

Diseño portada: Larry Rostant

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

A mi encantadora esposa Mary
que todo lo hace posible.

Capítulo I

C
ae una llovizna fina y destemplada en el huerto frente a mi ventana, pero doy gracias a Dios por ella. En estos tiempos de penuria, me basta poder contar con un fuego en mi habitación, un fuego pequeño para calentarme los huesos mientras garabateo estas líneas a la luz gris de un día frío de noviembre. Mi nuera Marie, que es quien gobierna la casa, escatima la leña. La casa es mía, y bastaría para asegurarnos una vida decente, sin lujos, de contar con uno o dos hombres jóvenes para trabajar la tierra. Pero desde que mi hijo Rob murió el año pasado de un flujo de sangre, me he dejado vencer por un cansancio que me ha ido robando las energías. Todavía me siento sano y fuerte, a Dios gracias, pero cada mañana me cuesta más levantarme de la cama y afanarme en las tareas cotidianas. Y desde la muerte de Rob, Marie se ha vuelto silenciosa, amargada y tacaña. Así que ha decidido no encender la chimenea en las habitaciones durante el día, a menos que llueva; no comer carne más que un día a la semana; y rezar diariamente por su alma, de día y de noche. En el estado melancólico en que me encuentro, me falta voluntad para contradecirla.

Los domingos, Marie no despega los labios y se limita a rezar sentada mientras medita sobre los sufrimientos de Nuestro Señor en la enorme sala helada, y entonces yo me desperezo y me llevo a mi nieto de mi mismo nombre, Alan, a recorrer los bosques hasta el límite de mis tierras. Él juega a ser un proscrito y yo le canto canciones y le cuento historias de mi juventud, de mis días despreocupados al margen de la ley, cuando no temía a ningún hombre del rey, ni sheriff ni guardabosques, y hacía lo que me placía, tomaba lo que deseaba y no seguía más ley que la de mi señor proscrito: Robert Odo, señor de Sherwood.

Ahora, con casi sesenta años, siento el frío, y también la humedad, más que en ningún momento de mi juventud; y mis viejas heridas me molestan durante todo el invierno. Mientras contemplo la llovizna gris que resbala por el tronco de mis frutales, me ciño con más fuerza mi gabán forrado de piel para resguardarme de las corrientes y dejo que mi mano izquierda ascienda bajo la manga y recorra los músculos nudosos de un hombre acostumbrado a manejar la espada, hasta palpar una cicatriz larga y profunda en el antebrazo derecho. Y mientras acaricio ese surco suave e irregular, recuerdo la terrible batalla que me dejó esa señal.

Yo estaba tendido boca arriba en un lodazal de sangre y tierra pisoteada, cegado a medias por el sudor y por mi casco, que había caído hacia adelante debido a un golpe, y mi espada apuntaba al cielo en un desesperado gesto defensivo, mientras yo jadeaba sin resuello en el suelo. Encima de mí, aquel hombre enorme vestido con una cota de malla gris me dio un tajo en el brazo derecho. El tiempo casi se detuvo, pude ver la lenta trayectoria curva en el aire de su espada, pude ver la ira que le desfiguraba el rostro, sentí la mordedura del metal al atravesar la protección de mi manga y penetrar en la carne de mi antebrazo, y entonces, surgiendo de la nada, apareció la espada de Robin para detener el golpe, casi demasiado tarde, pero a tiempo para impedir un corte más profundo.

Luego, recuerdo cómo Robin vendó la herida con sus manos, sucio y sudoroso, con la cara ensangrentada por una herida en el pómulo, y me miró con una sonrisa mientras yo me retorcía de dolor. Dijo, y recordaré sus palabras hasta mi muerte:

—Parece que Dios está empeñado en quitarte esta mano, Alan. Pero se la he negado tres veces…, y no se la llevará mientras me queden fuerzas.

Fue mi mano derecha, la de la pluma, la que salvó, y con esa mano me dispongo a pagar la deuda que tengo con él. Con este instrumento, si Dios quiere, voy a escribir su historia y la mía. Así, declararé ante el mundo la verdad sobre el malvado proscrito y jefe de ladrones, el asesino, el mutilador, el tierno amante y el conde victorioso y el general de un ejército y, en último término, el gran señor que llevó al rey de Inglaterra a una mesa en Runnymede y le obligó a someterse a la voluntad de las gentes del país; la historia de un hombre al que yo conocí sencillamente con el nombre de Robin Hood.

