Mientras miraba a mi alrededor, de pronto me di cuenta de la presencia del jinete salpicado de barro que había visto el día anterior, que se acercaba al galope como si el mismo diablo lo persiguiese. Se dirigió en línea recta a Hugh, que iba al frente de la columna, tiró con violencia de las riendas al llegar a su altura y empezó a informarle a toda prisa. Después de una breve conversación con Hugh, al igual que el día anterior, hizo girar en redondo a su montura y se lanzó al galope por el camino de Nottingham, el mismo por donde había venido. Robin y Hugh conferenciaron, nuestro capitán alzó la mano, sonó la corneta y todo el mundo se detuvo al instante. Los jinetes recorrieron la caravana arriba y abajo dando breves órdenes; hubo agitación y alboroto a lo largo de toda la columna, y se extendió la noticia: se aproximaban soldados, hombres de armas a caballo. Una partida del sheriff de Nottingham se estaba acercando deprisa.
Sentí que el terror me atenazaba el estómago; venían a por mí, sin la menor duda. Venían a cortarme la mano, a tajarla a la altura de la muñeca y dejarme con un muñón ensangrentado. Me sentí al borde del pánico, mareado, reprimiendo el deseo instintivo de echar a correr, de esconderme en algún agujero propicio del bosque, lejos del camino, lejos de Robin y su lenta caravana de hombres y mujeres condenados.
De alguna manera conseguí controlar el temblor de mis piernas y encerrar con llave mis temores en alguna cámara oscura de mi mente. Había jurado lealtad a Robin, y mi deber era quedarme a su lado. También me ayudó a tranquilizarme la naturalidad con la que reaccionaron quienes viajaban conmigo: no hubo pánico, sólo un poco de alboroto ante la noticia de que las fuerzas del orden se aproximaban dispuestas a hacer un severo escarmiento. La gente parecía alegre, enfrascada en sus tareas, como si aquello fuera un entretenimiento bienvenido en medio de una tediosa jornada de viaje. En un gran claro abierto junto al camino, talado probablemente por los guardas forestales del rey para disuadir a villanos proscritos como nosotros de sorprender a los viajeros honrados en una emboscada, Robin plantó el extremo aguzado del mástil de su estandarte de la cabeza de lobo en el centro de un montículo cubierto de césped, a un centenar de metros de la carretera y junto a una hilera de árboles donde comenzaba la parte más espesa del bosque. Las carretas salieron traqueteando del camino, y los bueyes, azuzados con bastones puntiagudos para acelerar su marcha, desfilaron delante de él y se fueron alineando en un gran círculo con la bandera en el centro. Todos parecían saber lo que se esperaba de ellos. Se colocó a los bueyes en posición, atados a las carretas de modo que formaran un círculo continuo de animales y grandes carromatos de madera. Mujeres y niños, animales y equipajes se situaron en el interior de ese círculo defensivo. Los hombres que viajaban sin armas empezaron a desempaquetar hachas, azadas y azadones; algunos fueron a la linde del bosque a cortar bastones largos y gruesos de árboles jóvenes, y unos pocos se dedicaron a recoger piedras redondeadas del tamaño de un puño.
El ambiente era de expectación y de entusiasmo controlado. «Little» John, como oí que le llamaban (un chiste fácil sobre su corpulencia), había elegido una gran hacha de doble hoja y la blandía con amplios movimientos para soltar los músculos antes de la batalla. Su amigo el herrero empuñaba dos grandes martillos con sus peludas manos; los mangos eran de madera de roble de dos palmos de largo rematados por cabezas de dos libras de hierro, y los sujetaba a la muñeca por medio de unas anchas bandas de cuero. Yo comprobé que mi pequeño y afilado cuchillo cortabolsas seguía aún en su lugar, colgando del cinturón, y reprimiendo mi miedo corrí al lado de Robin: como vasallo suyo, mi puesto en la batalla estaba a su lado. Esperaba poder impresionarlo favorablemente de alguna manera en la lucha que se avecinaba.
Robin estaba demasiado ocupado para prestarme atención. Se había apeado del caballo y daba órdenes a Hugh y a los hombres de armas montados, todos ellos equipados ahora con espadas, cascos y escudos en forma de cometa hechos de madera y cuero, blanqueados con cal y pintados con el emblema del lobo de Robin. Algunos llevaban hachas de guerra; otros, petos de
cuir-bouilli
, una coraza que cubría pecho y espalda, hecha con cuero puesto a hervir para darle mayor dureza; otros se habían puesto medias y guanteletes de malla de acero para proteger piernas y manos. Cada hombre enarbolaba una lanza de doce pies de largo de madera de fresno rematada en una afilada punta de acero brillante. Además, sobre la armadura, todos llevaban una sobreveste del mismo color verde oscuro: un signo de la fidelidad jurada a Robin, como si éste fuera un noble y no un rufián condenado a la proscripción. Esos hombres podían ser forajidos, ladrones, asesinos, hombres de pésima catadura…, pero también eran guerreros: una docena aproximadamente de jinetes orgullosos, barbados, tan a gusto a lomos de sus corceles en medio de un alboroto como lo estaría yo sobre mis dos piernas en un campo tranquilo cubierto de hierba. Eran temibles.
