En la estancia empezó a hacer mucho calor. Las llamas trepaban por las paredes como enredaderas. Abajo, chasqueaban y crepitaban como vainas de legumbres secas, sobre todo junto a la ventana, por donde se colaba una débil corriente de aire. Yo permanecía junto a la puerta, listo para huir, esperando aún que Marta reaccionara. Pero estaba rígida en su asiento, como si no se diese cuenta de lo que ocurría. Las llamas empezaron a lamer sus manos colgantes, como un perrillo afectuoso. Dejaron marcas purpúreas allí y siguieron elevándose hasta el pelo desgreñado.
Las llamas refulgieron como un árbol de Navidad y después reventaron en una alta hoguera y formaron un bonete de fuego sobre la cabeza de Marta. Esta se convirtió en una tea. Las llamas la circundaban tiernamente por todos lados, y el agua del cubo siseó cuando cayeron jirones de su andrajosa chaqueta de piel de conejo. Bajo las llamas veía parches de su piel arrugada y fláccida y manchas blancuzcas sobre sus brazos huesudos.
La llamé por última vez mientras salía velozmente al corral. Las gallinas cacareaban furiosamente y aleteaban en el gallinero próximo a la casa. La vaca habitualmente plácida mugía y embestía con el testuz la puerta del establo. Decidí no esperar la autorización de Marta y solté a las gallinas por mi cuenta. Huyeron histéricamente y trataron de remontar vuelo con un desesperado batir de alas. La vaca consiguió romper la puerta del establo, y ocupó un puesto de observación a una distancia segura del fuego, rumiando cavilosamente.
El interior de la choza ya era un horno. Las llamas saltaban por las ventanas y los boquetes. El techo de paja, incendiado desde abajo, humeaba ominosamente. Marta me dejaba atónito. ¿Era realmente tan indiferente a todo lo que ocurría? ¿Sus hechizos y conjuros la habían inmunizado contra un incendio que estaba reduciendo a cenizas todo lo que la rodeaba?
Aún no había salido. El calor se hacía insoportable. Tuve que trasladarme hasta el otro extremo del corral. El gallinero y el establo ya se habían incendiado. Una legión de ratas, asustadas por el fuego, se escabullían enloquecidas. Los ojos amarillos de un gato, que reflejaban las llamas, escudriñaban desde los confines oscuros del campo.
Marta no aparecía, aunque yo seguía convencido de que saldría indemne. Pero cuando se derrumbó una de las paredes, abarcando el interior carbonizado de la choza, empecé a pensar que no volvería a verla.
Entre las nubes de humo que se elevaban hacia el cielo me pareció ver una extraña figura oblonga. ¿Qué era? ¿Acaso el alma de Marta que subía a los cielos? ¿O era la misma Marta, revivida por el fuego, liberada de su antigua envoltura de costra, que abandonaba la Tierra montada sobre una escoba ígnea como la bruja del cuento que mi madre me narraba?
Las voces de los hombres y los ladridos de los perros me arrancaron de la contemplación absorta del espectáculo de llamas y chispas. Se acercaban los campesinos. Marta siempre me había alertado contra los aldeanos. Decía que si me encontraban solo me ahogarían como si fuera un gatito sarnoso o me matarían de un hachazo.
Eché a correr apenas las primeras figuras humanas aparecieron dentro del círculo de luz. No me vieron. Corrí frenéticamente, chocando con tocones invisibles y arbustos espinosos. Finalmente caí en una zanja. Oí las voces apagadas de los hombres y el estrépito de las paredes al derrumbarse, y después me dormí.
Me desperté al amanecer, semicongelado. Un manto de bruma se extendía entre los bordes de la zanja como una telaraña. Volví a trepar hasta la cima del monte. De la pila de maderos carbonizados y cenizas que señalaban el lugar donde había estado la choza de Marta, se desprendía un penacho de humo y una que otra llama.
En derredor reinaba un silencio absoluto. Pensé que en ese momento iba a encontrar a mis padres en la zanja. Pensé que, aun muy lejos, debían de saber lo que me había ocurrido. ¿Acaso no era su hijo? ¿Para qué servían los padres, si no era para estar junto a sus hijos en los trances peligrosos? Por si se hallaban cerca, los llamé a gritos. Pero no contestó nadie.
Me sentía débil, frío y hambriento. No sabía qué hacer ni a dónde ir. Mis padres aún no habían aparecido.
Temblé y vomité. Tenía que encontrar gente. Tenía que ir a la aldea.
Cojeé sobre mis piernas y mis pies lastimados dirigiéndome cautelosamente, sobre la hierba amarilla de otoño, hacia la lejana aldea.
No encontré a mis padres en ninguna parte. Eché a correr a campo traviesa hacia las chozas de los campesinos. En el cruce de caminos se levantaba un crucifijo podrido, otrora pintado de azul. De él colgaba una imagen sagrada, desde donde un par de ojos apenas visibles pero aparentemente manchados de lágrimas contemplaba los campos desiertos y el resplandor rojizo del sol naciente. Un pájaro gris estaba posado sobre el brazo de la cruz. Al verme, desplegó las alas y desapareció.
