El pájaro pintado (24 page)

Read El pájaro pintado Online

Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

BOOK: El pájaro pintado
7.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me sentí más fuerte y confiado. Había llegado a su fin la época de la pasividad: la confianza en el bien, en el poder de la plegaria, en los altares, en los curas y en Dios me había privado del habla. Mi amor por Ewka, mi deseo de hacer cualquier cosa por ella, también habían recibido su justa recompensa.

Ahora me uniría a las filas de aquellos que contaban con la ayuda de los Malignos. Aún no había hecho una auténtica aportación a su obra, pero con el tiempo llegaría a sobresalir tanto como cualquiera de los jefes alemanes. Podía esperar distinciones y premios, así como poderes adicionales con los cuales estaría en disposición de destruir a los demás con los métodos más sutiles. Quienes tuvieran contacto conmigo quedarían infectados por el mal. Ejecutarían su tarea destructiva, y cada uno de sus éxitos me conferiría nuevos poderes.

No había tiempo que perder. Debía adquirir un potencial de odio que me obligara a entrar en acción y a despertar el interés de los Malignos. Si éstos existían realmente, no podían desdeñar la oportunidad de utilizarme.

Ya no sentía dolores. Me arrastré hasta la casa y espié por la ventana. En la habitación, el juego con el macho cabrío había concluido, y la bestia descansaba plácidamente en un rincón. Ewka se entretenía con Codorniz. Ambos estaban desnudos y se turnaban para montarse el uno sobre el otro, saltando como ranas, revolcándose por el suelo, y abrazándose como Ewka me había enseñado a hacerlo. Makar también desnudo, permanecía apartado y los miraba desde arriba. Cuando la muchacha empezó a patear y convulsionarse, mientras Codorniz parecía rígido como una estaca, Makar se arrodilló sobre ellos cerca del rostro de su hija y su ancho cuerpo los ocultó de mi vista.

Me quedé un rato allí, mirándolos.

El espectáculo se deslizaba sobre mi mente entumecida como una gota de agua helada que resbala a lo largo de un carámbano.

De pronto sentí la necesidad de actuar y me alejé cojeando.
Ditko
, familiarizado con mis movimientos, se limitó a gruñir y siguió durmiendo. Me dirigí a la choza de Anulka, situada en el otro extremo de la aldea. Me acerqué sigilosamente, buscando el cometa por todas partes. Mi presencia alarmó a las gallinas, que empezaron a cloquear. Atisbé por la estrecha puerta.

La vieja se despertó en ese momento. Me agazapé detrás de un enorme tonel, y cuando Anulka salió de la choza lancé un aullido de ultratumba y la pinché en las costillas con una vara. La vieja bruja echó a correr, chillando y pidiendo ayuda al Señor y a todos los santos, tropezando con las varas que sostenían las tomateras del huerto.

Me deslicé en el interior de la estancia sofocante y no tardé en encontrar un viejo cometa junto a la estufa. Lo alimenté con algunos rescoldos y corrí hacia el bosque. Detrás de mí oí la voz estridente de Anulka y los ladridos alarmados de los perros y el clamor de las personas que respondían lentamente a sus gritos.

13

A esa altura del año no era muy difícil escapar de una aldea. A menudo contemplaba cómo los muchachos se ceñían patines de fabricación casera a los zapatos y desplegaban trozos de lona sobre sus cabezas y después dejaban que el viento los impulsara sobre la superficie lisa del hielo que cubría las marismas y las dehesas.

Las marismas abarcaban muchos kilómetros, entre una aldea y otra. En otoño el nivel de las aguas crecía y éstas sumergían las cañas y los arbustos. Los pececillos y otros animalitos se multiplicaban rápidamente en las ciénagas. A veces se veía una culebra que nadaba tercamente, con la cabeza erguida y rígida. Las marismas no se congelaban tan rápidamente como las lagunas y los lagos de la comarca. Era como si los vientos y las cañas se defendieran agitando el agua.

