Ocupaba el asiento un joven de aspecto corriente, delgado, de poco más de veinte años, de cabello castaño descolorido, vestido con una túnica verde mal teñida y remendada y unas calzas, y parcialmente abrigado con un manto gris. Sus ropas apenas se diferenciaban de las de cualquier hombre de nuestra aldea, si acaso eran un poco más andrajosas. Fue un golpe. ¿Dónde estaba el gran hombre? ¿Dónde estaba el Señor de los Bosques? No llevaba espada, ni oro, ni ningún signo de su rango y de su poder, salvo por el hecho de que guardaban sus espaldas dos hombres altos, encapuchados, cada uno de ellos con una espada larga y un arco de seis pies. Quedé profundamente desilusionado; su aspecto era el de un aldeano como yo. Me vino a la mente el recuerdo de sir Ralph Murdac: sus costosas sedas negras, su perfume de lavanda, su aire de superioridad. Luego volví a mirar al hombre vulgar que tenía ante mis ojos.
Estaba inclinado hacia adelante, los ojos cerrados, el codo apoyado en el brazo del sillón, sosteniéndose la barbilla con la mano, los dedos extendidos sobre la mejilla, mientras escuchaba a un hombre bajo y muy corpulento, vestido con hábito de monje, que hablaba en voz baja y respetuosa a su oído. El monje acabó de hablar y se acercó a nosotros. Robin se recostó en su sillón, suspiró y abrió los ojos. Me miró directamente a mí, y vi que sus ojos eran grises como su manto, casi plateados a la luz de las velas. Luego cerró los ojos de nuevo y se sumió en una larga meditación.
—Me llamo Tuck —dijo aquel hombre, con un acento extraño y cantarín que me pareció galés—. ¿En qué puedo serviros?
Mi madre tendió la mano al fraile; había en ella un solo huevo de gallina.
—Se trata de mi hijo —dijo de un tirón—. Los hombres del sheriff lo persiguen, y le cortarán la mano derecha o lo colgarán de seguro. Llévatelo, hermano. Ponlo a salvo bajo la protección del Señor de los Bosques. Asilo, hermano. Por el amor de Dios, dale asilo en el bosque.
Miré a los ojos a aquel monje galés: tenían el color suave, castaño claro, de las avellanas, y eran tristes y amables. Tomó el huevo y lo dejó caer en una bolsa abierta que llevaba sujeta al cinto, sin molestarse en cerrarla luego con un nudo.
—¿Por qué te persiguen? —me preguntó.
Mi madre empezó a balbucear:
—Ha sido un malentendido, un error; es un buen chico, travieso a veces, sí…
El hermano Tuck la ignoró, y volvió a preguntarme:
—¿Por qué te persiguen, chico?
Yo le miré a los ojos.
—Robé una empanada, señor.
Lo dije tan tranquilo como pude aparentar, pero por dentro mi corazón batía como un tamboril moro.
—¿Sabes que robar es pecado? —me preguntó.
—Sí, señor.
—Ya pesar de todo robaste… ¿Por qué?
—Tenía hambre, y… es lo que hago. Robar. Es lo que hago mejor. Mejor que casi nadie.
Tuck resopló, divertido.
—Mejor que casi nadie, ¿eh? Lo dudo mucho. Te pillaron, ¿no es así? Bueno, tendrás una penitencia. Hay que pagar por todos los pecados.
—Sí, señor.
Tuck me agarró del brazo, no sin amabilidad, y me llevó ante el sillón de Robin. El Señor de los Bosques abrió los ojos y volvió a mirarme. Yo olvidé por completo su ropa andrajosa y su aspecto de aldeano común. Sus ojos brillaban de un modo extraordinario: era como mirar la luna llena, dos lunas llenas plateadas. El resto del mundo desapareció, el tiempo se detuvo, y sólo quedamos Robin y yo en un universo oscuro, iluminado sólo por sus ojos; parecía beberme a través de su mirada, descubrirme, evaluar mis flaquezas y mis puntos fuertes.
