El pájaro pintado (23 page)

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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

BOOK: El pájaro pintado
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En estos sueños mis manos expertas despertaban pasiones incontrolables en las jóvenes de las aldeas, y las transformaban en lascivas Ludmilas que me perseguían por prados floridos, y que se acostaban conmigo sobre lechos de tomillo silvestre, entre campos de varas de oro.

En mis sueños me aferraba a Ewka, aprisionándola como una araña, circundándola con tantas patas como las de un ciempiés. Crecía dentro de ella como una ramita injertada por un hábil jardinero en un manzano corpulento. Había otro sueño recurrente que generaba una visión distinta. Los esfuerzos de Ewka por convertirme en un hombre desarrollado fructificaban instantáneamente. Una parte de mi cuerpo se transfiguraba rápidamente en un obelisco monstruoso, de dimensiones increíbles, mientras el resto no sufría alteraciones. Yo me convertía en un mamarracho espantoso: me encerraban en una jaula y la gente me miraba a través de las rejas, riendo excitada. Entonces Ewka, desnuda, se abría paso entre la multitud, y se unía a mí en un grotesco abrazo. Yo era entonces una horrible excrecencia de su cuerpo terso. La bruja Anulka rondaba por allí con un gran cuchillo, dispuesta a separarme de la muchacha con un tajo, a mutilarme y a arrojarme a las hormigas.

Los ruidos del amanecer ponían fin a mis pesadillas. Las gallinas cloqueaban, los gallos cacareaban, los conejos hambrientos tamborileaban el suelo con las patas, mientras
Ditko
, irritado por el estrépito, empezaba a gruñir y ladrar. Ewka corría furtivamente a su cuarto y yo aprovisionaba a los conejos con la hierba que habían calentado nuestros cuerpos.

Makar inspeccionaba las jaulas varias veces por día. Conocía a todos los conejos por sus nombres y nada escapaba a su control. Tenía algunas hembras favoritas cuya alimentación vigilaba personalmente, y no se separaba de sus jaulas cuando tenían cría. Makar sentía particular cariño por una de las hembras. Se trataba de una gigante blanca, con ojos rosados, que nunca había parido. Solía llevarla a la casa y retenerla allí durante varios días, al cabo de los cuales parecía muy enferma. Después de algunas de esas visitas la hembra sangraba bajo el rabo, se negaba a comer, y parecía indispuesta.

Un día Makar me llamó, me señaló la hembra y me ordenó que la matara. Pensé que no hablaba en serio. La coneja blanca era muy valiosa, porque las pieles inmaculadamente blancas no abundan. Además, era muy grande y sin duda sería una reproductora muy fecunda. Makar repitió la orden, sin mirarnos a mí ni al animal. Yo no sabía qué hacer. Makar siempre mataba los conejos personalmente, porque temía que yo no tuviese suficiente fuerza para sacrificarlos de manera rápida e indolora. A mí me correspondía desollarlos y aderezarlos. Después Ewka preparaba con ellos platos muy sabrosos. Ante mi indecisión, Makar me pegó una bofetada y volvió a ordenarme que matara a la coneja.

Era pesada y me resultó difícil arrastrarla hasta el patio. Se debatió y chilló tanto que no pude alzarla por las patas traseras para asestarle un golpe letal detrás de las orejas. No me quedó otra alternativa que matarla sin levantarla. Esperé el momento justo y entonces le pegué con todas mis fuerzas. La coneja se desplomó. Para asegurarme mejor, volví a pegarle. Cuando pensé que estaba muerta la colgué de una estaca especial. Afilé mi cuchillo sobre una piedra y empecé a desollarla.

En primer término, corté la piel de las patas, separándola cuidadosamente del músculo, y poniendo mucha atención para no dañarla. Después de practicar cada corte tiraba la piel hacia abajo, hasta llegar al pescuezo. Este constituía una zona difícil, porque el golpe detrás de las orejas había provocado una hemorragia tan copiosa que era difícil distinguir la piel del músculo. Dado que el más leve deterioro de una piel de conejo valiosa enfurecía a Makar, no me atreví a pensar cómo reaccionaría si estropeaba ésta.

Había empezado a desprender la piel con precauciones especiales, tironeándola lentamente hacia la cabeza, cuando de pronto corrió un estremecimiento por el cuerpo colgado. Me empapó un sudor frío. Esperé un momento, pero el cuerpo se quedó quieto. Me tranquilicé y, pensando que todo había sido una ilusión, reanudé el trabajo. Entonces el cuerpo volvió a convulsionarse. La coneja sólo debía haber quedado aturdida.

Corrí a buscar el garrote para matarla, pero un chillido sobrecogedor me detuvo. El cuerpo parcialmente desollado empezó a saltar y retorcerse en la estaca donde estaba colgado. Anonadado y sin saber lo que hacía, solté a la coneja que seguía debatiéndose. Cayó al suelo y echó a correr inmediatamente, en una y otra dirección. Con la piel colgando en pos de ella, se revolcó sobre la tierra mientras emitía un incesante chillido. El serrín, las hojas, el polvo, el estiércol, se adherían a su carne desnuda y ensangrentada. Se retorcía cada vez más violentamente. Perdió todo sentido de la orientación, impedida su visión por los colgajos de piel que caían sobre sus ojos, y juntaba ramitas y briznas de hierba con el pellejo como si éste fuera un calcetín vuelto a medias.

