Finalmente, las enseñanzas de Gavrila me inculcaron una nueva confianza. En este mundo había sistemas realistas para fomentar el bien, y había personas que habían consagrado su existencia íntegra a esta tarea. Eran ellos los miembros del Partido Comunista, a quienes se seleccionaba entre el grueso de la población, se les daba una instrucción especial y se les encomendaba tareas particulares. Estaban dispuestos a soportar penurias, e incluso la muerte, si lo exigía la causa del pueblo trabajador. Los miembros del Partido se elevaban en la cúspide de la sociedad, desde donde los actos humanos no se veían como incoherencias ininteligibles sino como parte de un esquema nítido. El Partido podía ver más lejos que el mejor de los francotiradores. Esta era la razón por la cual todos los miembros del Partido no sólo conocían el significado de los acontecimientos sino que también los plasmaban y los encauzaban hacia nuevos objetivos. Por ello nada podía sorprender a un miembro del Partido. El Partido era, para el pueblo trabajador, lo que la locomotora para el tren. Conducía a los demás hacia las más excelsas metas, señalaba los atajos que llevaban al perfeccionamiento de la vida. Y Stalin era el maquinista que empuñaba la palanca de mando de esta locomotora.
Gavrila siempre volvía ronco y extenuado de las asambleas del Partido, que eran largas y tempestuosas. En esas reuniones frecuentes los miembros del Partido se valoraban los unos a los otros; cada uno de ellos criticaba a los demás y se criticaba a sí mismo, elogiaba lo encomiable, o señalaba defectos. Tenían particular conciencia de los hechos que se desarrollaban en torno, y siempre se esforzaban por contrarrestar las actividades perniciosas de quienes se hallaban sometidos a la influencia de los curas y los terratenientes. Gracias a su constante vigilancia, los miembros del Partido se templaban como el acero. Entre ellos se contaban jóvenes y viejos, oficiales y reclutas. La fuerza del Partido, explicaba Gavrila, residía en su capacidad para librarse de aquellos que, como la rueda atascada o torcida de un carro, suponían un impedimento para el progreso. Esta purga interior se practicaba en las asambleas, y era allí donde los miembros adquirían la necesaria tenacidad.
El resultado era portentoso. Yo miraba a un hombre que vestía como los demás, que trabajaba y luchaba como todos. Parecía ser sencillamente otro soldado de un inmenso ejército. Pero podía ser un miembro del Partido, y era posible que llevara el carnet del Partido en un bolsillo de su uniforme, sobre el corazón. Entonces cambiaba ante mis ojos como el papel sensible en el cuarto oscuro del fotógrafo del regimiento. Se convertía en uno de los mejores, en uno de los elegidos, en uno de aquellos que sabían más que los otros. Sus juicios tenían más fuerza intrínseca que una caja de explosivos. Los otros se callaban cuando él hablaba, o hablaban con más prudencia cuando él escuchaba.
En el mundo soviético se calificaba al individuo según la opinión que los demás tenían de él, y no según la suya propia. Sólo el grupo, que ellos llamaban «la colectividad», estaba facultado para determinar el valor y la importancia de un hombre. El grupo resolvía de qué manera podía ser más útil y qué era lo que reducía su utilidad respecto de los otros. El mismo se convertía en el resultado de todo lo que los otros decían acerca de su persona. La elucidación del carácter íntimo de un individuo era un proceso que, según Gavrila, no tenía fin. Era imposible saber si en su fondo, como en el de un pozo profundo, no acechaba un enemigo del pueblo trabajador, un agente de los terratenientes. Por esto el hombre debía ser objeto de permanente vigilancia por quienes le rodeaban, ya se tratara de amigos o de enemigos.
En el mundo de Gavrila, el individuo parecía tener muchas caras: era posible abofetear una de ellas mientras se besaba otra, en tanto que una tercera pasaba momentáneamente inadvertida. En cada momento lo medían con patrones de pericia profesional, orígenes familiares, éxitos colectivos o partidarios, y lo comparaban con otros hombres que podrían reemplazarlo en cualquier momento o a quienes él, a su vez, podría sustituir. El Partido miraba al hombre con varias lentes simultáneas de distinto foco pero de invariable precisión, y nadie sabía cuál era la imagen que aparecería en última instancia.
Ser miembro del Partido era, en verdad, la meta. El camino que conducía a esa cumbre no era fácil, y cuanto más aprendía yo acerca de la vida en el regimiento mejor comprendía la complejidad del mundo donde se movía Gavrila.
Parecía que para llegar a la cúspide el hombre debía trepar simultáneamente por muchas escaleras. Era posible que ya hubiera llegado a la mitad de la escalera profesional cuando apenas empezaba a subir por la política. También era posible que al tiempo que subía por una estuviera descendiendo por otra. En consecuencia las posibilidades de llegar a la cima se alteraban, y ésta, como decía Gavrila, se hallaba a menudo un paso adelante y dos atrás. Además, incluso después de haberla alcanzado, era muy fácil caer y tener que empezar de nuevo, desde la base.