Cuando habló, lo hizo en una voz musical, clara pero fuerte:
—¿Me dicen que te has jugado el brazo por una empanada?
Yo asentí con una cabezada, y él siguió:
—¿Y quieres entrar a mi servicio? ¿Quieres que te tome bajo mi protección?
Yo estaba mudo; tan sólo conseguí inclinar levemente la cabeza.
—¿Por qué?
Su pregunta me desconcertó: debía saber que huía de la ley y que necesitaba asilo. Me di cuenta de que buscaba una respuesta menos obvia. Miré sus ojos de plata y decidí decir la verdad, como había hecho con el hermano Tuck.
—Soy un ladrón, señor —dije—, y deseo entrar al servicio del mayor ladrón de todos, el que mejor puede enseñarme mi oficio.
Todos los presentes en la iglesia contuvieron la respiración. Más tarde se me ocurrió que probablemente Robin no se consideraba a sí mismo un delincuente vulgar. Uno de los encapuchados apostados detrás de Robin sacó a medias su espada de la vaina, pero se detuvo cuando Robin alzó un brazo en señal de paz.
—Me halagas —dijo el Señor de los Bosques. Su voz era severa pero sus extraordinarios ojos brillaban ahora como el acero templado—. Pero eso no responde mi pregunta. No he preguntado por qué tú quieres servirme a mí. Lo que quiero saber es por qué yo he de aceptarte a ti; por qué razón habría de cargar con otra boca hambrienta.
No se me ocurrió ninguna razón, de modo que agaché la cabeza y no dije nada. Él continuó, con una voz tan fría como una tumba:
—¿Puedes luchar como un caballero, revestido de acero, y dar muerte a mis enemigos a lomos de un gran caballo?
Yo permanecí en silencio.
—¿Puedes tensar un arco de batalla y matar de un flechazo a un hombre a doscientos pasos?
Él sabía muy bien que yo no podía hacer eso; pocos hombres hechos y derechos son capaces de semejante hazaña, y yo sólo era entonces un muchacho flaco.
—Entonces, ¿qué es lo que puedes ofrecerme, ladronzuelo?
Había un tono de burla en sus palabras que me hizo alzar la barbilla y buscar su mirada, mientras la indignación encendía manchas rojas en mis mejillas.
—Os daré mi habilidad para cortar bolsas, mi disposición a luchar por vos lo mejor que pueda, y mi lealtad absoluta hasta la muerte —dije, en voz demasiado alta para el ámbito de aquella pequeña iglesia.
—¿Lealtad hasta la muerte? —dijo Robin—. Ciertamente ésa es una cosa rara y valiosa. —Su voz había perdido el tono burlón. Me examinó durante unos instantes—. Es una buena respuesta, ladrón. ¿Cómo te llamas?
—Soy Alan Dale, señor —dije.
Pareció sorprendido.
—¿Se llama Henry tu padre? —preguntó—. ¿El cantor?
Asentí. No pude animarme a decirle que mi padre había muerto. Guardó silencio durante un rato, mientras me miraba con aquellos grandes ojos grises. Luego dijo:
—Es un buen hombre. Te pareces a él.
De pronto sonrió, y fue tan extraño como un repentino toque de trompeta ver relucir sus dientes blancos en la penumbra de la iglesia. Su frialdad se deslizó como un manto que dejara caer, y se transformó. Comprendí por su cálida mirada que iba a tomarme, y mi corazón brincó de alegría.
—Y a propósito, joven Alan, yo no soy un ladrón —dijo Robin, sonriente aún—. Me limito a tomar lo que en justicia me pertenece.
Hubo un murmullo apagado de risas en la iglesia.
Tuck me dio un golpecito en el codo y se me llevó aparte, lejos del gran sillón:
—Ve a decirle adiós a tu madre, chico; ahora estás con nosotros.
