Todos nos mirábamos con odio y miedo. Nadie sabía nunca qué era capaz de hacer su vecino. Muchos de los chicos del curso eran mayores y más fuertes que yo. Sabían que no hablaba, y en consecuencia suponían que era un retrasado mental. Me injuriaban y a veces me pegaban. Por la mañana, cuando ingresaba en el aula después de haber pasado una noche de insomnio en el dormitorio atestado, me sentía atrapado, asustado y receloso. Los presagios de desastre aumentaban. Estaba tenso como el elástico de una honda, y el menor incidente me hacía perder el control. Mi miedo se debía más que a ser atacado por los otros niños a la posibilidad de que hiriera gravemente a alguien al defenderme. Como nos decían a menudo en el orfanato, un acto de esa naturaleza implicaría la cárcel y el fin de mis esperanzas de reunirme con Gavrila.
Cuando luchaba no podía dominar mis movimientos. Mis manos adquirían vida propia y era imposible arrancarlas de encima de mi adversario. Además, después de la pelea, tardaba mucho en serenarme: cavilaba sobre lo que había ocurrido y me excitaba nuevamente.
Tampoco era capaz de huir. Cuando veía que un grupo de niños se acercaba a mí, me detenía inmediatamente. Procuraba convencerme de que lo hacía para evitar que me atacaran por la espalda, y de que así podía medir mejor las fuerzas y las intenciones del enemigo. Pero la verdad era que no podía escapar ni siquiera cuando quería hacerlo. Las piernas me pesaban inusitadamente, y su peso quedaba distribuido de una manera extraña: los muslos y las pantorrillas parecían de plomo, pero las rodillas eran ligeras y se doblaban como blandos cojines. El recuerdo de todas mis fugas afortunadas no parecía ayudar mucho. Un mecanismo misterioso me sujetaba al suelo. Me detenía y esperaba a los agresores.
Pensaba constantemente en las enseñanzas de Mitka: un hombre jamás debía dejarse maltratar, porque en tal caso perdería su amor propio y su vida quedaría desprovista de sentido. Lo que salvaguardaba su amor propio y determinaba su valía era su capacidad para vengarse de quienes le habían agraviado.
Siempre había que vengar toda ofensa o humillación. En el mundo se cometían tantas injusticias que era imposible sopesarlas y juzgarlas en su totalidad. El individuo debía analizar cada tropelía perpetrada contra él y resolver cuál era la venganza apropiada. Sólo la convicción de que somos tan fuertes como el enemigo y de que podemos devolver los golpes adecuadamente nos permite sobrevivir, decía Mitka. El hombre debía vengarse según su propia naturaleza y con los medios que tenía a su alcance. Era muy simple: si alguien era desconsiderado con nosotros y nos hacía sufrir la sensación de un latigazo, debíamos castigarlo como si nos hubiera azotado con un látigo. Si alguien nos abofeteaba y nos causaba un dolor semejante al de mil golpes, debíamos vengar los mil golpes. La represalia debía ser proporcional a todo el padecimiento, la amargura y la humillación que nos hacía experimentar el comportamiento del adversario. Una bofetada podía no ser muy dolorosa para un hombre, en tanto que a otro podía hacerle evocar la persecución que había experimentado a lo largo de cien días de castigos. El primer hombre podía olvidarla en una hora, y tal vez el segundo sería atormentado durante semanas por recuerdos de pesadilla.
Por supuesto, el mismo principio se aplicaba a la inversa. Si un individuo nos pegaba con un garrote pero el dolor no superaba el de una bofetada, debíamos vengar la bofetada.
La vida en el orfanato era una constante sucesión de ataques y alborotos inesperados. Casi todos tenían un mote. En mi clase había un chico al que lo apodaban el
Tanque
porque embestía a puñetazos a cualquiera que se le cruzara en el camino. A otro chico lo apodaban
Cañón
porque arrojaba objetos a la gente sin una razón especial. Y así sucesivamente: el
Sable
, que azotaba a su enemigo con el canto del brazo; el
Avión
, que lo derribaba y le pateaba la cara; el
Francotirador
, que arrojaba piedras desde lejos; el
Lanzallamas
, que encendía cerillas de combustión lenta y las tiraba sobre las ropas y las carteras.
Las niñas también tenían apodos. La
Granada
acostumbraba a desgarrar la cara de sus enemigos con un clavo que ocultaba en la palma de la mano. Otra, la
Guerrillera
, menuda e inadvertida, se agazapaba en el suelo y hacía caer al caminante con una limpia zancadilla, mientras su aliada, la Torpedo, abrazaba al adversario postrado como si tratara de hacer el amor, y en seguida le asestaba un terrible rodillazo en el bajo vientre.
Las maestras y celadoras no podían controlar a este grupo, y a menudo evitaban intervenir en las pendencias, por temor a los muchachos más fuertes. A veces se producían incidentes más graves. En una oportunidad el
Cañón
le pegó un violento puntapié a una chica que aparentemente se había negado a besarle. Su víctima murió pocas horas después. En otra ocasión el Lanzallamas incendió las ropas de tres chicos y los encerró en un aula. Dos de ellos hubieron de ser llevados al hospital con quemaduras graves.