Puesto que la calificación del individuo dependía en parte de su origen social, los antecedentes familiares influían aunque sus padres ya hubieran muerto. El individuo tenía más posibilidades de ascender si sus padres eran obreros industriales que si eran campesinos o burócratas. La sombra de la familia seguía a los ciudadanos implacablemente, así como el concepto del pecado original acosaba incluso al mejor católico.
Yo me sentía atemorizado. Aunque no recordaba la profesión exacta de mi padre, evocaba la presencia de una cocinera, una criada y una niñera, a las que seguramente se podía calificar de víctimas de la explotación. También sabía que ni mi padre ni mi madre habían sido obreros. ¿Acaso esto significaba que así como los campesinos me habían reprochado mi pelo y mis ojos negros, también mi origen social podría colocarme en inferioridad de condiciones en el curso de mi nueva vida con los soviéticos?
En la escala militar, la posición del individuo dependía de su rango y de la función que desempeñaba en el regimiento. Un miembro veterano del Partido debía obedecer estrictamente las órdenes de su comandante, que tal vez ni siquiera era miembro del Partido. Después, en una reunión del Partido, podía criticar las actividades de ese mismo comandante, y si sus denuncias eran apoyadas por otros miembros, quizá lograría que al comandante lo rebajaran a un rango inferior. A veces sucedía lo contrario: un comandante podía castigar a un oficial que pertenecía al Partido, y éste lo degradaba aún más en su jerarquía.
Yo me sentía perdido en semejante laberinto. En el mundo al que Gavrila me estaba introduciendo, las aspiraciones y expectativas humanas se entrelazaban como las raíces y las ramas de los grandes árboles de un bosque frondoso, donde cada árbol pugnaba por extraer más humedad del suelo y por obtener más luz del cielo.
Estaba preocupado. ¿Qué me sucedería cuando creciera? ¿Qué aspecto tendría cuando me miraran a través de los múltiples ojos del Partido? ¿Cómo era mi esencia más profunda? ¿Tenía un núcleo sano, como el de una manzana fresca, o estaba podrido como el hueso agusanado de una ciruela mustia?
¿Qué sería de mí si los otros, la colectividad, resolvían que yo era más apto para el buceo, por ejemplo? ¿Influiría el hecho de que el agua me aterrorizara porque cada zambullida me traía el recuerdo del trance en que casi había perecido ahogado bajo el hielo? Quizás el grupo pensaría que ésa había sido una experiencia valiosa, que me había capacitado para entrenarme en el buceo. En lugar de convertirme en un inventor de espoletas, debería pasar el resto de mi vida trabajando como buzo, odiando la presencia misma del agua, despavorido antes de cada inmersión. ¿Qué ocurriría en ese caso? ¿Cómo es posible, preguntaba Gavrila, que un individuo pretenda anteponer su juicio al de la mayoría?
Yo asimilaba cada palabra de Gavrila, y escribía sobre la pizarra que me había regalado aquellas preguntas para las que necesitaba respuesta. Escuchaba las conversaciones de los soldados antes y después de las asambleas; y durante las reuniones, pegaba el oído a las paredes de lona de la tienda.
La existencia de estos adultos soviéticos no era muy fácil. Quizás era tan dura como peregrinar de una aldea a otra, mientras a uno lo confundían con un gitano. El hombre podía escoger su senda entre muchas, y eran múltiples los caminos y carreteras que atravesaban el campo de la vida. Algunos no tenían salida, otros conducían a ciénagas, a trampas y celadas peligrosas. En el mundo de Gavrila sólo el Partido conocía los caminos justos y el destino correcto.
Yo procuraba grabar en mi memoria las enseñanzas de Gavrila, no perder ni una palabra. El afirmaba que el hombre, para ser feliz y útil, debía sumarse a la marcha del pueblo trabajador, marcando el paso con los demás en el lugar que le habían asignado dentro de la columna. Acercarse demasiado a la cabeza de la columna era tan malo como rezagarse. Podía implicar la pérdida de contacto con las masas, lo cual desembocaba en la decadencia y la degeneración. Cada tropezón podía retrasar a toda la columna, y quienes caían corrían el riesgo de ser pisoteados por los demás…
A última hora de la tarde llegaban multitudes de campesinos desde las aldeas. Entregaban frutas y hortalizas a cambio del sustancioso cerdo envasado que enviaban al ejército rojo desde la lejana América, de un par de zapatos, o de un trozo de lona de tienda que servía para confeccionar unos pantalones o una chaqueta.
