Seguimos la marcha. El alemán que viajaba en el carromato respiraba pesadamente, como si durmiera. Cerró la boca sólo cuando una mosca intentó introducirse en ella.
Antes de la puesta del sol entramos en una ciudad pequeña, con construcciones muy próximas unas de otras. En algunos sectores las casas tenían paredes de ladrillos y chimeneas. Las empalizadas estaban pintadas de blanco o azul. Las palomas dormidas se apretujaban en los canalones.
Cuando pasamos frente a los primeros edificios aislados, los niños que jugaban en la calle descubrieron nuestra presencia. Rodearon el lento carromato y nos miraron fijamente. El soldado se frotó los ojos, se desperezó, se subió los pantalones por la cintura, saltó a la calzada y echó a caminar a la par del carromato, sin prestar atención al entorno.
La legión de niños se engrosaba con los que salían corriendo de todas las casas. De pronto, uno de los muchachos mayores y más altos le pegó al prisionero con una larga rama de abedul. El herido se estremeció y dio un respingo hacia atrás. Los niños se excitaron y empezaron a acribillarnos con una andanada de basura y piedras. El herido se encorvó. Sentí que sus hombros, pegados a los míos, estaban empapados en sudor. Algunas piedras me alcanzaron también a mí, pero yo era un blanco menos fácil porque me hallaba sentado entre el herido y los conductores. Las criaturas se divertían mucho con nosotros. Nos arrojaron bolas de estiércol seco, tomates podridos, diminutos y hediondos cadáveres de pájaros. Uno de los pequeños brutos se encarnizó particularmente conmigo. Caminaba a la altura del carromato y con una vara golpeaba metódicamente zonas escogidas de mi cuerpo. Me esforcé en vano por acumular la saliva suficiente para escupirle en su rostro burlón.
Los adultos se sumaron a la turba que rodeaba el carromato. «Duro con los judíos, duro con los hijos de puta», vociferaban, y azuzaban a los niños para que no dejaran de golpearnos. Los conductores, que no querían arriesgarse a recibir golpes accidentales, saltaron del pescante y empezaron a caminar junto a los caballos. Ahora, el herido y yo ofrecíamos excelentes blancos. Nos alcanzó una nueva lluvia de piedras. Yo tenía la mejilla cortada; uno de mis dientes colgaba, roto; y me habían reventado el labio inferior. Escupí sangre en las caras de los más próximos, pero éstos saltaron ágilmente hacia atrás para preparar una nueva arremetida.
Un forajido arrancó de raíz manojos de hiedra y helechos que crecían a la vera del camino y con ellos nos azotó al herido y a mí. El dolor se había apoderado de mi cuerpo, las piedras me alcanzaban con más precisión, y dejé caer el mentón sobre el pecho, porque temía que una piedra pudiera herirme en los ojos.
De pronto, un cura bajo y rechoncho salió corriendo de una casa humilde frente a la cual pasábamos. Iba vestido con una sotana andrajosa y desteñida. Congestionado por la excitación, irrumpió entre la turba blandiendo un bastón con el que repartía palos sobre manos, caras y cabezas. Jadeando, transpirando, temblando por el agotamiento, dispersó a la multitud en todas las direcciones.
A partir de entonces el cura empezó a marchar junto al carromato, recuperando poco a poco el aliento. Con una mano se enjugó la frente y con la otra apretó la mía. Era evidente que el herido se había desmayado, porque sus hombros estaban fríos y se mecía rítmicamente como un títere colgado de una vara.
El carromato ingresó en el patio del edificio de la policía militar. El cura tuvo que quedarse afuera. Dos soldados desataron la cuerda, bajaron al herido del carromato y lo depositaron junto al muro. Yo me quedé cerca de él.
Al cabo de poco tiempo apareció en el patio un alto oficial de las SS, vestido con un uniforme negro como el hollín. Nunca había visto un uniforme tan impresionante. En el orgulloso remate de la gorra fulguraba una calavera con dos tibias cruzadas, en tanto que unas insignias en forma de rayos le adornaban el cuello. Tenía la manga cruzada por un brazalete rojo con el temerario signo de la esvástica.
El oficial escuchó el parte de uno de los soldados. A continuación, sus tacones repicaron sobre la lisa superficie de hormigón del patio cuando se encaminó hacia el herido. Con un experto movimiento de la puntera de la bota dio vuelta a la cabeza del hombre en dirección a la luz.
El herido mostraba un terrible aspecto: la cara lacerada con la nariz hundida y la boca oculta por pingajos de piel. En la cuenca ocular, tenía pegados restos de hiedra y mazacotes de tierra y de estiércol de vaca. El oficial se agachó junto a esta cabeza amorfa que se reflejaba sobre la superficie brillante de las cañas de sus botas. Interrogaba al herido, o le decía algo.
La masa sanguinolenta se movió con suma lentitud como si pesara quinientos kilos. El cuerpo escuálido, mutilado, se incorporó apoyándose sobre las manos atadas. El oficial se echó hacia atrás. Ahora su rostro estaba iluminado por el sol, y era de una belleza prístina y cautivadora. Su tez tenía el color de la cera, y su pelo rubio era tan suave como el de un bebé. En otro tiempo, en una iglesia, había visto un rostro igualmente delicado. Estaba pintado sobre un muro, bañado en la música del órgano, y sólo lo acariciaba la luz de las vidrieras.
