Cuando ya se había congregado sobre nuestras cabezas una cantidad suficiente de aves, Lej me hacía una seña para que soltara al prisionero. Este se elevaba, dichoso y libre, como una mancha irisada contra el fondo de nubes, y se integraba en seguida en el seno de la bandada marrón que lo aguardaba. Los pájaros quedaban fugazmente desconcertados. El pájaro pintado describía círculos de un extremo de la bandada a otro, esforzándose en vano por convencer a sus congéneres de que era uno de ellos. Pero, deslumbrados por sus colores brillantes, los otros pájaros volaban alrededor de él sin convencerse. Cuanto más se obstinaba el pájaro pintado por incorporarse a la bandada, más le alejaban. No tardábamos en ver cómo una tras otra, todas las aves de la bandada protagonizaban un ataque feroz. Al cabo de poco tiempo la imagen multicolor se precipitaba a tierra. Cuando por fin encontrábamos el pájaro pintado, casi siempre estaba muerto. Lej estudiaba minuciosamente la cantidad de heridas que presentaba el ave. La sangre manaba entre sus alas coloreadas, disolviendo la pintura y manchando las manos de Lej.
La Estúpida Ludmila no volvió. Lej, malhumorado y triste, sacaba un pájaro tras otro de las jaulas, los pintaba con colores cada vez más llamativos, y los echaba a volar para que perecieran. Un día atrapó un cuervo de grandes dimensiones, y le pintó las alas de rojo, el pecho de verde y la cola de azul. Cuando una bandada de cuervos apareció sobre nuestra choza, Lej soltó el pájaro pintado. Apenas éste se sumó a la bandada, se desencadenó una batalla encarnizada. Al ave disfrazada la atacaban desde todas partes. A nuestros pies empezaron a caer plumas negras, rojas, verdes y azules. Los cuervos se remontaron frenéticamente hacia el firmamento y el pájaro pintado se desplomó de pronto sobre la tierra recientemente roturada. Aún estaba vivo, y abría el pico y se esforzaba en vano por mover las alas. Le habían arrancado los ojos y la sangre chorreaba sobre sus plumas coloreadas. Nuevamente intentó remontarse de la tierra húmeda, pero estaba agotado.
Lej adelgazó y permanecía más tiempo en la choza, bebiendo vodka casero y entonando canciones dedicadas a Ludmila. A veces se sentaba a horcajadas sobre la cama, e inclinándose sobre el suelo de tierra dibujaba algo con una vara larga. Gradualmente el dibujo iba tomando forma: era la figura de una mujer de grandes pechos y cabellera larga.
Cuando no le quedaron más pájaros para pintar, Lej empezó a vagabundear por los campos con una botella de vodka asomando de abajo de la chaqueta. A veces, cuando le seguía a corta distancia, temeroso de que le sucediera algo malo en las ciénagas, le oía cantar. Su voz profunda y melancólica se elevaba, y cubría las marismas con un manto de pena semejante a una pesada bruma invernal. La canción volaba con las bandadas de aves migratorias, pero se diluía cuando llegaba a las profundidades abismales del bosque.
En las aldeas, los campesinos se reían de Lej. Decían que la Estúpida Ludmila le había embrujado y le había inflamado el sexo con un fuego que acabaría enloqueciéndole. Lej se indignaba, les dedicaba las peores injurias y los amenazaba con hacerles atacar por pájaros que les picotearían los ojos. En una oportunidad se abalanzó sobre mí y me pegó una bofetada. Vociferó que yo había ahuyentado a su mujer, porque ésta temía mi mirada gitana. Los dos días siguientes los pasó postrado por la enfermedad. Cuando volvió a levantarse se ciñó el zurrón, cogió una hogaza de pan y se internó en el bosque, después de haberme ordenado que siguiera disponiendo trampas y cazando pájaros.