Sin embargo, el hielo terminaba por apoderarse de todo. Sólo las puntas de las cañas altas y una o dos ramitas aisladas asomaban aquí y allá, cubiertas por una capa de escarcha sobre la cual los copos de nieve se posaban precariamente. Los vientos soplaban furiosos y desbocados. Dejaban atrás los hábitos humanos y cobraban velocidad sobre las marismas llanas, levantando remolinos de nieve pulverizada, arrastrando ramas viejas y tallos secos de patatas, doblegando las orgullosas copas de los árboles más altos que irrumpían sobre el hielo. Yo sabía que había muchos vientos distintos y que se trababan en combate, embistiéndose, luchando, tratando de ganar más terreno.

Tiempo atrás me había fabricado un par de patines, pensando que algún día tendría que abandonar la aldea. Acoplé un poco de alambre grueso a dos planchas largas de madera, con un extremo curvado. Después coloqué unos cordones en los patines y los amarré fuertemente a las botas, que también había confeccionado yo mismo. Estas botas consistían en suelas de madera, rectangulares, y retazos de pieles de conejo, todo ello reforzado por fuera con lona.

Sobre la orilla de la marisma, me sujeté los patines a las botas. Me colgué el cometa del hombro y desplegué la vela sobre mi cabeza. La mano invisible del viento empezó a empujarme. Cada soplo que me alejaba de la aldea multiplicaba mi aceleración. Mis patines se deslizaban sobre el hielo y sentía el calor del cometa. Ya estaba en el centro de una vasta superficie congelada. El viento ululante me arrastraba consigo, y las oscuras nubes grises con ribetes iluminados me acompañaban en el viaje.

Patinando a través de esa infinita planicie blanca me sentía tan libre y solitario como un estornino que se hubiera remontado por el aire, mecido por todas las ráfagas, siguiendo una corriente, ignorante de su velocidad, arrastrado a una danza desenfrenada. Me entregué a la fuerza frenética del viento, y desplegué aún más mi vela. Era increíble que los lugareños tomaran al viento por un enemigo y le cerraran las ventanas, llevados del temor de que trajera consigo la peste, la parálisis y la muerte. Siempre decían que el Diablo era el señor de los vientos, y que éstos obedecían sus órdenes insidiosas.

En ese momento el aire me empujaba con gran fuerza. Yo volaba sobre el hielo, eludiendo a ratos los tallos congelados. La luz del sol era mortecina, y cuando por fin me detuve tenía los hombros y los tobillos rígidos y fríos. Resolví descansar y calentarme, pero cuando eché mano a mi cometa descubrí que se había apagado. No quedaba ni una chispa. Me sentí presa del miedo, sin saber qué hacer. No podía volver a la aldea, porque no me quedaban energías para la larga lucha contra el viento. Ignoraba si había alguna granja cerca, si podría hallarla antes de que anocheciera y si me darían albergue aun en el caso de que lograra encontrarla.

En medio del viento ululante oí algo parecido a una risita. Me recorrió un escalofrío cuando pensé que el Diablo en persona me ponía a prueba haciéndome dar vueltas alrededor de un mismo lugar, a la espera del momento en que aceptaría su oferta.

Mientras el viento me azotaba, oí otros susurros, rezongos y gemidos. Al fin los Malignos se acordaban de mí. Para inculcarme el odio me habían separado primeramente de mis padres, después me habían alejado de Marta y Olga, me habían arrojado en manos del carpintero, me habían dejado sin habla y finalmente habían acoplado a Ewka con el macho cabrío. Ahora me arrastraban por un erial helado, me lanzaban nieve a la cara y alteraban mis pensamientos. Estaba en su poder, solo sobre una cristalina lámina de hielo que los mismos Malignos habían dispuesto entre las aldeas remotas. Hacían cabriolas sobre mi cabeza y podían enviarme a donde se les antojara.