En todas las peleas corría sangre. Los muchachos y las chicas peleaban para sobrevivir y era imposible separarlos. Por la noche sucedían cosas aún peores. Los muchachos atacaban a las chicas en los corredores oscuros. Una noche, varios de ellos violaron a una enfermera en el sótano. La retuvieron allí durante horas, invitando a otros compañeros a participar y excitando a la mujer con métodos refinados que habían aprendido en diversos lugares durante la guerra.
Finalmente quedó reducida a un estado de frenesí demencial. Gritó y aulló toda la noche hasta que llegó la ambulancia y se la llevó.
Otras chicas tomaban la iniciativa. Se desnudaban y les pedían a los muchachos que las tocaran. Relataban descaradamente las proposiciones sexuales que decenas de hombres les habían formulado durante la guerra. Algunas decían que no podían conciliar el sueño si antes no las poseía un hombre. Iban a los parques por la noche y seducían a los soldados borrachos.
Muchos de los muchachos y chicas eran muy pasivos e indiferentes. Se recostaban contra los muros, casi siempre en silencio, sin llorar ni reír, mirando una imagen que sólo ellos veían. Se decía que algunos habían vivido en los ghettos o en los campos de concentración. De no haber llegado el fin de la ocupación habrían muerto mucho tiempo atrás. Aparentemente, otros habían sido albergados por padres adoptivos brutales y codiciosos que los habían explotado ferozmente y los habían flagelado a la menor señal de desobediencia. También había quienes no tenían un pasado específico. El ejército o la policía los había internado en el orfanato. Nadie conocía sus orígenes, el paradero de sus padres o el lugar donde habían pasado la guerra. Se negaban a hablar de sí mismos, y respondían a todas las preguntas con evasivas y con sonrisitas indulgentes que sugerían un desprecio infinito hacia quienes les indagaban.
Por la noche temía dormirme porque se sabía que los muchachos se gastaban dolorosas bromas pesadas los unos a los otros. Dormía con el uniforme puesto, con un cuchillo en el bolsillo y una manopla de madera en el otro.
Todas las mañanas tachaba otro día en mi calendario.
Pravda
decía que el ejército rojo ya había llegado al nido de la víbora nazi.
Gradualmente trabé amistad con un chico apodado el
Silencioso
. Se comportaba como si fuera mudo. Nadie había oído el timbre de su voz desde que había ingresado en el orfanato. Se sabía que podía hablar, pero en algún trance de la guerra había decidido que era inútil hacerlo. Otros muchachos trataban de arrancarle una palabra por la fuerza. En una oportunidad incluso le dieron una cruenta paliza, pero fue en vano.
El Silencioso era mayor y más fuerte que yo. Al principio nos eludíamos. Yo pensaba que al negarse a hablar se burlaba de los niños como yo, que no podíamos hacerlo. Si el Silencioso, que no era mudo, había resuelto no hablar, otros podían suponer que yo también me negaba a hablar, aunque podría haberlo hecho si hubiera querido. Mi amistad con él no haría más que reforzar esa impresión.
Un día el Silencioso corrió inesperadamente en mi ayuda y derribó a un muchacho que me estaba pegando en el corredor. Al día siguiente me sentí obligado a colocarme de su parte durante una riña que estalló en un recreo.
Desde entonces nos sentamos en el mismo pupitre, en el fondo del aula. Al principio intercambiábamos notas escritas, pero después aprendimos a comunicarnos por señas. El Silencioso me acompañaba en las expediciones a la estación de ferrocarril, donde trabábamos amistad con los soldados soviéticos que partían. Juntos robamos la bicicleta de un cartero borracho, atravesamos el parque de la ciudad, aún sembrado de minas terrestres y cerrado al público, y miramos cómo las chicas se desvestían en los baños municipales.
Por la noche nos escapábamos furtivamente del dormitorio y merodeábamos por las plazas y los patios próximos, atemorizando a las parejas que se hacían el amor, arrojando piedras por las ventanas abiertas, agrediendo a los transeúntes desprevenidos. El Silencioso, más alto y más fuerte, siempre era la fuerza de choque.
Todas las mañanas nos despertaba el silbato del tren que pasaba cerca del orfanato, y en el cual los campesinos venían a la ciudad para vender sus productos en el mercado. Por la noche, el mismo tren volvía a las aldeas que bordeaban su única vía, y las ventanillas iluminadas parpadeaban entre los árboles como una hilera de luciérnagas.