Transcurrieron semanas. Los señuelos que montaba, como me lo había ordenado Lej, sólo atrapaban, la mayoría de las veces, la gasa tenue y transparente de las telarañas que arrastraba el aire. Las cigüeñas y golondrinas se habían ido. El bosque había quedado desierto: sólo proliferaban las serpientes y los lagartos. Los pájaros posados en sus jaulas se hinchaban, con las alas cada vez más grises y quietas.
Hasta que llegó un día tormentoso. Las nubes de formas apenas identificables tapaban el cielo como un espeso colchón de plumas, ocultando el sol anémico. El viento azotaba los campos, marchitando la hierba. Las chozas, encorvadas hacia el suelo, estaban circundadas por rastrojos, cubiertos de añublo negro y marrón. En la maleza, donde antes aleteaban los pájaros despreocupados, el viento castigaba y segaba despiadadamente la gris pelambre de los altos cardos y zarandeaba de un lado a otro los tallos podridos de las patatas.
Súbitamente apareció la Estúpida Ludmila, guiando a su perrazo amarrado con la cuerda. Se comportaba de una manera extraña. Preguntaba constantemente por Lej, y cuando le informé que había partido hacía varios días y que ignoraba su paradero, se echó a sollozar y reír alternativamente, caminando de uno a otro lado de la choza, vigilada por el perro y los pájaros. Descubrió la vieja gorra de Lej, la estrujó contra sus mejillas y rompió a llorar. Luego arrojó bruscamente la gorra al suelo y la pisoteó. Encontró una botella de vodka que Lej había dejado debajo de la cama. La vació, se volvió y, mirándome con expresión furtiva, me ordenó que la acompañara a la dehesa. Yo intenté escapar pero me lanzó el perro encima.
La dehesa se extendía allende el cementerio. Unas pocas vacas pastaban no lejos de allí, y varios campesinos jóvenes se calentaban ante una fogata. Para evitar que nos vieran atravesamos rápidamente el cementerio y franqueamos una alta empalizada. Del otro lado, donde no podían vernos, la Estúpida Ludmila ató el perro a un árbol, me amenazó con un cinturón y me ordenó que me quitara los pantalones. Ludmila, a su vez, se despojó del saco, y ya desnuda me atrajo hacia ella.
Después de unos forcejeos y meneos, consiguió acercar mi cara, y ordenó que me echara entre sus muslos. Intenté liberarme pero me azotó con el cinturón. Mis gritos atrajeron a los otros pastores.
La Estúpida Ludmila vio que se acercaba el grupo de hombres abrió aún más las piernas. Los hombres se aproximaron lentamente, mirando su cuerpo. La rodearon sin pronunciar una palabra. Dos de ellos empezaron a bajarse los pantalones. Los otros vacilaban. Nadie me prestaba atención. El perro recibió una pedrada y se tendió para lamerse el lomo herido.
Un pastor alto montó sobre la mujer mientras ésta se retorcía debajo de él, aullando cada vez que su jinete se movía. El hombre le pegaba en los senos, se inclinaba y le mordía los pezones y le sobaba el pecho. Cuando terminó y se levantó, le reemplazó otro hombre. La Estúpida Ludmila gemía y se estremecía, estrechando al hombre contra su cuerpo con los brazos y las piernas. Los restantes pastores estaban muy cerca en cuclillas, mirando, riendo y bromeando.
Desde detrás del cementerio salió una turba de campesinas armadas con rastrillos y palas. Varias mujeres jóvenes abrían la marcha, vociferando y agitando las manos. Los pastores se subieron los pantalones pero no huyeron. En cambio, aferraron a Ludmila que se debatía frenéticamente. El perro tiraba de la traílla y gruñía, pero la gruesa cuerda no se aflojó. Las mujeres se aproximaron. Yo me senté a una distancia prudente, al pie de la empalizada del cementerio. Sólo entonces vi a Lej que atravesaba corriendo la dehesa.
Seguramente había vuelto a la aldea y se había enterado de lo que iba a ocurrir. Ahora las mujeres estaban muy cerca. Antes de que Ludmila tuviera tiempo de incorporarse, el último de los hombres escapó hacia la empalizada del cementerio. En ese momento la atraparon las mujeres. Lej aún estaba muy lejos. Exhausto, debió aflojar el paso: trastabillaba y tropezó varias veces.
