Nunca la había tenido tan cerca. Casi podía tocar su mortaja etérea, escudriñar sus ojos brumosos. Se detuvo frente a mí, acicalándose con coquetería y augurando otro encuentro. No le temía: deseaba que me llevara al otro lado del bosque, a las marismas insondables donde las ramas se sumergen en los humeantes calderos que burbujean llenos de vapores sulfurosos, donde uno oye por la noche el agudo y seco entrechocar de los fantasmas acoplados y el viento sibilante en las copas de los árboles, como un violín en un cuarto lejano.
Estiré la mano, pero el espectro se desvaneció entre los árboles con su carga de hojas susurrantes y su pesada cosecha de cadáveres colgados.
Algo parecía arder dentro de mí. Me daba vueltas la cabeza y estaba cubierto de sudor. Caminé hacia la orilla del río. La brisa húmeda me refrescó y me senté sobre un tronco.
Allí el río era ancho. Su rápida corriente arrastraba troncos, ramas rotas, jirones de arpillera, gavillas de paja en locos remolinos. A ratos pasaba flotando el cadáver hinchado de un caballo. Me pareció ver un cuerpo humano, azulado y putrefacto, que se deslizaba a ras de la superficie. Durante un momento el agua se mantuvo clara. Luego apareció una masa de peces muertos por las explosiones. Daban volteretas, flotaban panza arriba, y se arracimaban, como si ya no hubiera lugar para ellos en el río al cual el arco iris los había traído hacía mucho tiempo.
Yo temblaba. Decidí acercarme a los soldados rojos, aunque no sabía con certeza cómo reaccionarían ante la gente con ojos negros y hechiceros. Al pasar frente a la hilera de cuerpos suspendidos me pareció reconocer al hombre que me había pegado con la culata del fusil. Se columpiaba describiendo un amplio círculo, con la boca abierta e infestado de moscas. Volví la cabeza para verle mejor la cara. El dolor me atravesó nuevamente el pecho.
Me dieron de alta en el hospital del regimiento. Habían transcurrido varias semanas y corría el otoño de 1944. El dolor de mi pecho había desaparecido, y lo que había roto la culata del fusil del calmuco, fuera lo que fuere, ya estaba curado.
Contrariamente a lo que había temido, me permitieron quedarme con los soldados, pero sabía que esta solución era meramente temporal. Preveía que cuando el regimiento se trasladara al frente, me dejarían en alguna aldea. Entretanto había acampado junto al río y nada hacía suponer que partiría pronto. Se trataba de un regimiento de comunicaciones, compuesto primordialmente por soldados muy jóvenes y por oficiales recientemente reclutados, que eran aún simples niños al comenzar la contienda. Los cañones, las ametralladoras, los camiones y los equipos de telégrafos y teléfonos eran todos flamantes, estaban bien aceitados y aún no habían sido puestos a prueba por la guerra. La lona de las tiendas y los uniformes de los soldados aún no habían tenido tiempo de desteñirse.
La guerra y el frente de combate ya se habían internado profundamente en territorio enemigo. La radio anunciaba todos los días nuevas derrotas del ejército alemán y de sus exhaustos aliados. Los soldados escuchaban con atención los boletines de noticias, asentían orgullosamente y continuaban su entrenamiento. Escribían largas cartas a sus parientes y amigos, en las que manifestaban sus dudas de que se les presentara la oportunidad de participar en una batalla antes de que terminase la guerra, porque sus hermanos mayores estaban destrozando por completo a los alemanes.
La vida en el regimiento era plácida y ordenada. Cada pocos días un pequeño biplano aterrizaba en el aeródromo improvisado, con su carga de correspondencia y periódicos. Las cartas traían noticias del terruño, donde la gente empezaba a reconstruir sobre las ruinas. Las fotos de los periódicos mostraban ciudades soviéticas y alemanas bombardeadas, fortificaciones destruidas, y las caras barbudas de los prisioneros alemanes que formaban columnas interminables. Entre los oficiales y soldados circulaba cada vez con más frecuencia el rumor de que se aproximaba el fin de la guerra.