Empecé a caminar sobre los pies doloridos, sin tener conciencia de la hora. Cada paso me atormentaba y debía detenerme a descansar con frecuencia. Me sentaba sobre el hielo, procurando mover las piernas ateridas, frotándome las mejillas, la nariz y las orejas con la nieve que recogía de mi pelo y mis ropas, dándome masajes con los dedos rígidos, tratando de encontrar el más leve síntoma de sensibilidad en los dedos entumecidos de los pies.

El sol se hallaba bajo el horizonte y sus rayos oblicuos eran tan fríos como los de la luna. Cuando me sentaba, el mundo parecía, en derredor, una gran sartén cuidadosamente pulida por un ama de casa hacendosa.

Desplegué la lona sobre mi cabeza, en el intento de ser impulsado por todas las turbulencias mientras enfilaba sin vacilar hacia el sol poniente. Cuando casi había abandonado toda esperanza, descubrí las siluetas de los techos de paja. Poco después, en el momento en que la aldea ya era claramente visible, apareció una pandilla de muchachos que se acercaban patinando. Tuve miedo de hacerles frente sin mi cometa, e intenté eludirlos cambiando el rumbo hacia las afueras de la aldea. Pero era demasiado tarde: ya me habían divisado.

El grupo venía a mi encuentro. Eché a correr contra el viento, pero me faltaba el aliento y las piernas apenas me sostenían. Me senté sobre el hielo, aferrando el asa del cometa.

Los muchachos siguieron acercándose. Eran diez o más y avanzaban implacablemente contra el viento, meciendo los brazos, sosteniéndose entre sí. El aire se llevaba sus voces y yo no oía nada.

Cuando estuvieron muy próximos, se dividieron en dos grupos y me cercaron cautelosamente. Yo me acurruqué sobre el hielo y me cubrí la cara con la vela de lona, esperando que me dejaran en paz.

Obraban con recelo. Fingí no verles. Tres de los más robustos se adelantaron.

—Un gitano —dijo uno—. Un bastardo gitano.

Los otros aguardaban serenamente, pero cuando intenté levantarme se abalanzaron sobre mí y me retorcieron los brazos detrás de la espalda. La pandilla se enardeció. Me pegaron en la cara y el estómago. La sangre se congeló sobre mi labio y me cubrió un ojo. El más alto de ellos dijo algo y los otros parecieron aprobar con entusiasmo. Alguien me aprisionó las piernas y los otros empezaron a arrancarme los pantalones. Sabía qué era lo que se proponían hacer. Había visto cómo una pandilla de pastores violaba a un chico de otra aldea que se había internado en territorio ajeno. Comprendí que sólo un acontecimiento imprevisto podría salvarme.

Dejé que me quitaran los pantalones, simulando que estaba exhausto y que no podía oponer más resistencia. Supuse que no me quitarían las botas ni los patines porque estaban muy bien sujetos a mis pies. Al ver que desfallecía y no luchaba, aflojaron la presión. Dos de los más corpulentos se agacharon sobre mi abdomen desnudo y me pegaron con los guantes congelados.

Puse los músculos en tensión, encogí ligeramente una pierna, y le asesté una patada a uno de los muchachos que se inclinaban sobre mí. Algo crujió en su cabeza. Al principio pensé que había sido el patín, pero cuando lo despegué de su ojo estaba entero. Otro intentó asirme por las piernas, y le pegué con el patín en el cuello. Los dos gallitos cayeron sobre el hielo, sangrando profusamente. Sus compañeros se espantaron, y la mayoría de ellos empezaron a remolcar a los dos heridos hacia la aldea, dejando un reguero de sangre sobre el hielo. Cuatro de ellos se quedaron atrás.