En los días claros el Silencioso y yo caminábamos a lo largo de la vía, sobre las traviesas recalentadas por el sol y sobre los guijarros afilados que nos lastimaban los pies descalzos. A veces, cuando había suficientes muchachos y chicas de las poblaciones vecinas jugando junto a la vía, les brindábamos un espectáculo. Pocos minutos antes de la llegada del tren yo me tendía entre los rieles, boca abajo, con los brazos cruzados sobre la cabeza y el cuerpo lo más aplastado posible. El «Silencioso» convocaba al público mientras yo esperaba pacientemente. A medida que se acercaba el tren, yo oía y sentía el estruendo de las ruedas trasmitido por los rieles y las traviesas, hasta que me estremecía junto a ellos. Cuando la locomotora estaba casi encima de mí, me aplastaba aún más, y procuraba no pensar. El soplo caliente de la caldera pasaba sobre mí y la inmensa locomotora rodaba furiosamente por encima de mi espalda. A continuación los vagones traqueteaban rítmicamente en una larga fila, mientras yo aguardaba que pasara el último. Recordaba los tiempos en que había practicado ese mismo juego en las aldeas. Una vez, en el preciso instante en que pasaba sobre el cuerpo de un niño, el maquinista dejó caer unas brasas ardientes. Cuando se alejó el tren encontramos al chico muerto, con la espalda y la cabeza calcinadas como una patata que había pasado demasiado tiempo sobre los rescoldos. Varios muchachos que habían presenciado la escena juraron que el fogonero se había asomado por la ventanilla, había visto al chico y había soltado las brasas premeditadamente. También recordaba otra oportunidad en que las mangas de acoplamiento que colgaban en la cola del último vagón resultaron ser más largas que de costumbre y rompieron la cabeza del muchacho que yacía entre los rieles. Su cráneo quedó como una calabaza reventada.
No obstante estos tétricos recuerdos, me tentaba en forma irresistible la idea de estar tendido entre los rieles mientras un tren corría sobre mí. En el tiempo que transcurría entre el paso de la locomotora y el del último vagón yo me sentía tan puro por dentro como la leche cuidadosamente tamizada a presión a través de un lienzo. Durante el breve lapso en que los vagones rugían sobre mi cuerpo nada importaba, excepto el simple hecho de estar vivo. Lo olvidaba todo: el orfanato, mi mudez, Gavrila, el Silencioso. En el fondo mismo de esta experiencia encontraba la gran alegría de hallarme ileso.
Cuando el tren terminaba de pasar me levantaba sobre las manos temblorosas y as piernas débiles, y miraba en torno con una satisfacción mayor que la que había sentido al vengarme en la forma más encarnizada de uno de mis enemigos.
Trataba de conservar esta sensación de encontrarme vivo para que me sirviera en el futuro. Tal vez la necesitaría en mis horas de miedo y dolor. Todos los terrores parecían insignificantes cuando los comparaba con el que me invadía al esperar el tren.
Me alejaba del terraplén fingiendo indiferencia y hastío. El Silencioso era el primero que me alcanzaba, con una actitud protectora aunque deliberadamente informal. Limpiaba los fragmentos de grava y las astillas de madera que se habían incrustado en mi ropa. Yo vencía gradualmente el temblor de mis manos, mis piernas y las comisuras de mi boca reseca. Los otros me rodeaban y me miraban admirados.
Más tarde volvía con el Silencioso al orfanato. Me sentía envanecido y sabía que él estaba orgulloso de mí. Ninguno de los otros chicos se atrevía a incitarme. Gradualmente dejaron de fastidiarme. Pero yo sabía que debía repetir el espectáculo con pocos días de intervalo, porque de lo contrario seguramente aparecería algún escéptico que pondría en tela de juicio mi proeza y negaría abiertamente mi valor. Apretaba la Estrella Roja contra mi pecho, marchaba hasta el terraplén del ferrocarril y esperaba el estruendo que producía el tren al aproximarse.
El Silencioso y yo pasábamos mucho tiempo en las vías del ferrocarril. Mirábamos pasar los trenes y a veces saltábamos sobre el estribo del último vagón para luego apearnos cuando el tren disminuía la velocidad en la bifurcación.
Esta se hallaba a pocos kilómetros de la ciudad. Hacía mucho tiempo, probablemente antes de la guerra habían empezado a construir un ramal que no completaron nunca. Las agujas herrumbradas estaban cubiertas de musgo, porque nunca habían sido utilizadas, y el ramal incluso terminaba a pocos centenares de metros, en el borde de un barranco sobre el que habían proyectado tender un puente. Inspeccionamos varias veces las agujas, con mucho detenimiento, e intentamos mover la palanca. Pero nos fue imposible mover el mecanismo corroído.
Un día, en el orfanato, vimos cómo un cerrajero abría una cerradura atascada simplemente aplicándole aceite. Al día siguiente el Silencioso robó una botella de aceite de cocina y por la noche la derramamos sobre los cojinetes del mecanismo de cambio. Esperamos un rato, para que el aceite tuviera tiempo de penetrar, y después nos colgamos de la palanca con todo nuestro peso. Algo crepitó dentro y la palanca se movió bruscamente, mientras las agujas se deslizaban chirriando hasta la otra vía. Asustados por nuestro éxito inesperado nos apresuramos a colocar nuevamente la palanca en su posición primitiva.