Dos hombres eran los que más se ocupaban de mí. Uno de ellos era Gavrila, un oficial político del regimiento, de quien se decía que había perdido a toda su familia en los primeros días de la invasión nazi, y el otro Mitka, conocido por el apodo de
Mitka el Cuclillo
, instructor de tiro y excelente francotirador.
También disfrutaba de la protección de muchos de sus amigos. Todos los días Gavrila me consagraba un poco de tiempo en la biblioteca de campaña. Me enseñaba a leer. Al fin y al cabo, decía, yo ya tenía más de once años. Los niños rusos de mi edad no sólo sabían leer y escribir, sino que incluso estaban en condiciones de luchar contra el enemigo cuando era necesario. Yo no quería que me tomaran por un crío: estudiaba con esmero, observaba el comportamiento de los soldados y los imitaba.
Los libros me impresionaban tremendamente. A partir de sus sencillas páginas impresas uno podía suscitar un mundo tan real como el que aprehendían los sentidos. Además, el mundo de los libros, como la carne envasada, era un poco más sustancioso y sabroso que en el que realmente vivíamos. En la vida diaria, por ejemplo, uno veía a muchas personas sin conocerlas verdaderamente, en tanto que en los libros uno sabía incluso qué era lo que la gente pensaba y planeaba.
Mi primer libro lo leí con la ayuda de Gavrila. Se titulaba
Mi infancia
, y su protagonista, un niño como yo, perdía a su padre en la primera página. Leí el libro varias veces y me llenó de esperanza. Su protagonista tampoco había tenido una vida fácil. Después de la muerte de su madre quedó totalmente solo, pero, a pesar de las múltiples dificultades se convirtió, según dijo Gavrila, en un gran hombre. Se trataba de Máximo Gorki, uno de los mejores escritores soviéticos. Sus libros llenaban muchos estantes de la biblioteca del regimiento y eran conocidos en todo el mundo.
También me gustaba la poesía. Estaba escrita en un estilo que me recordaba el de las oraciones religiosas, aunque era más bella y más inteligible. Por otro lado, los poemas no garantizaban días de indulgencia. No había que recitarlos para purgar pecados: la poesía era un placer. Las palabras suaves, pulcras, se engranaban como piedras de molino aceitadas y bruñidas para lograr un encaje perfecto. Leer no era, empero, mi ocupación primordial. Las lecciones que me daba Gavrila eran más importantes.
El me enseñó que el ordenamiento del mundo no tenía nada que ver con Dios, y que Dios no tenía nada que ver con el mundo. La razón de ello era muy simple: Dios no existía. Los sacerdotes ladinos lo habían inventado para poder engatusar a las personas estúpidas y supersticiosas. No había Dios, ni Santísima Trinidad, ni diablos, ni fantasmas, ni vampiros que se levantaban de las tumbas. La Muerte no rondaba por todas partes buscando nuevos pecadores de quienes apoderarse. Eso no eran sino leyendas para individuos ignorantes que no entendían el ordenamiento natural del mundo, que no creían en sus propias fuerzas, y que por consiguiente debían refugiarse en la creencia de algún Dios.
Según Gavrila, las personas determinaban por sí mismas el curso de sus vidas y eran las únicas dueñas de su destino. Esta era la razón por la cual todo hombre tenía importancia, y por la cual era esencial que todos supieran qué hacer y hacia dónde encaminarse. El individuo podía pensar que sus actos carecían de importancia, pero esto era una quimera. Sus actos, como los de otros incontables individuos, formaban un gran mosaico que sólo podían discernir quienes se encontraban en la cúspide de la sociedad. De la misma manera, las puntadas aparentemente inconexas de la aguja de una mujer contribuían a formar el hermoso diseño floral que aparecía finalmente sobre un mantel o una colcha.