El herido siguió incorporándose hasta quedar casi sentado. El silencio se extendía sobre el patio como una gruesa capa. Los otros soldados contemplaban el espectáculo, muy rígidos e inmóviles. El herido respiraba agitadamente. Esforzándose por abrir la boca, se bamboleaba como un espantapájaros, a merced del viento. Al intuir la proximidad del oficial, escuchó los ruidos que llegaban desde esa dirección.
El oficial, asqueado, se disponía a ponerse en pie, cuando el herido volvió a mover súbitamente la boca, gruñó, y luego articuló, con mucha fuerza, una palabra breve que sonó como «cerdo». Inmediatamente se desplomó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el cemento.
Al oír esto los soldados se estremecieron y se miraron entre sí, estupefactos. El oficial se levantó y ladró una orden. Los soldados se cuadraron, accionaron los cerrojos de sus fusiles, se acercaron al hombre y lo acribillaron rápidamente a tiros. El cuerpo destrozado se sacudió y después se quedó inmóvil. Los soldados volvieron a cargar sus armas y se pusieron firmes.
El oficial se acercó indolentemente a mí, golpeando con una fusta la costura de sus pantalones de montar recién planchados. Apenas lo vi no pude apartar la mirada de él. Todo su ser parecía imbuido de una cualidad eminentemente sobrehumana. Contra el fondo de colores tenues, proyectaba una negrura indeleble. En un mundo de hombres de rostros atormentados, con los ojos reventados, con las extremidades ensangrentadas, magulladas y desfiguradas, entre los cuerpos humanos fétidos y descoyuntados, él parecía un modelo de pulcra perfección inmarcesible: su rostro de piel suave y brillante, el refulgente pelo rubio que asomaba por debajo de la gorra rematada en punta, los ojos de metal puro. Cada movimiento de su cuerpo parecía impulsado por una colosal fuerza interior. El timbre granítico de su voz era el más adecuado para ordenar la exterminación de criaturas inferiores y desamparadas. Me sentí aguijoneado por un sentimiento de envidia que jamás había experimentado antes y admiré la calavera y las tibias cruzadas y deslumbrantes que adornaban su alta gorra. Pensé en lo hermoso que sería tener una calavera resplandeciente y lisa como ésa en lugar de mi cara gitana que despertaba tanto temor y disgusto entre la gente de bien.
El oficial me estudió detenidamente. Me sentí como una oruga aplastada, destilando jugo sobre el polvo: un ser que no puede hacer daño a nadie y que sin embargo inspira odio y repugnancia. En presencia de ese hombre rutilante, armado con todos los símbolos del poder y la majestad, me sentía auténticamente avergonzado de mi aspecto. No habría podido objetar que me matara. Miré la hebilla ornamentada de su cinturón de oficial, que se hallaba exactamente a la altura de mis ojos, y aguardé su decisión.
En el patio reinaba nuevamente el silencio. Los soldados nos rodeaban, esperando obedientemente lo que ocurriría a continuación. Sabía que de alguna manera se estaba decidiendo mi destino, pero eso me resultaba indiferente. Había depositado una confianza infinita en el veredicto del hombre que se empinaba frente a mí. Sin duda tenía poderes que no estaban al alcance de la gente común. Reverberó otra orden rápida. El oficial se fue. Un soldado me empujó bruscamente hacia el portón. Apenado porque había concluido el magnífico espectáculo, salí lentamente por el portón y caí de lleno en los brazos regordetes del cura. Su sotana resultaba despreciable en comparación con el uniforme adornado por la calavera, las tibias cruzadas y los rayos.
El cura me transportó en un carro prestado. Dijo que en una aldea vecina encontraría a alguien que podría tomarme a su cargo hasta el fin de la guerra. Antes de llegar a la aldea nos detuvimos en la iglesia local. El cura me dejó en el carro y entró solo en la vicaría, donde le vi discutir con el párroco. Gesticulaban y susurraban agitadamente. A continuación ambos se acercaron a mí. Salté fuera del carro y le hice una cortés reverencia al párroco, besándole la manga. Me miró, me dio su bendición, y volvió a la vicaría sin una palabra más.
Seguimos nuestro camino y finalmente nos detuvimos en el otro extremo de la aldea, en una granja bastante aislada. El cura entró en la casa y permaneció tanto tiempo adentro que empecé a preguntarme si le había sucedido algo. Un enorme perro alsaciano, de mirada hosca y abatida, custodiaba la granja.
El cura salió, acompañado por un campesino bajo y robusto. El perro metió la cola bajo los cuartos traseros y dejó de gruñir. El nombre me miró y después hizo un aparte con el cura. Sólo oí fragmentos de la conversación. Evidentemente, el campesino estaba ofuscado. Me señaló y gritó que bastaba una mirada para advertir que yo era un bastardo gitano sin bautizar. El cura protestó en voz baja, pero el hombre no le hizo caso. Arguyó que si me daba albergue correría mayor peligro, porque los alemanes visitaban frecuentemente la aldea y si me encontraban sería demasiado tarde para que intervinieran otras personas.