Las mujeres mantenían a la Estúpida Ludmila aplastada contra la hierba. Se sentaron sobre sus manos y sus piernas y empezaron a golpearla con los rastrillos, desgarrándole la piel con las uñas, arrancándole el pelo, escupiéndole en la cara. Lej intentó llegar hasta ella, pero le cerraron el paso. Trató de pelear, pero le derribaron y le pegaron brutalmente. Cesó de luchar y varias mujeres lo volvieron boca arriba y se sentaron a horcajadas sobre él. Luego, las mujeres mataron al perro de Ludmila con golpes salvajes de pala. Los campesinos estaban montados sobre la empalizada. Cuando se acercaron a mí me aparté, dispuesto a huir hacia el cementerio, donde estaría a salvo entre las tumbas. Ellos les temían a los espíritus y vampiros que, según se decía, tenían allí su morada.
La estúpida Ludmila sangraba profusamente. Sobre su cuerpo atormentado aparecieron hematomas azules. Gemía con voz potente, arqueaba la espalda y temblaba, esforzándose en vano por liberarse. Entonces se acercó una de las mujeres, empuñando una botella tapada y llena de estiércol negruzco. En medio de las risas roncas y los gritos de estímulo de sus compañeras, se arrodilló entre las piernas de Ludmila e insertó la botella dentro de su vagina maltratada y ultrajada, mientras ella chillaba como una bestia. Las otras mujeres la miraban plácidamente. De pronto, una de ellas pateó con todas sus fuerzas el fondo de la botella que asomaba por el bajo vientre de la Estúpida Ludmila. Se oyó el ruido apagado de vidrios que se hacían añicos dentro de ella. Luego todas las mujeres le asestaron puntapiés y la sangre saltó a borbotones alrededor de sus botas y sus pantorrillas. Cuando acabaron con ese ejercicio, Ludmila estaba muerta.
Una vez desahogada su ira, las mujeres se encaminaron hacia la aldea parloteando en voz alta. Lej se levantó, con la cara ensangrentada. Osciló sobre sus piernas flojas y escupió varios dientes. Luego se dejó caer sollozando sobre la mujer muerta. Tocó su cuerpo mutilado, santiguándose, balbuceando entre los labios hinchados.
Yo seguía sentado, encogido y aterido, junto a la empalizada del cementerio, y no me atrevía a moverme. El cielo se puso gris y se oscureció. Los muertos susurraban en torno del alma errante de la Estúpida Ludmila, que pedía perdón por todos sus pecados. Apareció la luna. Su resplandor frío, pálido y gastado sólo iluminó la oscura silueta del hombre arrodillado y el pelo rubio de la mujer que yacía muerta sobre la tierra.
Me dormí y me desperté alternativamente. El viento soplaba furiosamente sobre las tumbas, depositando hojas húmedas en los brazos de las cruces. Los espíritus gemían y se oía aullar a los perros en la aldea.
Cuando me desperté, Lej seguía arrodillado junto al cuerpo de Ludmila, y los sollozos estremecían su espalda encorvada. Le hablé, pero no me hizo caso. Estaba demasiado asustado para volver a la choza. Resolví partir. Sobre nosotros revoloteaban una bandada de pájaros, gorjeando y llamando desde todas las direcciones.
El carpintero y su esposa estaban convencidos de que mi pelo negro atraería el rayo sobre su granja. Era cierto que en las noches cálidas y secas, cuando el carpintero me rozaba el cabello con un pedernal o un peine de hueso, sobre mi cabeza saltaban chispas azul amarillentas como «liendres del Diablo». Con frecuencia y de forma súbita, en la aldea estallaban arrobadoras tempestades, que provocaban incendios y causaban la muerte a personas y animales. El rayo lo describían siempre como un inmenso dardo ígneo lanzado desde los cielos. En consecuencia, los aldeanos no hacían ningún esfuerzo por apagar semejantes incendios, convencidos de que ninguna fuerza humana podía extinguirlos, al igual que tampoco era posible salvar al individuo fulminado por el rayo. Se decía que cuando el rayo cae sobre una casa, se introduce profundamente en la tierra, donde permanece pacientemente agazapado, cobrando nueva fuerza, para atraer cada siete años otro rayo sobre el mismo lugar. Todos los objetos rescatados de una casa que había sido incendiada por el rayo estaban igualmente poseídos y podían atraer nuevas descargas.