Cuando salíamos en busca de mi madre, en la puerta de la iglesia sentí que me fallaban las piernas temblorosas, y fui a caerme contra el costado de Tuck, que me sostuvo y me ayudó a recuperar el equilibrio. Luego besé a mi madre, la abracé, me despedí de ella entre susurros y la vi alejarse en la oscuridad y desaparecer para siempre de mi vida.
Cuando la puerta de la iglesia se cerró detrás de ella, Tuck dijo:
—No ha estado mal, raterillo. Pero ahora mismo vas a devolverme ese huevo, si te parece bien.
Y mientras me mostraba la palma de la mano, sonreía.
Esperé a un lado de la iglesia, en un banco junto a la mesa del escribano y sus pergaminos. En el extremo más alejado de la mesa había un hato con productos de las granjas locales ofrecidos como tributo a Robin: varios quesos, hogazas de pan, un cesto de huevos, dos barricas de cerveza, un panal en un recipiente de madera, dos gallinas atadas juntas por las patas, muchos sacos de fruta e incluso una bolsa con peniques de plata; también había un cabrito atado a una pata de la mesa que intentaba mordisquear el pergamino, cosa que el escribano impedía dándole de vez en cuando capirotazos en el morro sin alzar la cabeza. Era un hombre flaco, de una calvicie incipiente, y tenía sus largos dedos sucios de tinta. De pronto levantó la vista de su escritura:
—Soy Hugh Odo —me dijo, con una sonrisa amable—, el hermano de Robert. Espera ahí tranquilo a que acabemos con nuestros asuntos.
Volví la vista hacia la derecha y me di cuenta de que había una forma humana tendida en el suelo en un rincón de la iglesia, y que un hombre alto encapuchado, armado con una espada larga y un arco grande, montaba guardia a su lado. El hombre tumbado en el suelo estaba firmemente atado de manos y pies. Me di cuenta también de que temblaba de miedo. Lanzaba gemidos inaudibles a través de una mordaza de tela. Su mirada enloquecida se cruzó con la mía por unos instantes y yo desvié la vista, incómodo y un poco asustado ante su terror inerme.
Durante el resto de la noche esperé allí, sentado en silencio a un lado de la iglesia, observando la sesión del tribunal de Robin. Desfiló una larga cola de aldeanos que hablaban con respeto a Robin, recibían su veredicto y pagaban sus honorarios a Hugh. Era una versión espuria y nocturna del tribunal de agravios en el que, antes de morir, dispensa justicia nuestro señor local. La piara de cerdos de una mujer había hecho estragos en el campo del vecino; se le ordenó pagar una multa de cuatro lechones, y entregar uno más a Robin por su veredicto. Ella accedió a pagar sin protestar. El hombre que había seducido a la esposa de su mejor amigo fue condenado a entregarle como compensación una vaca lechera, y un queso fresco a Robin. Tampoco en este caso hubo quejas.
A medida que Robin impartía aquella sombra de justicia durante toda la larga noche, el monto de los pagos en especie iba creciendo: algunos solicitantes pobres, como mi madre, sólo pagaban uno o dos huevos; un hombre que, por accidente, había matado a otro en una pelea en la taberna llevó un ternero hasta la mesa y lo dejó atado junto a la cabra. Me fijé en una bolsa de dinero que estaba encima de la mesa, cerca de donde me había sentado. El escribano Hugh estaba ocupado con su rollo de pergamino, y podía habérmela llevado con facilidad. Pero una especie de instinto detuvo mi brazo. Finalmente no hubo más solicitantes y Robin se levantó de su sillón, se acercó a la mesa y echó una mirada al hombre atado.
—Llevadlo fuera; hacedlo allí, delante de todo el mundo —dijo a los encapuchados, con una voz sin expresión. Y se volvió a hablar con Hugh, que le enseñaba lo escrito en el pergamino. El hombre atado fue puesto en pie por dos guardianes; al principio no se resistió, pero luego empezó a debatirse con todas sus fuerzas, retorciéndose y forcejeando como un poseso, al darse cuenta de que estaba a punto de afrontar su destino. Uno de los encapuchados le dio un puñetazo en el estómago. El golpe lo derribó sin resuello en el suelo y de allí lo llevaron fuera a rastras.