Según estipulaba una de las reglas de la historia humana, decía Gavrila, de tiempo en tiempo un hombre descollaba sobre la vasta masa anónima de sus semejantes; un hombre que anhelaba el bienestar de los demás y que, merced al grado excelso de su conocimiento y su sabiduría, comprendía que los problemas de la tierra no se solucionarían esperando la ayuda divina. Ese hombre se transformaba en un líder, en uno de los próceres que guiaban los pensamientos y los actos del pueblo, así como el tejedor guía sus hilos entre las complejidades de la urdimbre.
Los retratos y las fotografías de esos prohombres presidían la biblioteca del regimiento, el hospital de campaña, la sala de recreo, los refectorios y los dormitorios de los soldados. Yo había contemplado a menudo los rostros de esos personajes sabios y descollantes. Muchos de ellos habían muerto. Algunos tenían nombres breves, resonantes, y largas barbas tupidas. Sin embargo, el último aún vivía. Sus retratos eran más grandes, más luminosos, más bellos que los de los otros. Era bajo su conducción, me explicó Gavrila, que el ejército rojo estaba derrotando a los alemanes y llevando a los pueblos liberados una nueva forma de vida que los hacía a todos iguales. No habría ricos ni pobres, explotadores ni explotados. Los rubios no perseguirían a los morenos y ningún pueblo sería condenado a las cámaras de gas. Gavrila, como todos los otros oficiales y soldados del regimiento, le debía a ese hombre cuanto poseía: educación, jerarquía, hogar. La biblioteca le debía todos sus libros bellamente impresos y encuadernados. Yo le debía los cuidados de los médicos militares y mi recuperación. Cada ciudadano soviético le debía a ese hombre todo lo que tenía y toda su buena fortuna.
El hombre se llamaba Stalin.
En los retratos y las fotografías aparecía con una expresión afable y ojos magnánimos. Parecía un abuelo o un tío cariñoso, a quien no veíamos desde hacía mucho tiempo, y que estaba ansioso por estrecharnos entre sus brazos. Gavrila me leyó y me contó muchas historias acerca de la vida de Stalin. A mi edad, el joven Stalin ya había luchado por los derechos de los indigentes, enfrentando la explotación secular de los pobres indefensos por los ricos despiadados.
Yo contemplaba las fotografías que mostraban a Stalin cuando era joven. Tenía un pelo muy negro, muy espeso, ojos oscuros, cejas tupidas, y más tarde incluso un bigote negro. Parecía más gitano que yo, más judío que el judío a quien había matado el oficial alemán del uniforme negro, más judío que el niño hallado por los campesinos sobre la vía del ferrocarril. Stalin había tenido la suerte de no pasar su juventud en las aldeas donde yo había vivido. Si le hubieran maltratado constantemente en su infancia por sus facciones morenas, quizá no habría dispuesto de tanto tiempo para ayudar a los demás; quizá la sola necesidad de defenderse de los niños y los perros de la aldea le habría tenido muy ocupado.
Pero Stalin era georgiano. Gavrila no me dijo si los alemanes habían planeado incinerar a los georgianos. Sin embargo, cuando miraba a los hombres que rodeaban a Stalin en las fotos no me cabía la menor duda de que si los alemanes los hubieran capturado, habrían terminado todos en los hornos. Eran en su totalidad morenos, de pelo negro y ojos oscuros.
Puesto que Stalin vivía allí, Moscú era el corazón de todo el país y la ciudad venerada por las masas trabajadoras de todo el mundo. Los soldados entonaban canciones sobre Moscú, los escritores le dedicaban libros, los poetas la alababan en sus versos. Se filmaban películas sobre Moscú y se contaban historias fascinantes acerca de ella. Parecía que debajo de sus calles, a grandes profundidades, sepultados como topos gigantescos, unos trenes largos y refulgentes corrían serenamente y se detenían sin hacer ruido en estaciones decoradas con mármoles y mosaicos más suntuosos que los de las más bellas iglesias.