El viento esparcía sobre los campos el olor a quemado de la choza de Marta. Un delgado hilo de humo surgía de entre las ruinas cada vez más frías, elevándose hacia el cielo invernal.
Helado y despavorido, entré en la aldea. Las barracas, parcialmente hundidas en la tierra, con techos de paja muy inclinados y ventanas tapiadas, se alineaban a ambos lados del camino de tierra apisonada.
Los perros atados a las empalizadas me vieron y empezaron a aullar y a tirar de sus cadenas. Me detuve en mitad del camino, temeroso de moverme, esperando que uno de ellos se zafara en cualquier momento.
Cruzó por mi cabeza la monstruosa idea de que mis padres no estaban ni estarían allí. Me senté y empecé a llorar nuevamente, llamando a mi padre y mi madre e incluso a mi niñera.
Una muchedumbre de hombres y mujeres empezaba a congregarse en torno, hablando en un dialecto que yo desconocía. Me asustaban sus miradas y sus movimientos suspicaces. Varios de ellos retenían a sus perros que gruñían y tironeaban en dirección a mí.
Alguien me hostigó por detrás con un rastrillo. Salté a un costado. Otro me pinchó con la punta aguzada de una horquilla. Volví a apartarme, llorando a gritos.
La multitud se animó aún más. Recibí una pedrada. Me tendí boca abajo sobre la tierra, decidido a no ver lo que sucedería a continuación. Bombardeaban mi cabeza con estiércol seco, patatas podridas, corazones de manzana, puñados de polvo y pedruscos. Me cubrí la cara con las manos y chillé contra la tierra que tapaba el camino.
Alguien me levantó de un tirón. Un campesino alto y pelirrojo me asía por los cabellos y me arrastró hacia él, retorciéndome la oreja con la otra mano. Me resistí desesperadamente. La multitud reía a gritos. El hombre me empujó, asestándome una patada con la suela de madera de su zapato. La turba rugía, los hombres se apretaban el vientre, muertos de risa, y los perros se acercaban cada vez más a mí.
Un campesino que empuñaba un saco de arpillera se abrió paso entre la multitud. Me cogió por el cuello y me echó el saco sobre la cabeza. Después me arrojó al suelo y trató de amasar el resto de mi cuerpo dentro de la pestilente tierra negra.
Me defendí con pies y manos, mordiendo y arañando. Pero un golpe aplicado en la nuca me hizo perder rápidamente el conocimiento.
Desperté dolorido. Embutido dentro del saco, viajaba sobre los hombros de alguien cuyo calor sudoroso me llegaba a través de la tela áspera. El saco estaba atado con un cordel sobre mi cabeza. Cuando intenté liberarme, el hombre me depositó sobre la tierra y me dejó sin aliento y aturdido con una lluvia de puntapiés. Temiendo moverme, permanecí encogido, como atontado.
Llegamos a una granja. Olí el estiércol y oí el balido de una cabra y el mugido de una vaca. Me dejaron caer sobre el suelo de una barraca y alguien azotó el bulto con un látigo. Salté fuera del saco, rompiendo el cordel como si me hubieran quemado. El campesino estaba allí, empuñando un látigo. Lo descargó contra mis piernas. Empecé a brincar como una ardilla mientras él seguía flagelándome.
Entraron otras personas en la habitación: una mujer con un delantal manchado, recogido, y niños que salieron arrastrándose como cucarachas del lecho de pluma y de detrás del horno, y dos jornaleros.
Me rodearon. Uno intentó tocarme el pelo. Cuando me volví hacia él retiró velozmente la mano. Intercambiaron comentarios acerca de mi persona. Aunque no entendí mucho, oí que repetían varias veces la palabra «gitano». Intenté decirles algo, pero mi lenguaje y mi manera de hablar sólo les arrancaban risitas. El hombre que me había traído empezó a fustigarme nuevamente las pantorrillas. Salté cada vez más alto, mientras los niños y los adultos se reían a carcajadas.
Me dieron un mendrugo y me encerraron en la leñera. Tenía todo el cuerpo dolorido por los zurriagazos y no pude conciliar el sueño. Dentro de la leñera reinaba la oscuridad y oí cómo las ratas correteaban junto a mí. Cuando me rozaban las piernas lanzaba alaridos, asustando a las gallinas que dormían del otro lado, de la pared.
Durante los primeros días los campesinos venían a la barraca con sus familias, para mirarme. El propietario me azotaba las piernas cubiertas de verdugones para que saltara como una rana. Exceptuando el saco que me dieron para cubrirme, con dos agujeros en el fondo para pasar las piernas, estaba casi desnudo. Cuando saltaba, el saco se caía frecuentemente. Los hombres reían estentóreamente y las mujeres lo hacían entre dientes, contemplándome mientras trataba de ocultar mi pene. A algunos de ellos los miraba fijamente a los ojos, e inmediatamente desviaban la vista o escupían tres veces y bajaban la mirada.
Un día vino a la choza una anciana llamada Olga la Sabia. El propietario la trataba con evidente respeto. La mujer me examinó por todas partes, escrutó mis ojos y mis dientes, palpó mis huesos y me ordenó que meara en una jarrita. Luego estudió la orina.