A menudo, cuando caía la noche y las débiles llamas de las velas y de los quinqués empezaban a titilar en las chozas, los cielos se cubrían con un manto de pesadas nubes henchidas que navegaban oblicuamente sobre los techos de paja. Los aldeanos enmudecían, espiaban despavoridos por las ventanas y escuchaban el rugido creciente. Las ancianas acuclilladas sobre los hornos de baldosas agrietadas interrumpían sus oraciones y discutían quién sería recompensado esta vez por el Todopoderoso o quién sería castigado por el ubicuo Satán, preguntándose sobre quién caería el fuego y la destrucción, la muerte o la parálisis. Los gemidos de las puertas crujientes, los suspiros de los árboles curvados por la tormenta, y el silbido del viento, sonaban en los oídos de los aldeanos como maldiciones de pecadores muertos mucho tiempo atrás, atormentados por la incertidumbre del limbo o que se tostaban lentamente en las llamas perpetuas del infierno.
En tales ocasiones el carpintero se echaba sobre los hombros una gruesa chaqueta y, mientras se santiguaba muchas veces, ceñía en torno de mi tobillo una cadena provista de un ingenioso candado, y aseguraba el otro extremo a unos viejos y pesados arreos. Luego, en medio del huracán rugiente y de relámpagos y truenos, me depositaba sobre un carromato y, hostigando furiosamente al buey, me llevaba a un campo alejado de la aldea y me dejaba allí. Yo estaba lejos de los árboles y de las viviendas, y el carpintero sabía que la cadena y los arreos me impedirían regresar a la choza.
Allí permanecía solo, asustado, escuchando el traqueteo del carromato que se alejaba. Los relámpagos refulgían cerca, dejando ver súbitamente la silueta de las chabolas remotas, que en seguida desaparecían como si no hubieran existido jamás.
Durante un rato reinaba una paz maravillosa y la vida de las plantas y los animales parecía quedar en suspenso. Sin embargo, oía los plañidos de los campos desolados y de los troncos de los árboles, y los gruñidos de los prados. Pronto asomarían, alrededor de mí, los hombres lobos del bosque. Demonios traslúcidos vendrían aleteando desde las marismas humeantes, y los errantes vampiros fugados de sus tumbas chocarían en el aire con un tableteo de huesos. Sentía su contacto seco sobre mi piel, los roces estremecedores y los hálitos helados de sus alas congeladas. Aterrorizado, dejaba de pensar. Me arrojaba sobre la tierra, sobre los charcos ensanchados, arrastrando con la cadena los arreos empapados por la lluvia. Arriba, el mismísimo Dios se desplegaba, suspendido en el espacio, sincronizando el truculento espectáculo con Su reloj perpetuo. Entre El y yo se ahondaba la noche caliginosa.
Ya era posible tocar la oscuridad, cogerla como si fuera un coágulo de sangre que me frotaba la cara y el cuerpo. La bebía, la tragaba, me sofocaba en su seno. Trazaba nuevos caminos alrededor de mí y transformaba el campo llano en un abismo sin fondo. Levantaba montañas impasibles, arrasaba colinas, inundaba los ríos y los valles. Dentro de su abrazo morían aldeas, bosques, santuarios de los caminos, cuerpos humanos. El Diablo estaba sentado mucho más allá de los límites de lo conocido, lanzando rayos amarillos como el azufre, enviando truenos reverberantes desde más allá de las nubes. Cada trueno sacudía la tierra hasta sus cimientos y aplastaba cada vez más las nubes, hasta que la cortina de lluvia lo convertía todo en una ciénaga inundada.