El hogar de Stalin era el Kremlin. Allí se levantaban muchos antiguos palacios e iglesias, en un enclave rodeado por una alta muralla. Por encima de ésta se veían las cúpulas, que parecían rábanos gigantescos con sus raíces apuntando al cielo. Otras fotos mostraban las habitaciones del Kremlin donde había vivido Lenin, el difunto maestro de Stalin. Algunos soldados se sentían más impresionados por Lenin, y otros por Stalin, así como algunos campesinos hablaban con más frecuencia de Dios Padre y otros de Dios Hijo.
Los soldados decían que las ventanas del despacho que Stalin ocupaba en el Kremlin estaban iluminadas hasta altas horas de la noche, y que los habitantes de Moscú, junto con todas las masas trabajadoras del mundo, volvían los ojos hacia esas ventanas en busca de nueva inspiración y esperanza para el futuro. Allí el gran Stalin velaba por ellos, se afanaba por todos, ideaba las mejores estrategias para ganar la guerra y destruir a los enemigos de las masas trabajadoras. Se preocupaba por todos los pueblos víctimas del sufrimiento, incluso aquellos de países lejanos que aún vivían subyugados por una terrible opresión. Pero el día de su liberación se acercaba, y para que llegara lo antes posible Stalin debía trabajar hasta muy tarde.
Después de aprender todas estas cosas que me enseñaba Gavrila, salía a caminar a menudo por los campos y me sumergía en profundas reflexiones. Deploraba haber malgastado tantas energías en mis oraciones. Los muchos miles de días de indulgencia que había ganado con ellas no me servirían para nada. Si realmente no había Dios, ni Hijo, ni Santa Madre, ni santos menores, ¿a dónde habían ido a parar mis plegarias? ¿Acaso daban vueltas por el cielo vacío como una bandada de pájaros cuyos nidos han sido destruidos? ¿O estaban en un lugar secreto y, al igual que mi voz perdida, luchaban por redimirse?
Al recordar algunas palabras de esas oraciones, me sentía defraudado. Como decía Gavrila, no eran sino palabras desprovistas de sentido. ¿Cómo no me había dado cuenta de ello antes? Por otro lado, me resultaba difícil aceptar que los mismos curas no creían en Dios y sólo lo utilizaban para engatusar a los demás. ¿Y qué decir de las iglesias, tanto romanas como ortodoxas? ¿También las habían construido, como afirmaba Gavrila, con el único fin de intimidar a la gente, utilizando el supuesto poder de Dios para obligarles a mantener al clero? Pero si los curas actuaban de buena fe, ¿qué les sucedería cuando se enteraran súbitamente de que Dios no existía y de que por encima de la torre más alta de las iglesias sólo había un cielo infinito surcado por aviones con estrellas rojas pintadas en las alas? ¿Qué harían cuando comprobaran que todas sus oraciones carecían de valor y que todo lo que hacían en el altar, y todo lo que decían a la gente desde el púlpito, era una superchería?
El descubrimiento de la terrible verdad constituiría un golpe peor que la muerte del padre o la última visión de su cuerpo sin vida. Los seres humanos siempre se habían sentido reconfortados por su fe en Dios, y generalmente morían antes que sus hijos. Esta era la ley de la Naturaleza. Su único consuelo residía en la certeza de que, después de que ellos murieran, Dios guiaría a sus hijos a lo largo de la vida terrenal, así como los hijos encontraban su único solaz en la idea de que Dios acogería en su seno a sus padres más allá de la tumba. Dios siempre estaba presente en el pensamiento de los hombres, aunque El mismo se hallara demasiado ocupado para escuchar sus oraciones y para llevar la cuenta de los días de indulgencia que acumulaban.