El cura fue perdiendo gradualmente la paciencia. De pronto asió al hombre por el brazo y le susurró algo en el oído. El campesino capituló y, maldiciendo, me ordenó que lo siguiera al interior de su choza.
Entonces el sacerdote se acercó más a mí y me miró a los ojos. Ambos nos contemplamos en silencio. Yo no sabía qué hacer.
Cuando quise besarle la mano, besé mi propia manga y quedé muy turbado. El se rió, hizo la señal de la cruz sobre mi cabeza, y se fue.
Apenas estuvo seguro de que el cura se había ido, el hombre me cogió por la oreja con tanta fuerza que casi me levantó del suelo, y me introdujo en la choza. Ante mis gritos reaccionó clavándome el dedo violentamente en las costillas, hasta dejarme sin respiración.
Éramos tres en la casa. El granjero Garbos, que tenía un rostro embotado, adusto, con la boca entreabierta; el perro, de astutos ojos incandescentes; y yo. Garbos era viudo. A veces, en el curso de una discusión, los vecinos mencionaban a una chica judía a la que Garbos había alojado hacía un tiempo, a petición de sus padres fugitivos, y que había quedado huérfana. Cada vez que una de las vacas o los cerdos de Garbos dañaban los sembrados ajenos, los aldeanos le recordaban maliciosamente a la chica. Decían que Garbos le pegaba continuamente, que la violaba, y que la obligaba a cometer actos depravados, hasta que por fin ella desapareció. Entretanto, Garbos había reparado la granja con el dinero que había recibido para mantenerla. Garbos escuchaba coléricamente esas acusaciones. Soltaba a
Judas
y amenazaba con azuzarlo contra los difamadores. Entonces los vecinos echaban el cerrojo a sus puertas y miraban a la bestia feroz a través de las ventanas.
Nadie visitaba a Garbos. Siempre estaba solo en su choza. Mi tarea consistía en cuidar dos cerdos, una vaca, una docena de gallinas y dos pavos.
Garbos solía azotarme en silencio y sin ningún motivo. Se deslizaba sigilosamente detrás de mí y me pegaba en las piernas con un látigo. Me retorcía las orejas, frotaba su pulgar contra mi cuero cabelludo y me hacía cosquillas en las axilas y los pies hasta que yo me echaba a temblar incontroladamente. Me consideraba gitano y me ordenaba que le relatara historias gitanas. Pero yo sólo atinaba a recitarle poemas y los cuentos que había aprendido en casa antes de la guerra. A veces Garbos se enfurecía al escucharlos, no sé por qué razón. Volvía a castigarme o amenazaba con lanzar contra mí a
Judas
.
Judas
era un peligro permanente. Podía matar a un hombre con una sola dentellada. Los vecinos le reprochaban a menudo a Garbos que hubiera soltado al animal para que atacara a un ladrón de manzanas. Le había desgarrado la garganta y el individuo había muerto instantáneamente.
Garbos siempre azuzaba a
Judas
contra mí. El perro debió convencerse gradualmente de que yo era su peor enemigo. Mi sola presencia hacía que su pelo se erizara como el de un puerco espín. Sus ojos inyectados en sangre, su hocico y sus belfos se estremecían, y la espuma chorreaba de sus fauces aterradoras. Arremetía con tanta fuerza contra mí que yo temía que rompiera la traílla, aunque también esperaba que ésta lo ahorcara. Ante la saña del perro y mi pánico, Garbos desataba a veces a
Judas
, lo retenía sólo por el collar, y me acorralaba contra la pared. Las fauces rugientes, chorreantes, quedaban a sólo unos centímetros de mi garganta, y el cuerpo inmenso de la bestia se estremecía animado de una furia salvaje. Casi se ahogaba, lanzando espumarajos y baba, mientras el hombre le excitaba con palabras enérgicas y crueles pinchazos. Se acercaba tanto que su aliento cálido y húmedo me empañaba la cara.
En esos momentos me sentía al borde de la muerte, y la sangre fluía por mis venas con un goteo lento y pesado, como miel espesa deslizándose por el cuello angosto de una botella. Mi pavor era tan grande que casi me transportaba al otro mundo. Yo miraba los ojos ardientes de la fiera y la mano peluda, pecosa, del hombre, que aferraba el collar. En cualquier momento los colmillos del perro se cerrarían sobre mi carne. Como no quería sufrir, le ofrecería el cuello para la primera dentellada rápida. Entendía, entonces, la compasión del zorro que mata a las ocas quebrándoles el pescuezo con un solo mordisco.
Pero Garbos no soltaba al perro. En lugar de ello se sentaba frente a mí bebiendo vodka y maravillándose en voz alta por el hecho de que a un ser como yo le perdonaran la vida cuando sus hijos habían muerto tan jóvenes. Me formulaba a menudo esa pregunta y yo no sabía qué contestar. Ante mi silencio, me pegaba.