Sus gritos penetrantes provocaron un pandemónium en el patio. Los conejos aterrorizados enloquecieron en sus jaulas, y las hembras excitadas pisaban a sus crías, en tanto que los machos peleaban, chillando, golpeándose los morros contra las paredes.
Ditko
saltaba y tiraba de la cadena. Las gallinas aleteaban en un desesperado esfuerzo por alejarse volando y después caían, resignadas y humilladas, entre los tomates y las cebollas.

La coneja, ahora totalmente roja, seguía corriendo. Atravesaba la hierba y después volvía a las jaulas, e intentaba escabullirse por el huerto de alubias. Cada vez que la piel desprendida se enganchaba en algún obstáculo, se detenía con un chillido horripilante y soltaba sangre a borbotones.

Por fin Makar salió atropelladamente de la casa, blandiendo un hacha. Corrió detrás de la criatura ensangrentada y la partió en dos con un solo golpe. Después volvió a descargar el hacha, una y otra vez, sobre la masa informe. Su rostro estaba pálido, amarillo, y vociferaba espantosas blasfemias.

Cuando la coneja no era ya más que una pulpa sanguinolenta, Makar me vio y se acercó a mí temblando de rabia. No tuve tiempo de eludirlo y un fuerte puntapié en el estómago me despidió sin aliento por encima de la cerca. El mundo pareció girar en un torbellino. Me quedé obnubilado como si mi propia piel me hubiera caído sobre la cabeza formando una capucha negra.

La patada me inmovilizó durante varias semanas. Yacía postrado en una vieja conejera. Una vez por día Codorniz o Ewka me traían un poco de comida. A veces Ewka venía sola, pero cuando veía en qué estado me encontraba se iba en silencio.

Un día Anulka, que había oído hablar de mis lesiones, trajo un topo vivo. Lo descuartizó ante mis ojos y me lo aplicó sobre el abdomen hasta que el cuerpo del animal se enfrió. Cuando concluyó la operación dijo que su tratamiento me curaría en poco tiempo.

Yo añoraba la presencia de Ewka, su voz, su contacto, su sonrisa. Procuré restablecerme pronto, pero la fuerza de voluntad no era suficiente. Cada vez que trataba de levantarme, sentía un espasmo de dolor en el estómago que me paralizaba durante varios minutos. Arrastrarme fuera de la conejera para orinar era una auténtica tortura y a menudo me daba por vencido y lo hacía en el mismo lugar donde dormía.

Finalmente, el mismo Makar se asomó y me comunicó que si no volvía al trabajo antes de dos días, me dejaría a merced de los campesinos. Estos tenían que llevar en breve unos tributos a la estación de ferrocarril, y me entregarían complacidos a la policía militar alemana.

Empecé a ejercitarme para caminar, pero las piernas no me obedecían y me cansaba fácilmente.

Una noche oí ruidos afuera. Espié por una rendija de las tablas. Codorniz llevaba el macho cabrío a la habitación de su padre, donde brillaba débilmente una lámpara de petróleo.

Pocas veces sacaban al macho cabrío. Era un animal grande, hediondo, feroz, que no le temía a nadie. Incluso
Ditko
prefería no habérselas con él. El macho cabrío atacaba a las gallinas y los pavos y embestía con la cabeza las cercas y los troncos de los árboles. En una oportunidad me persiguió, pero me escondí en las conejeras hasta que Codorniz se lo llevó.

Intrigado por tan insólita visita a la habitación de Makar, trepé sobre el techo de la conejera, desde donde podía ver el interior de la choza. Ewka no tardó en entrar en la estancia, arrebujada en una sábana. Makar aproximó el animal y le acarició la panza con ramitas de abedul hasta excitarlo en la medida suficiente. Entonces, dándole unos golpecitos con la vara, le obligó a colocarse en posición erecta, con las patas anteriores apoyadas sobre un estante. Ewka se despojó de la sábana y vi, con horror, que se metía desnuda debajo del macho cabrío, aferrándose a él como si fuera un hombre. A ratos Makar la empujaba a un lado y excitaba aún más a la bestia. Después dejaba que Ewka se acoplara apasionadamente con el macho cabrío, meneándose, haciendo movimientos de vaivén y abrazándose por fin a él.

Algo se derrumbó dentro de mí. Mis pensamientos se descalabraron y cayeron fragmentados como un cántaro roto. Me sentí tan vacío como una vejiga natatoria que, pinchada reiteradamente, se hunde en aguas profundas y legamosas.

Todos esos hechos me resultaron súbitamente transparentes y obvios. Explicaban la expresión que había oído emplear a menudo respecto de personas que tenían mucho éxito en la vida: «Ha pactado con el Diablo».