Estos cuatro me inmovilizaron con una larga pértiga que servía para pescar en los agujeros del hielo. Cuando dejé de forcejear me arrastraron hasta un orificio cercano. Yo me debatí desesperadamente junto al borde del agua, pero ellos estaban preparados. Dos se ocuparon de ensanchar el agujero y luego me despidieron entre todos, empujándome bajo el hielo con el extremo puntiagudo de la pértiga. Procuraron asegurarse de que fuera imposible salir a flote.

El agua helada se cerró sobre mi cabeza. Apreté los labios y contuve la respiración, mientras sentía el pinchazo doloroso de la pértiga que me empujaba hacia el fondo. Me deslicé bajo el hielo, sintiendo cómo éste me frotaba la cabeza, los hombros y las manos desnudas. Y luego el palo aguzado se balanceó junto a las yemas de mis dedos, ya sin hostigarme, porque los muchachos lo habían soltado.

El frío me envolvió. Mi mente se estaba congelando. Yo me deslizaba hacia abajo, ahogándome. En ese lugar el agua era poco profunda, y lo único que se me ocurrió fue utilizar la pértiga para tomar impulso contra el fondo y remontarme hasta el agujero. Cogí el palo y éste me sostuvo mientras me movía debajo del hielo. Cuando mis pulmones ya estaban a punto de reventar y yo me disponía a abrir la boca para tragar cualquier cosa que encontrara, descubrí que me hallaba cerca de la abertura. Bastó otro impulso para que mi cabeza asomara, aspiré, y el aire me pareció un chorro de sopa hirviente. Aferré el borde cortante del hielo, asiéndome a él en la posición ideal para poder respirar sin emerger con demasiada frecuencia. No sabía a qué distancia estaban mis enemigos y prefería esperar un rato.

Sólo mi cara continuaba con vida: no sentía el resto del cuerpo, que parecía haberse fusionado con el hielo. Me esforcé por mover las piernas y los pies.

Espié por encima del borde del agujero y vi que los muchachos se perdían en lontananza, empequeñeciéndose cada vez más. Cuando me pareció que estaban suficientemente lejos, trepé a la superficie. Mis ropas se habían congelado y el menor movimiento las hacía crujir. Comencé a saltar, estiré las piernas y los brazos rígidos y me froté con nieve, pero sólo conseguía calentarme por unos pocos segundos y después todo volvía a quedar como antes.

Me ceñí a las piernas los restos desgarrados de los pantalones y luego saqué la pértiga del agujero y me apoyé pesadamente sobre ella. El viento me azotaba por el costado y me resultaba difícil mantener el rumbo. Cada vez que me debilitaba me metía el palo entre las piernas y lo usaba para sostenerme, como si cabalgara sobre una cola rígida.

Me alejaba lentamente de las cabañas, en dirección a un bosque que se abría en lontananza. Eran las últimas horas de la tarde y el disco pardo del sol estaba seccionado por las siluetas cuadrangulares de los techos y las chimeneas. Cada ráfaga de viento le robaba a mi cuerpo preciosos vestigios de calor. Sabía que no debía descansar ni detenerme un segundo, hasta llegar al bosque. Empecé a vislumbrar la configuración de la corteza de los árboles. Una liebre asustada saltó de debajo de un matorral.

Cuando llegué a los primeros árboles la cabeza me daba vueltas. Me pareció que corría la estación estival y que las espigas doradas de trigo ondulaban sobre mi cabeza y que Ewka me tocaba con su mano cálida. Tuve visiones de comida: una inmensa fuente de carne sazonada con vinagre, ajo, pimienta y sal; una escudilla de gachas grumosas reforzadas con hojas de col encurtidas y trozos de tocino suculento; rebanadas de pan de cebada empapadas en un
borscht
espeso elaborado con cebada, patatas y maíz.

Other books

The Letter Writer by Ann Rinaldi
Traffic by Tom Vanderbilt
Costume Not Included by Matthew Hughes
Afton of Margate Castle by Angela Elwell Hunt
The Wrecking Crew by Kent Hartman