♦ ♦ ♦

Cuando venía Robin, todo el pueblo se enteraba. Desde la muerte del señor del castillo el invierno anterior, reinaba en la aldea una atmósfera de fiesta casi perpetua: no había autoridad para forzar a los campesinos a trabajar las tierras señoriales, y después de atender a sus propios pegujales, aún les quedaba algo de tiempo para sí mismos. La taberna estaba repleta día y noche, y en sus paredes resonaban los ecos de las hazañas, las aventuras y las atrocidades de Robin. Pero había poco de verdad en esas charlas, y menos aún novedades: la única era que iba a venir a la caída de la noche y atendería a cualquiera que tuviera asuntos con él en la iglesia, donde había instalado su corte.

Yo me encontraba por encima de todos esos rumores y secretos, literalmente, porque me había escondido en el henar situado encima del establo de la casa medio en ruinas de mi madre, en un hueco que me había hecho en medio del heno. Tenía trece años, un doloroso chichón del tamaño de una nuez en la frente, una nariz sangrante, un corte de feo aspecto me cruzaba la mejilla, y trataba de superar el terror que había pasado con grandes dosis de aburrimiento absoluto. Me encontraba así desde que a media tarde llegué tambaleante a nuestra casa, lleno de cortes y arañazos después de escapar de las rudas manos de la ley y cruzar a través de los campos las doce millas que nos separaban de Nottingham.

Éramos pobres, casi indigentes. Después de haber visto llorar demasiadas veces a mi madre de agotamiento, tras una jornada recogiendo y vendiendo leña a los vecinos para arañar un mísero sustento, decidí hacerme ladrón; en concreto, cortabolsas. Cortaba las tiras de cuero que sujetaban las bolsas de los hombres a sus cintos con un pequeño cuchillo que mantenía tan afilado como una navaja. Nueve veces de cada diez, no se daban cuenta de nada hasta que me encontraba ya a una veintena de metros, invisible en medio de la muchedumbre que pululaba por el mercado de Nottingham. Cuando volvía a casa con un puñado de peniques de plata y los dejaba delante de mi madre, ella no me preguntaba nunca de dónde venían, sino que me besaba con una sonrisa y corría a comprar comida. Aunque fue la necesidad la que me empujó a tomar de los demás mi pan de cada día, descubrí, Dios me perdone, que era un ladrón bastante bueno, y que aquello me gustaba. Me encantaba, de hecho, la emoción de la caza: seguir a un mercader gordo que se abría paso entre la multitud de un día de mercado, silencioso como una sombra, luego tropezar con él como por accidente, dar un corte rápido, y desaparecer antes de que el hombre se diera cuenta de que su bolsa había desaparecido.

Pero ese día fui tan estúpido que intenté robar una empanada de un tenderete: una aromática empanada de carne de buey, de corteza dorada, grande como mis dos puños. Yo tenía hambre, como siempre, pero también pequé de exceso de confianza.

Utilicé un truco que otras veces me había dado resultado: me coloqué detrás de una tabernera que toqueteaba toda la mercancía del puesto y se hacía cruces sobre el precio; a escondidas tiré al dependiente del tenderete vecino (un vendedor de queso, si no recuerdo mal) una china que fue a darle en la oreja; y mientras los dos tenderos se cruzaban recriminaciones, empujé la empanada que estaba en el borde del mostrador. Cayó en mi zurrón abierto y me dispuse a alejarme con disimulo.

Pero el aprendiz del pastelero, que había ido a mear detrás del carro, apareció justo en el momento en que yo me llevaba mi comida, y gritó: «¡Eh!». Y todo el mundo se volvió a mirar. Luego vinieron las voces de «¡Al ladrón!» y «¡Atrapadlo, vosotros!», mientras yo me movía como una culebra enloquecida por entre los grupos de campesinos. Entonces, ¡crac!, algún patán me derribó de un garrotazo en la frente y un soldado de paso me agarró del cuello. Me golpeó dos veces en la cara con su enorme puño enguantado de acero, y sentí que las piernas me flojeaban.

Cuando recuperé el sentido, momentos después, estaba tumbado en el suelo boca arriba, en el centro de una multitud que discutía. De pie a mi lado estaba el soldado, que vestía la sobreveste negra con los cheurones rojos de sir Ralph Murdac, sheriff del condado de Nottingham por la ira de Dios. Y de pronto, quedé paralizado por el terror.

El soldado me levantó tirándome del pelo y allí me quedé, aturdido y tembloroso, mientras el aprendiz, con la cara roja por el esfuerzo, voceaba la historia de la empanada robada. Abrieron de un tirón mi zurrón y el círculo de mirones se inclinó para ver la prueba del delito, de la que emanaba un aroma suave y delicioso. Todavía se me hace la boca agua cuando recuerdo aquel olor glorioso.

Hubo en ese momento una oleada de gritos y empellones, y los mirones se apartaron, empujados por las conteras de las picas de una docena de soldados. En el espacio así creado apareció un noble vestido enteramente de negro, del que parecía emanar un aura de temor y respeto.

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