Los campesinos también se acusaban mutuamente de aceptar la ayuda de varios demonios, tales como Lucifer, Cadáver, Mammón, Exterminador y muchos otros. Si los poderes del Mal estaban de ese modo al alcance de los campesinos, era probable que acecharan a todos los individuos, dispuestos a apoderarse de ellos a la menor señal de complacencia o de debilidad.

Traté de imaginar la forma en que actuaban los espíritus malignos. Las mentes y las almas estaban tan abiertas a esas fuerzas como un campo roturado, y era en ese campo donde los Malignos esparcían constantemente su simiente. Si la semilla germinaba, si se sentían bien acogidos, ofrecían toda la ayuda necesaria, con la condición de que fuera empleada con fines egoístas y sólo en perjuicio del prójimo. Desde el momento en que el individuo firmaba el pacto con el Diablo, cuanto más daño, infortunio, menoscabo y aflicción pudiera infligir a quienes le rodeaban, mayor sería la ayuda que podría esperar. Si se resistía a mortificar a los demás, si sucumbía a las emociones del amor, la amistad y la compasión, inmediatamente se debilitaba y su propia vida se vería aquejada por los padecimientos y las derrotas que ahorraba a sus semejantes.

Esas criaturas que moraban en el alma humana observaban minuciosamente no sólo todos los actos del hombre, sino también sus motivos y emociones. Lo que importaba era que el hombre fomentara premeditadamente el mal, que se complaciera en atormentar a los demás, que cultivara y utilizara los poderes diabólicos que le conferían los Malignos, en las condiciones adecuadas para causar la mayor desdicha y el mayor sufrimiento posibles en torno de él.

Sólo quienes disfrutaban de una propensión suficientemente apasionada por el odio, la codicia, la venganza o la tortura encaminada a la conquista de un objetivo, parecían capacitados para concertar buenos negocios con las fuerzas del Mal. Los otros, confundidos, con metas inciertas, perdidos entre las blasfemias y las oraciones, entre la taberna y la iglesia, se debatían solos por la vida, sin ayuda de Dios ni del Diablo.

Hasta ese momento yo había sido uno de ellos. Me sentía indignado conmigo mismo por no haber sabido comprender antes las verdaderas normas que regían el mundo. Ciertamente, los Malignos sólo elegían a quienes ya habían desarrollado una suficiente reserva de odio y perfidia interiores.

Los hombres que se vendían a los Malignos permanecerían en poder de éstos hasta la muerte. Periódicamente, deberían poder exhibir un número creciente de fechorías. Pero sus superiores no lo calificaban por igual. Evidentemente, un acto que perjudicaba a una sola persona valía menos que otro que dañaba a muchas.

Las consecuencias del acto perverso también eran importantes. Indudablemente, tenía mucha más importancia arruinar la vida de un joven que la de un viejo a quien de todas maneras no le quedaba mucho tiempo de vida. Además, si la infamia perpetrada contra un individuo contribuía a modificar su carácter y a derivarle hacia el mal como forma de vida, el responsable se hacía acreedor a una recompensa especial. Por tanto, castigar a un inocente valía mucho menos que instigarle a aborrecer a los demás. Pero nada debía de ser más valioso que el odio de grandes grupos humanos. Me resultaba imposible imaginar el premio obtenido por la persona que había logrado inculcar a todos los rubios de ojos azules un odio perdurable contra los morenos.

También empecé a entender el extraordinario éxito de los alemanes. ¿Acaso el cura no les había explica lo en una oportunidad a algunos campesinos que aun en tiempos remotos los alemanes se habían complacido en guerrear? La paz nunca les había seducido. No querían labrar la tierra, no tenían paciencia para esperar la cosecha todos los años. Preferían atacar a otras tribus y apoderarse de sus provisiones. Probablemente, los Malignos se fijaron entonces en los alemanes, quienes, ávidos por hacer daño, se vendieron masivamente a ellos. Por eso estaban dotados de magníficos talentos y habilidades. Por eso podían imponer todos sus métodos refinados de mortificación. El éxito era un círculo vicioso: cuantas más abominaciones perpetraban, más poderes secretos adquirían para cometerlas. Cuantos más poderes diabólicos tenían, más abominaciones podían perpetrar.

Nadie podía detenerlos. Eran invencibles: ejecutaban su labor con maestría. Contagiaban el odio a los demás, condenaban a naciones enteras al exterminio. Todo alemán debía de haber vendido su alma al Diablo en la cuna. Ese era el origen de su poderío y de su fuerza.

Un sudor frío me empapaba en la oscura conejera. Yo también odiaba a muchas personas. Cuántas veces había soñado con el momento en que sería suficientemente fuerte para volver, incendiar las fincas de mis enemigos, envenenar a sus hijos y su ganado, atraerles a ciénagas mortales. En cierto sentido ya había sido reclutado por las fuerzas del Mal y había pactado con ellas. Lo que necesitaba ahora era su ayuda para diseminar el mal. Al fin y al cabo, aún era muy joven: los Malignos tenían razones para pensar que yo disponía de un futuro que podría entregarles, que oportunamente mi odio y mi anhelo de perfidia crecerían como una mala hierba, esparciendo su semilla por muchos campos.

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