A medida que los soldados terminaban sus labores vespertinas, se oían aquí y allá toques de acordeón y canciones. Los campesinos escuchaban con atención las canciones, aunque apenas entendían la letra. Algunos de ellos se sumaban en forma audaz y estentórea al coro. Otros parecían alarmados, y espiaban con recelo las caras de aquellos vecinos que exhibían un afecto tan súbito e inesperado por el ejército rojo.
Las mujeres venían de las aldeas en número cada vez mayor, junto con sus hombres. Muchas de ellas coqueteaban descaradamente con los soldados y trataban de arrastrarlos en dirección a sus maridos o hermanos, que traficaban a pocos pasos de allí. De cabello ceniciento y ojos claros, se bajaban las blusas harapientas y alzaban sus faldas gastadas con aire despreocupado, moviendo las caderas mientras se paseaban de un lado a otro. Los soldados se aproximaban, sacando de sus tiendas latas refulgentes de carne americana de cerdo y de vaca, paquetes de tabaco y papel para liar cigarrillos. Sin inquietarse por la presencia de los hombres, miraban fijamente los ojos de las mujeres, rozaban accidentalmente sus cuerpos opulentos y aspiraban su olor.
De cuando en cuando los soldados se escabullían fuera del campamento y visitaban las aldeas para continuar el trueque con los campesinos y para visitar a las muchachas del lugar. La jefatura del regimiento hacía todo lo posible por evitar estos contactos secretos y premeditados con la población. Los oficiales políticos, los comandantes de batallón, e incluso los periódicos de la división amonestaban a los soldados para que no protagonizaran esas escapadas individuales. Advertían que algunos de los granjeros más ricos estaban sometidos a la influencia de los guerrilleros nacionalistas que merodeaban por los bosques con la intención de frenar la marcha victoriosa del ejército soviético y de impedir el triunfo inmediato de un gobierno de obreros y campesinos. Informaban que los soldados de otros regimientos volvían de esas excursiones cruelmente vapuleados, y que algunos simplemente habían desaparecido.
Un día, empero, algunos soldados no se dejaron intimidar por la amenaza de castigo y consiguieron deslizarse fuera del campamento. Los centinelas fingieron no verlos. La vida en el campamento era monótona y los soldados, que esperaban el momento de partir o de entrar en acción, buscaban ansiosamente un poco de distracción.
Mitka el Cuclillo
se enteró de esta escapada de sus amigos y quizás incluso los habría acompañado si no hubiera estado tullido. Decía a menudo que puesto que los soldados del ejército rojo arriesgaban sus vidas por esos lugareños en su enfrentamiento con los nazis, no había ninguna razón para que evitaran su compañía.
Mitka me cuidaba desde que yo había ingresado en el hospital del regimiento. Gracias a los alimentos que él me daba, había aumentado de peso. Mitka pescaba en el gran caldero los mejores trozos de carne, y me reservaba lo más sustancioso de la sopa. También estaba a mi lado cuando me aplicaban las dolorosas inyecciones, y me levantaba el ánimo antes de los exámenes médicos. Una vez, cuando sufrí una indigestión a causa del exceso de comida, Mitka pasó dos días sentado junto a mí, sosteniéndome la cabeza cuando vomitaba y limpiándome la cara con un paño húmedo.
Mientras Gavrila me enseñaba cosas serias y me explicaba el papel del Partido, Mitka me abría las puertas de la poesía y me cantaba, acompañándose con su guitarra. Era Mitka quien me llevaba al cine del regimiento y me explicaba minuciosamente las películas. Iba con él a ver cómo los mecánicos reparaban los motores de los potentes camiones del ejército, y era él quien me llevaba a ver cómo se entrenaban los tiradores de precisión.
Mitka era uno de los hombres más queridos y respetados del regimiento. Tenía una excelente hoja de servicios. En las fechas especiales del ejército, uno veía sobre su uniforme desteñido algunas condecoraciones que habrían despertado la envidia de los comandantes de regimiento, e incluso de división. Mitka ostentaba el título de Héroe de la Unión Soviética, que era el más alto al que podía aspirar un militar, y era uno de los hombres más condecorados de toda la división.
Sus hazañas como tirador de precisión figuraban en periódicos y libros para niños y adultos. Había aparecido varias veces en noticiarios de cine vistos por millones de ciudadanos soviéticos en granjas colectivas y fábricas. El regimiento estaba muy orgulloso de Mitka: le fotografiaban para los periódicos y las divisiones y le entrevistaban los corresponsales.
A menudo los soldados contaban historias, en torno de la fogata nocturna, acerca de las misiones peligrosas que había protagonizado hacía apenas un año. Discutían interminablemente sus incursiones heroicas en la retaguardia del enemigo, donde se dejaba caer en paracaídas, solo, y luego disparaba contra oficiales y correos del ejército militar, desde larga distancia, con una puntería extraordinaria. Les maravillaba cómo Mitka se las ingeniaba para volver desde las líneas enemigas, sólo para ser enviado inmediatamente a otra misión peligrosa.