Hugh se inclinó sin desmontar ante Robin, y luego los dos dieron unas palmadas y Hugh se llevó a sus hombres al trote fuera del claro, en dirección al bosque, y desapareció entre los árboles. Yo quedé aterrorizado: ¿adónde iban? Robin debió de verme tragar saliva incrédulo, porque me dijo:
—No te preocupes, Alan. Volverán…,
á la traverse
!
Y rió; un sonido ligero, dorado y tranquilizador. Yo no tenía idea de lo que quería decir, pero su risa me relajó, y antes de que pudiera preguntarle nada se volvió hacia otro lado y gritó:
—¡Arqueros! ¡A mí! ¡Arqueros!
De todas partes del claro llegaron a la carrera hombres armados con arcos, y con ellos Tuck, que enarbolaba una vara de color castaño oscuro más alta que él mismo. Las dos puntas estaban forradas con un cuerno de vaca que tenía una muesca tallada a un lado en la que se sujetaría la cuerda. Mientras veía a Tuck colocar la cuerda de su arco recordé que había sido soldado en Gales antes que fraile. No era un arco ligero como los que se usan para cazar conejos. Era un arco de batalla: casi dos metros de vigorosa madera procedente de un tejo joven. La parte del arco que quedaba frente al enemigo, llamada la «espalda», estaba hecha con madera más ligera, próxima a la corteza del árbol. Esa parte externa es más elástica a la torsión cuando se dobla el arco. La parte interior del arma, el «vientre» como lo llamaban los arqueros de Robin, estaba hecha con una madera, de color más oscuro, del centro del tronco. Esa parte interior es más dura y resiste mejor cuando la cuerda del arco se tensa al máximo. La resistencia de ambas maderas era lo que proporcionaba al arco su tremenda potencia. Doblar aquella vara de tejo exigía una enorme fuerza, pero Tuck, a pesar de su escasa estatura, era muy robusto. Después de un breve esfuerzo, pasó el lazo del extremo de la cuerda por la muesca del cuerno del extremo…, y quedó con aquella impresionante máquina de matar en las manos.
Little John recorrió el círculo de carros, sosteniendo con desenfado su enorme hacha, con la doble hoja detrás de su nuca y el largo mango descansando en el hombro fornido. Robin desenvainó su espada y la arrojó al suelo, unos cinco pasos delante del círculo de carros.
—Arqueros aquí, creo —dijo. Unos diez arqueros corpulentos formaron una línea irregular delante de la espada, dando frente al camino. Su jefe, un hombre rechoncho llamado Owain, les habló en una lengua que no pude entender, pero que supuse que era galés. Estos hombres habían sido llamados por Robin, con la ayuda de Tuck, y habían venido de sus montañas occidentales para formar el núcleo de su ejército y enseñar a los proscritos ingleses el manejo del arco largo. Mientras yo los observaba, algunos de aquellos galeses se entretenían aún en colocar la cuerda de sus arcos, y otros sacaban flechas de unas bolsas de tela que llevaban a la cintura y las clavaban por la punta en el césped, delante de la posición que ocupaban. Robin miró a John y le preguntó:
—¿Todo bien?
El gigante se limitó a gruñir. Y Robin añadió:
—Recuérdalo, John, tenlos sujetos. No les dejes salir hasta que hayamos hecho nuestra carga.
—¡Por los clavos de Cristo! —rugió John exasperado—. ¿Te olvidas de que he hecho esto cientos de veces?
—Sí, John, lo sé —le calmó Robin—, pero estarás de acuerdo conmigo en que tienden a excitarse demasiado… Sé buen chico y mantenlos quietos hasta después de la carga.
El jayán volvió a entrar en el círculo de los carros, donde se apretujaban mujeres, niños, hombres y animales en una confusión caótica.
Tuck me dio un golpecito en la manga:
—La verdad es que no tendrías que estar aquí —me dijo—. Tu puesto está detrás de los carros.
Yo sacudí la cabeza.
—Mi puesto está junto a mi señor —dije, y señalé con la barbilla a Robin, que colocaba la cuerda de su propio arco.
—Bien —dijo Tuck—, pensaba que dirías eso, de modo que si estás decidido a jugar a las guerras será mejor que lleves el equipo adecuado.
Y me tendió un pesado saco pardo, que resonó con un ruido de metal.
Para un joven su primera espada tiene siempre algo especial, algo mágico, tanto si es pequeña, mellada y herrumbrosa, poco más larga que un cuchillo de carnicero, como si es un acero fino español con incrustaciones de oro, digno de un rey. Es un símbolo de poder, de virilidad: de hecho, poetas y
trouveres
, cuando componen sus piezas de amor caballeresco, suelen utilizar la palabra «espada» para referirse al miembro viril. Y cuando cantan que la espada se desliza dentro de su vaina… Bueno, estoy seguro de que me entendéis, sin duda habéis escuchado esas
cansos
y esos
fabliaux
salaces… La espada es un icono de la fuerza masculina; si te dan una espada es que dan por supuesta tu virilidad.