A continuación inspeccionó durante un largo rato la cicatriz de mi vientre, recuerdo de mi apendicectomía, y me palpó el estómago con las manos. Después de la revisión discutió con vehemencia y durante largo rato con el campesino, hasta que al fin me ciñó el cuello con un cordel y me llevó consigo. Me había comprado. Empecé a vivir en su choza. Era una covacha de dos habitaciones, llena de hierbas secas, hojas y arbustos, guijarros de colores con extrañas configuraciones, ranas, topos y ollas donde se retorcían lagartos y gusanos. En el centro de la barraca ardía una fogata sobre la que colgaban varios calderos.
Olga me enseñó todo. A partir de entonces tuve que vigilar el fuego, acarrear haces de leña desde el bosque y limpiar los establos. La choza estaba llena de polvos diversos que Olga preparaba en un gran mortero, triturando y mezclando los distintos ingredientes. Debía ayudarla en este quehacer.
A primera hora de la mañana me llevaba a visitar las chozas de la aldea. Las mujeres y los hombres se santiguaban cuando nos veían, pero exceptuando este detalle nos recibían cortésmente. Los enfermos aguardaban dentro.
Cuando veíamos a una mujer que se estrujaba el abdomen, gimiendo, Olga me ordenaba que masajeara el vientre húmedo y cálido de la paciente y que lo mirara sin interrupción, mientras ella musitaba algunas palabras y trazaba diversos signos en el aire sobre nuestras cabezas. En una oportunidad atendimos a un niño con una pierna putrefacta de cuya piel marrón y arrugada manaba el pus amarillo y sanguinolento. El hedor de la pierna era tan intenso que incluso Olga tenía que abrir la puerta de vez en cuando para dejar entrar una bocanada de aire fresco. Durante todo el día miré la pierna gangrenosa mientras el niño lloriqueaba y se dormía lentamente. Su familia esperaba fuera aterrorizada, rezando a voz en grito.
Cuando el niño se distraía, Olga aplicaba sobre la pierna un hierro al rojo que descansaba en el fuego, y cauterizaba cuidadosamente toda la herida. El niño se retorcía en todas direcciones, chillaba demencialmente, se desmayaba y recuperaba el conocimiento. El olor de carne chamuscada impregnaba la estancia.
La herida crepitaba, como si estuvieran cocinando lonjas de tocino sobre una sartén. Una vez quemada la herida, Olga la cubrió con pedazos de pan mojado, amasados con moho y telarañas recientemente recogidas.
Olga tenía remedios para casi todas las enfermedades, y me inspiraba cada día más respeto. Los aldeanos venían a consultarla con una multitud de problemas y ella siempre podía ayudarlos. Cuando a un hombre le dolían los oídos, Olga los lavaba con aceite de alcaravea, insertaba en cada uno un lienzo arrollado en forma de embudo y empapado en cera caliente, y le prendía fuego a la tela desde afuera. El paciente, atado a una mesa, lanzaba alaridos de dolor mientras el fuego consumía el resto de lienzo dentro del oído. A continuación Olga soplaba rápidamente el residuo, el «serrín», como ella lo llamaba, del interior del oído, y luego cubría el área quemada con un ungüento cuyos ingredientes eran el jugo de una cebolla exprimida, la bilis de un macho cabrío o un conejo, y un chorrito de vodka puro.
También sabía extirpar abscesos, tumores y lobanillos, y extraer dientes careados. Los forúnculos extirpados los guardaba en vinagre hasta que se escabechaban y servían como medicamentos. El pus que brotaba de las heridas lo depositaba escrupulosamente dentro de tazones especiales y lo dejaba fermentar durante varios días. En cuanto a los dientes arrancados, yo los trituraba en el gran mortero y el polvo resultante era puesto a secar sobre trozos de corteza, encima del horno. A veces, en medio de las tinieblas de la noche, un campesino asustado venía a buscar a Olga, y ella partía inmediatamente para asistir a un alumbramiento, cubriéndose con una gran manta y temblando por efecto del frío y de la falta de sueño. Cuando acudía a una de las aldeas vecinas y tardaba varios días en regresar, yo cuidaba la choza, daba de comer a los animales y mantenía encendido el fuego.
Aunque Olga hablaba un dialecto extraño, llegamos a entendernos bastante bien. En invierno, cuando bramaba la tormenta y la aldea quedaba aislada por efecto de la nieve, nos sentábamos juntos en la cálida barraca y Olga me hablaba de todos los hijos de Dios y de todos los espíritus de Satanás.
Me llamaba el
Negro
. Ella fue la primera que me enseñó que yo estaba poseído por un espíritu maligno, y que se agazapaba dentro de mí como un topo en una madriguera profunda, y cuya presencia yo desconocía. A un moreno como yo, poseído por este espíritu maligno, se le identificaba por sus ojos negros embrujados que no parpadeaban cuando miraban otros ojos claros brillantes. Debido a ello, afirmaba Olga, yo podía mirar a los demás y hechizarlos inconscientemente.