Tuck se acercó a mí, me tomó del brazo, me guió hasta la puerta y, ya fuera, me hizo doblar la esquina de la iglesia. Allí pude ver cómo los hombres de Robin obligaban al hombre atado y maltrecho a arrodillarse. Sollozaba y emitía gemidos ahogados por el trapo que le habían metido en la boca sujetándolo con una larga tira de cuero.
—Tienes que ver esto —me dijo el hermano Tuck—. Es tu penitencia.
Se había formado un pequeño grupo de mirones. Los ojos de aquel hombre rodaban y se le salían de las órbitas, por el terror. El gigante John se acercó al hombre. Sacó de la boca el trapo empapado de babas e introdujo una barra delgada de hierro transversalmente, en la parte de atrás de la boca, encima de la lengua, bien empotrada en el punto de inserción de las mandíbulas. Uno de los hombres sujetó la pieza de hierro en su lugar con la tira de cuero utilizada antes para amordazarlo. La víctima gemía a grandes voces, medio ahogada, y retorcía el cuerpo, con los ojos cerrados y la boca abierta hasta un extremo grotesco, forzada por la barra de hierro. Parecía reír. John sacó un par de tenazas de hierro de su bolsa y sujetó con ellas la punta de la lengua del hombre. Con la otra mano empuñó un cuchillo corto, afilado como una navaja.
Supe lo que iba a suceder, y un acceso de bilis me hizo arder el estómago. En mi mente, mi brazo derecho estaba colocado sobre un tajo en el castillo de Nottingham, y un verdugo puesto en pie a mi lado hacía oscilar en el aire su hacha, y… Volví la cabeza para no ver a la víctima que tenía ante mis ojos, mientras la bilis negra se revolvía en mis entrañas. Entonces sentí que dos manos fuertes se apoderaban de mis mandíbulas y forzaban a mi cabeza a volver a su posición anterior, en dirección a la escena que se desarrollaba delante de mí. Los ojos de la víctima se abrieron y se fijaron en mí por un instante. Era grotesco, como uno de esos demonios de piedra esculpidos en la jamba de la puerta de una iglesia: la boca abierta de par en par y la lengua asomando fuera, empujada por las tenazas.
—Esta es tu penitencia —repitió Tuck con tranquilidad, sujetando mi cara con sus manos poderosas para obligarme a mirar—. Mira lo que hace Robin con quienes informan sobre él al sheriff. ¡Mira y tenlo presente!
Entonces, el gigante John rebanó la lengua por la raíz, de un tajo, y se apartó cuando un gran chorro de sangre salió de la boca del hombre. El hombre chillaba, un aullido líquido y burbujeante de dolor lívido, y cuando sus guardianes lo soltaron cayó de bruces al suelo, todavía rígidamente atado, bramando y escupiendo sangre por la caverna de su boca abierta de par en par.
Sacudí la cabeza para librarme de las manos de Tuck y fui a trompicones hasta la pared de la iglesia; allí, con la cabeza dándome vueltas por el asco y el horror, las arcadas me hicieron doblarme en dos y arrojé los restos de la empanada de buey que había sido la causa primera de mi presente situación. Después de un rato, cuando ya no quedaba nada en mi estómago, apoyé la frente en la piedra fría del muro de la iglesia y aspiré con ansia el aire fresco de la noche.
Cuando mi cabeza empezó a serenarse, me di plena cuenta por primera vez de que había jurado lealtad hasta la muerte a Robin. Ahora estaba atado de por vida a un monstruo, un diablo que mutilaba a otras personas por el simple hecho de hablar con los hombres del sheriff. Supe entonces que había dejado el mundo de la gente común.