Mi primera espada, la que encontré dentro del saco con una capa de color verde oscuro y un casco abollado, era un arma corriente, un metro más o menos de acero ahusado, de filo ligeramente mellado pero cortante, con una acanaladura que iba desde la empuñadura hasta más o menos las tres cuartas partes de la longitud de la hoja, por ambos lados. La guarnición era una pieza recta de acero de unos quince centímetros, y la empuñadura de madera estaba rematada por un pomo de hierro. Era un arma ordinaria, como las que llevan miles de hombres de armas en toda Inglaterra, pero para mí era Excalibur. Era una hoja mágica, forjada por los santos y bendecida por Dios. Y era mía. La espada estaba enfundada en una vaina de cuero rozado sujeta a un cinto de espada de cuero también desgastado. Mientras abrochaba el cinto a mi cintura, y luego al desenvainar la espada, me sentí tan alto como Little John, un héroe, un noble guerrero que defendería a su señor hasta la muerte. Hendí el aire frente a mí con mi espada, imaginando que atravesaba con ella a dragones invisibles.
Tuck, que había observado mis maniobras con mirada benévola, me dijo:
—Procura no matar a ninguno de los nuestros.
Sus palabras me devolvieron a la realidad y, mientras él me ayudaba a ponerme la capa y el casco, me di cuenta de que se esperaba que yo matara de verdad con aquella arma, que atravesara con ella un cuerpo humano, que vertiera la sangre de una persona real sobre la hierba verde de aquel tranquilo claro del bosque. Y también que esa persona intentaría derramar mi propia sangre.
Devolví la espada a su vaina y, cuando me volví para agradecer a Tuck sus regalos, apareció al galope el espía salpicado de barro en una revuelta del camino. En esta ocasión se encaminó directamente al círculo de los carros. Refrenó su caballo sudoroso al llegar junto a Robin y su delgada línea de arqueros, se apeó de un salto y dijo sin aliento a Robin:
—Ya llegan, señor, me pisan los talones; son los hombres de Ralph Murdac. Unos treinta bastardos…
Robin asintió y dijo:
—De acuerdo, muy bien; meteos tú y el caballo en el círculo de los carros.
El hombre inclinó la cabeza y se llevó el caballo de la rienda. Robin se volvió a los arqueros, que le miraban expectantes colocados en una línea irregular.
—Muy bien, muchachos, no vamos a jugar con ellos. En cuanto veáis a esos bastardos, empezad a matarlos. Y cuando lleguen a la altura de ese arbusto —dijo señalando un pequeño aliso ramoso situado a unos cincuenta pasos—, os metéis dentro del círculo tan deprisa como podáis. Resguardaos detrás de los carros si queréis seguir con vida…, pero no antes de que lleguen a ese arbusto. ¿Lo ha entendido todo el mundo?
Me miró y yo hice un gesto de asentimiento, pero no quise hablar para que mi voz no revelara el miedo que sentía.
Luego esperamos. Robin iba clavando flechas en la hierba frente al lugar que ocupaba en la línea, y se entretenía en hacerlo de modo que formaran un dibujo simétrico; los arqueros galeses se apoyaban en sus arcos y charlaban entre ellos en voz baja, con la mayor tranquilidad. Todos eran tipos muy musculosos, aunque pocos eran altos. Muchos tenían una constitución parecida, como si fueran parientes: eran bajos y fornidos, con músculos muy visibles en los brazos y el pecho muy amplio. Tuck recorrió la línea y bendijo los arcos. Yo estaba quieto en mi puesto, con la mano en la empuñadura de mi espada, esperando la bendición y sudando de miedo y de excitación a la luz del sol primaveral. Quería mear con desesperación. El tiempo pareció detenerse. El barullo que llegaba del círculo de los carros fue disminuyendo, aunque de cuando en cuando un buey mugía o una gallina cacareaba. Me pregunté si el espía no se había equivocado. ¿Dónde estaban? Robin se limpiaba el reborde de las uñas con un pequeño cuchillo y tarareaba para sí mismo en voz baja
Mi amor es hermoso como una rosa en flor
, pero la noche pasada y nuestras agradables canciones a coro parecían haber retrocedido a miles de millas de distancia y a una remota vida anterior. Tuck se había puesto de rodillas y rezaba. Yo cerré los ojos pero, surgida de la nada, me vino a la mente la imagen de la muchacha de los ojos verdes apareándose con su amante borracho en la granja. Me apresuré a abrir los ojos, y me santigüé. Si había de morir, no quería que mis últimos pensamientos fueran para aquellos pecadores. Entonces por fin, después de una espera infinita, oí el golpeteo de los cascos en la tierra seca del camino, y en el recodo apareció a la vista el enemigo. Una masa retumbante de jinetes pesados forrados de acero y malignidad, buscando nuestra muerte.